Vacaciones en Portugal, julio 2011

VIERNES 22

Viajo con mi buena amiga Ana.

Javi y Ana en Lisboa

Pero esta imagen corresponde a las últimas horas del viaje. Vamos al principio.

El avión desde Barcelona-Prat hasta Lisboa no sale a la hora prevista. El comendante explica que habían permitido embarcar a los pasajeros para poder presionar a la torre de control, desde donde se le indicaba que no podían salir del aeropuerto debido a las malas condiciones del tiempo. Ante la evidencia de que no llovía ni el viento era especialmente notable, el piloto le echó la responsabilidad a Bruselas. Y los pasajeros estuvimos una hora sin movernos.

Este hecho permitió, cuando finalmente el avión pudo elevarse, que los pasajeros más próximos a las ventanas pudieran gozar de la persecución de nuestro aparato al sol poniente. Asistimos a un ocaso prolongado con un cielo rojizo espectacular. Al sobrevolar Lisboa, se aprecian las indicaciones de “Saldos” de El Corte Inglés.

Ya en tierra, la primera cara que nos sonríe al llegar a Portugal es un anuncio en la pared del Banco Espírito Santo con la imagen de Cristiano Ronaldo. El actual jugador del Real Madrid representa, en estos momentos, el relato del chico pobre con talento que llega lejos a lomos de la soberbia. Quizá la mirada de un culer empañe algo este análisis.

La carrera del taxi hasta la Praça dos Restauradores, con mi maleta incluida, vale 11,25€. Ya es de noche en Lisboa.

Nuestro primer contacto con el piso de la ciudad es el sonido del Elevador da Glória, un chirrido precario pero insistente comparable al que identificaba al maligno en “La noche del demonio” de Jacques Tourneur. Subimos andando por la acera junto a las vías, empedrada y con un fuerte desnivel. A nuestra derecha apreciamos algunas paredes con graffittis no especialmente artísticos pero sí con cierta calidad. Queremos cruzar la Rua S. Pedro de Alcántara pero, en ausencia de semáforo, con esperar no basta. Aprendemos de los lisboetas a plantar el pie con decisión en la calzada, y los coches ya frenarán. En el Bairro Alto vemos oferta abundante de caipirinhas. Sin embargo, nos bastan unas tostas mixtas (similar a un bikini) y unas cervezas. Pronto nos acostumbraríamos a reclamar una imperial (rubia de 33 cl.). En la tele del local ofrecen una corrida de toros portuguesa.

Cuando regresamos para dormir a nuestra habitación de la pensión, la tele habla de 7 muertos confirmados en unos atentados en Oslo. No imaginábamos aún la verdadera magnitud de lo sucedido en la tranquila tierra noruega.

SÁBADO 23

Pintada en la pared: “Komete el dinero”.

A la mañana siguiente, el objetivo es ir a Alfama. Buscábamos el tranvía en la Praça de Figueira, pero no tuvimos éxito, así que utilizamos el autobús 737 que llega hasta los alrededores del Castelo de São Jorge. El vehículo sube dando tumbos en primera marcha. Pasamos junto a Sé-Catedral, con sus mendigos en la puerta.

Entrar al Castelo vale 7€, un precio que consideramos excesivo. Preferimos alejarnos de los turistas y de los altavoces que derraman fado y visitar las calles de Alfama. Apenas hemos caminado un poco encontramos una pancarta en un balcón: Aquí podía viver gente. Reabilitar a cidade – Baixar as rendas – Criar emprego, y está firmada por el Bloco di Esquerda. La ciudad está en marcha en plena temporada turística, pero no se puede borrar todo rastro del hecho de que Portugal vive un periodo de austeridad y ha necesitado un plan de rescate económico.

Ana mirando al Tajo desde Alfama

Los trinos de los pájaros despuntaban entre edificios semiderruidos. Hay gente mayor junto a las puertas de las casas, viendo pasar el tiempo. Dos mujeres se cruzan y una se queja del empedrado de las calles, una auténtica tortura para los tobillos. En el interior de una cafetería, un pianista interpreta a Chopin en vivo, mientras los clientes están al otro lado de la pared, en el exterior.

Nos detenemos a la sombra de los olivos en la plaza junto a la Iglesia da Graça. Se está fresquito y se puede contemplar la ciudad desde un mirador. Tenemos sed y entramos en un bar con varios hombres en la puerta. En la televisión, “Manhã Informativa” ya habla de 91 muertos en los atentados de Oslo. El periódico “Correiro da Manhã” titula: “Terrorismo regresa à Europa”.

Nos dejamos caer por las calles empinadas y por las frecuentes escaleras, y alcanzamos el edificio del Ministerio de Finanzas portugués. Transmite pobreza, y su placa está suspendida entre dos ‘tags’. Cerca de allí apreciamos balcones con estéticas boganvillas.

Pintada en la pared: “Baxa as expectativas do sueño más alto”.

Nos dirigimos a la Praça do Comércio, al café-restaurante Martinho da Arcada. Allí se pueden encontrar en las paredes fotos de Manoel de Oliveira y José Saramago, entre otros. Lo que más destaca en su interior es la mesa vacía, en la que no se puede consumir, junto a la que se sentaba Fernando Pessoa. No hay pérdida: hay libros del escritor sobre la mesa reservada. Está permitido sentarse allí puntualmente y hacerse una foto, si se quiere. Allí comí un bife de atum à portuguesa y un postre alentejano consistente en una tarta de almendra y calabaza.

Ambos estamos cansados y volvemos en metro para esquivar la canícula. Las distancias entre las paradas de metro son relativamente cortas. Vale la pena ir caminando por la ciudad si se puede, pero hay que tener en cuenta que para las personas con movilidad reducida, la capital portuguesa es un entorno hostil. El transporte público intenta compensarlo en buena parte, pero si el propio Pessoa hablaba del “carácter accidentado de la ciudad” lo hacía con razón.

Pequeños traficantes de droga nos ofrecieron marihuana y hachís al menos media docena de veces durante esa semana. Sin ningún pudor, con la bolsa a la vista. Alguno de ellos disimuló un poco más y nos ofreció gafas en primer término. Sensación de cierta impunidad.

“Viagem ao mondo da droga” es uno de los títulos que se presentan en el escaparate de una librería. Hay bastantes libros de medicina, de temas amorosos, y el llamativo “Pénis. De masculinidade, del órgano masculino” de Monteiro Pereira.

Hay “saldos” en las tiendas de Chiado. Muchas de ellas son franquicias extranjeras, con nutrida representación española. Un cartel pide perdón por no permitir el paso de forma temporal al elevador de Santa Justa.

La estatua de Pessoa situada frente al Café La Brasileira se mantiene impertérrita ante los flashes de las cámaras. Los turistas posan a su lado casi sin cesar.

Esa tarde, ni Ana ni yo nos encontrábamos muy bien. Descanso.

DOMINGO 24

Pintada en la pared: “O capitalismo não se reforma, destrói-se”.

Ya a las 10:20 de la mañana hace un fuerte calor y se ha formado una cola importante en el tranvía 15. Pero no es nada en comparación con la interminable fila india de turistas que hay ante la puerta del Monasterio de los Jerónimos en Belém. Decidimos caminar junto al Tajo, con un profundo olor a mar, y pasamos junto a la Torre de Belém y el puerto náutico.

Junto a la torre de Belém

Desandamos el camino y apreciamos que, a las 13:10, sigue habiendo una gran cola junto al Monasterio. El turista es un animal que devora insaciablemente comprimidos de tiempo en el espacio elegido. Y al que no le importa sudar la gota gorda.

Por supuesto, acudimos a la Pastelería de Belém. Siguiendo desde 1837 una receta secreta del convento próximo, han conseguido generar una industria y un aura de mito. A la entrada hay dos colas, una para los que quieren llevarse sus conocidos pasteles, pero nosotros optamos por degustarlos allá mismo, en el fresquito de su interior, que nos refugia del aire abrasador de las calles. Los salones están bastante ocupados, pero son amplios. Con el fresquito, me animo con una bica (café solo, tipo espresso) y con el pastel de Belém. Con la primera dentellada, ya tengo claro que el secreto de su exquisitez está en el contraste de la crujiente masa hojaldrada con la crema.

Para volver al centro de Lisboa en el mismo tranvía, debemos esperar bastante tiempo. La sombra de la marquesina no es suficiente, y el aire cálido que circula lo debemos compartir con bastantes turistas.

Al llegar a Casa Alentejo, me pido un lombo de porco assado con puré de maçã. La carne es seca y el puré de manzana hace la boca agua, así que el contraste es interesante.

Desde el punto de vista turístico, el Bairro Alto el domingo por la tarde está muerto. Por lo tanto, está bien pasearse por allí con tranquilidad. En esa cena hay algunas obras y fachadas en remodelación. Por la noche, hay locales abiertos, algunos con bastante éxito como la cervecería Trinidade. Acabamos cenando tapas en otro local más apartado. Se puede cenar bien y barato.

El domingo es el único día en el que no funciona un sex-shop situado cerca de la pensión. Es fácil localizarlo: la música italo-disco retumba con fuerza.

LUNES 25

Nos despierta el sonido inconfundible de las obras.

En el ‘pequenho almorço’ previo, nos sorprende que el camarero se vaya cuando yo he pedido para mí, sin esperar a escuchar lo que Ana quería para desayunar. En la pensión también se dirigieron a mí, “senhor Xavier”, cuando era Ana la que había preguntado y la que podía entender mejor lo que el recepcionista decía. No era infrecuente ver que en los bares de barrio no había mujeres.

Nos evadimos de la capital. Vamos en tren a Sintra. Durante el viaje, al llegar a una parada, un hombre en silla de ruedas sale sin ayuda lanzando la silla hacia atrás. Oímos un estrépito, pero al cabo de pocos segundos vemos cómo el hombre se desplaza por el andén. En estas tierras, su día a día debe ser una interminable secuencia de obstáculos.

El taxista que nos recoge en la estación de Sintra nos habla de los restaurantes del centro histórico con una simpática contundencia: “Allí se paga pero no se come”.

Nos alojamos en Quinta das Murtas, una residencia en Sintra con bastantes comodidades (además de cama y desayuno con buffet libre, tiene una piscina, un jacuzzi, una mesa de ping-pong…). Hace calor, pero es más moderado que en Lisboa, y de noche refresca lo suficiente para necesitar manga larga en la calle y mantas en la cama. Junto a las salas de desayuno, tienen un parque de papagayos, cuyos sonidos dan una fuerte personalidad al lugar. La familia que trabaja en la residencia también tiene un perro grande claramente integrado con la fauna plumífera.

Si dejas caer una canica por las calles de Sintra, no la vuelves a ver nunca más. Las calles están claramente pensadas para los coches y para algunos carros tirados por caballos que aún circulan. Con turistas, claro.

En el restaurante Saudade se come a gusto, con jazz en los altavoces. Allí nos enteramos del pique existente entre los pasteles de Belém de Lisboa y los ‘pasteles de nata’ del resto de Portugal. Son lo mismo, aseguran, pero los lisboetas lo quieren patrimonializar para obtener mayores réditos.

El Palacio Nacional de Sintra no es como aparece en los folletos. Lo que son dos pináculos blancos en todas las fotos, ahora presentan en la realidad un aspecto gris. Los laterales del edificio también parecen haber perdido cáscaras. En el perímetro de la plaza que tiene delante, las personas tratan de conquistar los escasos espacios de sombra.

En Sintra

No hay sombra, pero el entorno es agradable en la plaza junto a la iglesia de São Martinho. En las calles cercanas, hay aparcados bastantes coches con matrícula española y algunos con matrícula holandesa. Hay una fuente, la Fonte da Sabuga, con agua fresca y “não controlada”, pero los que no son latinos beben de ella sin ningún temor. “Very good”.

En estas fechas hay una feria del libro en Sintra. Hay antologías poéticas bilingües y best-sellers de autores extranjeros traducidos al portugués. También hay una nutrida representación de obras de autores lusos pero apenas hay un par de libros de Fernando Pessoa.

Situada en la Rua Arco de Teixeira, la Loja de Arco es una coqueta y acogedora tienda con discos y libros portugueses a la que se accede subiendo unas escaleras. Muy cerca de allí decidimos comer en un restaurante cuyos trabajadores tienen una actividad frenética y un espíritu jovial. “Todos somos ibéricos”, nos afirman al ver las diferencias superables que hay entre su lengua y la nuestra. Al acabar las tapas habíamos dejado un sobrante de queso, que se ocuparon ellos mismos de envolvernos para llevar.

A las 21 horas hace algo más que fresco, y no basta con una camiseta de manga corta.

MARTES 26

Niebla matutina en el Palacio da Pena. Se llega allí con el autobús 434, que debe recorrer carreteras empinadas y estrechas. Al Palacio se accede a través de un camino que atraviesa un bosque, cuyos árboles más próximos están etiquetados. De la frondosa vegetación caen con frecuencia gotas de rocío. El edificio es vistoso y tiene varios colores, pero yo los percibo sin brillo, decoloridos.

Junto al Palacio da Pena

Hablamos de varias cosas con el camarero de un chiringuito poco transitado. De que el rocío allí se llama ‘orvalho’. De que el hombre es de Madeira y su madre y la de Cristiano Ronaldo se conocían, y que CR trabajó de pinche de cocina en el hotel en el que él trabajaba. De la sorpresa que supuso el fichaje de Villas Boas como entrenador del Chelsea (quieren fichar a un clon de Mourinho, pero son diferentes, Villas Boas tiene buen ojo con tácticas y jugadores). De que en el Palacio da Pena el tiempo es lluvioso en invierno. De que en Madeira al tiempo nebuloso lo llaman, si no oímos mal, ‘fugado’.

Ana, dispuesta para la siguiente etapa

Se puede ir caminando desde al Palacio da Pena hasta el Castelo dos Mouros. La ruta de acceso es más sinuosa, con árboles menos cuidados. En algunos laterales había las tareas propias de la excavación arqueológica. Para acceder al interior de ambos castillos había que pagar entrada, y decidimos dejarlo correr. Además, las emociones fuertes estaban en el viaje de vuelta en el autobús, pendiente abajo. Hacerlo de pie es recomendable para surferos de nivel avanzado.

Se cuenta que en una habitación del Lawrence se hospedó Lord Byron. Es una habitación que sí acepta clientes, luego no es posible entrar en ella sin haberla reservado. En el exterior suena un CD rayado, un movimiento de música clásica con repentinos saltos y acelerones, repetidos una y otra vez. Este signo de dejadez exterior queda desmentido por el cuidado con el que mantienen los salones de la parte inferior.

La visita al Palacio de Regaleira se me antoja reveladora. Ana no me acompaña y soy yo el que se enfrenta solo a su estructura laberíntica. En otras circunstancias podría ser un lugar encantador, repleto de sorpresas en la que un grupo de niños se lo puede pasar divinamente jugando al escondite. Pero en la situación de una persona con visibilidad reducida, como es mi caso, me veo incapaz de leer la guía y de seguir las instrucciones del camino. Sólo veo a mi alrededor a algunas personas que manejan con poco nervio el mismo mapa que me han dado. Subo y subo, hasta que dejo de percibir voces. Entonces me doy cuenta de la cruda realidad: lo que antes me hubiera divertido, ahora me parece aterrador. La subida a un mirador no es capaz de detener mi congoja. De aquí a llorar en los brazos de Ana sólo pasaron unos minutos. Ni siquiera había entrado en el edificio del palacio.

Ana, en el exterior del Palacio

Además, no localizamos ningún sitio donde poder ver el partido entre el Barça y el Internacional de Porto Alegre.

MIÉRCOLES 27

Cambio de tercio: viaje tranquilo hacia Cascais, en el autobús 417. Día calurosísimo. Dos pasajeras portuguesas veteranas debaten sobre las diferencias en el mando de los marinos británicos y los norteamericanos. Qué duda cabe que en Portugal debe haber por fuerza mucha gente conocedora de las artes de la mar. Escribe Pessoa: “Ó mar salgado, quanto do teu sal / São lágrimas de Portugal! / Por te cruzarmos, quantas mães choraram, / Quantos filhos em vão rezaram! / Quantas noivas ficaram por cassar / Para que fosses nosso, ó mar!” (en el poema “Mar Português” de “Mensagem”).

Al llegar a la ciudad nos enteraremos de algo que justifica sus parlamentos: en breve llegará a Cascais la Copa América. Del 6 al 14 de agosto. Y necesitan espacio esos chicos. La ciudadela está siendo rehabilitada y no se puede acceder a ella. Por lo menos, podemos pasar por el centro histórico de la ciudad, que a pesar de su decadencia es bastante bonito. El resto de edificaciones son hoteles y apartamentos siguiendo el peor ejemplo mediterráneo.

La playa es pequeñita. Se oyen risas de niños en el agua, pero no van muy lejos. El agua del océano debe estar fría y no abundan los bañistas. Sí que hay muchas personas tomando el sol, de forma temeraria a mi entender. Nosotros entramos por la zona de los barcos de pesca, que ocupan apenas unas decenas de metros. Hay unos bungalows en los que los pescadores negocian con el fruto de su trabajo. Nos llega el olor de pez / pescado y, como gatos, nos dejamos caer escaleras abajo y avanzamos por la pasarela en la que se amontonan jaulas de pesca, cuerdas secas y otros elementos. Preguntamos a un pescador hasta dónde se nos es permitido avanzar: no podemos acercanos a los bungalows.

Ana en Cascais

Aún no habíamos salido de esta zona cuando se nos acercó un grupo de niños acompañados de un monitor y armados con un papel que decía “Missão impossivel”. Era fácil de deducir que estaban participando en una especie de gymkana: en el papel había un montón de pruebas, algunas de ellas ya tachadas con bolígrafo, y uno de los niños llevaba una sardina muerta en un vaso de plástico tapado. Nosotros pasamos a formar parte de la siguiente prueba: ellos nos deben enseñar a cantar la canción Estoy alegre. ¿Por qué estás alegre?. El monitor empuña una cámara y graba el momento, como prueba que demuestra que los chicos han cumplido lo que se les pide en el papel. Y allí estábamos nosotros, intentando aprendernos fragmentos de dicho tema. (Después observamos que la canción tiene motivaciones cristianas, pero la letra había sido cambiada y no detectamos ninguna referencia religiosa). El momento fue muy divertido y los niños estuvieron muy simpáticos. Apenas salimos del paseo marítimo, nos encontramos en la plaza con otro grupo de niños que nos proponen volver a cantar. Una niña se acercó de forma especialmente simpática a Ana para impulsarla a cantar. Fue un momento brillante… parapapá.

Volvemos al paseo marítimo y nos detenemos en el John David’s, un chiringuito playero de fans del Manchester City (hay oferta si llevas puesta la camiseta de dicho club). En la pizarra pone Dirty glasses / Poor food / Slow service / Rude staff / Expensive / English humour! Try us. Una sonrisa gana.

Un buen cartel

Con los que están allí hablamos de fútbol, de la filosofía del Barça como equipo, de lo contentos que estaban por la derrota del Manchester United ante el Barça en la última final de la Champions, de que el City se había reforzado bien. No mencionaron al Kun Agüero. Precisamente ese día se conocía la noticia del fichaje, y al día siguiente el Manchester City la confirmaría.

El calor ha sido espantoso. A la vuelta de Cascais aprovecho las comodidades de la residencia y me doy un baño en la piscina.

La última cena en Sintra es en el restaurante Apeadeiro. Su fachada exterior es engañosa: es mucho más grande de lo que parece. En su interior había familias con 3 generaciones, y una pantalla de televisión proyectaba un partido del Benfica contra el Trabzonspor. Comemos un arroz de tamboril para dos, acompañado de vino blanco. Desde mi punto de vista, estaba delicioso. Y además, vimos marcar a Nolito, exjugador del Barça B.

JUEVES 28

Volvemos al calor y a la humedad lisboetas.

El día que subimos a Alfama buscábamos el tranvía 28 en la Praça da Figueira porque era donde nos habían indicado. Sin embargo, después de volverlo a intentar sin éxito, una persona nos informa que el tranvía sale por otra vía situada tres calles más allá. Así sí que conseguimos nuestro objetivo.

Esta vez bajamos por el barrio de la Mouraria. El aspecto está bastante degradado. Se aprecia una mayor concentración de inmigrantes diversos y de tiendas paquistaníes.

Nos detenemos en Beco dos Cavalheiros. En el exterior del bar-restaurante Filomena da Silva vemos a varias mujeres sentadas. En su interior, sin embargo, sólo hay hombres, algunos en camisa de trabajo. Devoran con fruición las sardinas, y cuando Ana quiere pedirlas ya no quedan. En la carta del local se lee “Mouraria, Portugal”, prescindiendo de Lisboa. La suma de 1 botella de agua, dos imperiales, pan, un plato de pescado y otro con pasteles de bacalao y ensalada es de 15,10€.

A la salida, en un establecimiento cercano, me pido una bica y un pastel mouraria (tiene la base de hojaldre de los pasteles de nata y la masa recuerda bastante a la de las madalenas). Vale 1,50€. Es sorprendente lo baratas que pueden resultar a veces las cosas ricas.

La tarde que paseamos por Chiado observamos una larga cola frente a la heladería Santini. Allí volvemos y esta vez formamos parte de la fila india. “Il gelati più fini del mondo”, reza en su frontispicio. El negocio lo tienen montado a la inversa del resto del mundo: primero se paga la consumición, después se compra el producto, y finalmente se busca sitio en las mesas. Algunos se llevan a casa grandes tarrinas de quilo. Nosotros nos sentamos en una mesa que tiene, justo al lado, una foto antigua de los reyes de España Juan Carlos y Sofía sentados mientras los niños príncipe Felipe e infanta Elena degustan helados.

Vamos a tomar algo al Pavilhão Chinês. Sitio pintoresco: se acumulan en las vitrinas soldaditos de plomo, tranvías y variados objetos. Hay grandes salones diferenciados, que incluyen mesas de billar. Junto al arco que forman unas jarras de cerveza, decido prescindir de las páginas ofreciendo diversas variedades de té y me pido una ginjinha, cuyos poderes caloríficos y alcohólicos se pueden percibir bajando por el esófago. También degustamos unas imperiales con un aperitivo de patatas y cacaos.

Nos dirigimos a la rua do Almada y entramos en “Le Petit Bistrot”, un local de ambiente francófono y con luz de velas en las mesas. Un grupo de bellas jóvenes hablan en francés y portugués, una de ellas con una jovialidad irrefrenable sospechosa. Me entra muy bien la lasaña con salmón y espinacas. La limonada, sin embargo, está tan concentrada y ácida que la sirven adjuntando una jarra de agua y raciones individuales de azúcar. Está buena, pero como la del Saudade en Sintra, ninguna.

Muchos jóvenes se sientan en las escaleras de las calles del Bairro Alto, bebiendo cerveza. De los locales no llega música de fados, sino de salsa o de ritmos jamaicanos (reggae, dub).

Frente a La Brasileira y la estatua de Pessoa, la noche es joven. En ese mismo punto, de día, la media de edad es mayor. Un joven con vocación de animador grita en inglés rodeado de un corro.

VIERNES 29

Pequeño balance: hemos solventado el misterio del tranvía 28 lisboeta, hemos desmentido que los pináculos del Palacio Nacional de Sintra sean blancos como en los catálogos, y hemos sido mareados con el uso de “obrigado” y “obrigada”. ¿De qué depende la terminación? A todos los que preguntamos parecen tenerlo muy claro, pero sus respuestas son contradictorias. ¿Depende del emisor, del sujeto que habla? ¿O depende del receptor, del sexo de la persona interpelada?

Al Museo Nacional de Arte Antiga se accede gracias al autobús 760, con parada en Janelas Verdes. La primera experiencia al entrar es la contemplación de la maniobra de desplazamiento en carretilla de una talla de la virgen, sin más protección que los guantes de los porteadores. La obra se dirige hacia la zona en la que se encuentra la exposición temporal “Collecting in Portugal”, básicamente mobiliario, que me deja bastante indiferente. En una pantalla, los paneles informativos se van sucediendo sin que me dé tiempo a leerlos.

Mucho más atractiva es la exposición de obras de Jeronimus Bosch, con la belleza de sus trípticos del Juicio Final o de las Tribulaciones de Job. Estos nombres los conozco a posteriori: la vista ya no me da para leer los títulos de los cuadros situados en los laterales. Volviendo a los trípticos, están abiertos para la contemplación de la belleza de su interior, pero no se potencia la posibilidad de ver también las puertas que los cubrían, merecedoras de gran admiración.

En las exposiciones permanentes, situadas en los pisos superiores, me quedo con esta guía escrita en la pared (que espero traducir fielmente): Al reflejar por la exuberancia de las formas una apariencia de riqueza y magnificencia, el barroco joanino fue tal vez el estilo que mejor se adaptó a la manera de ser portuguesa. Se refiere a la época del reinado de João V, que duró 44 años a principios del siglo XVIII.

Confirmado: junto a la embajada española y al edificio del consulado general en Lisboa hay un ‘show-girls’.

Comemos en la Cinemateca portuguesa. En el buffet libre, la hamburguesa, los canelones de salmón y espinacas y la ensalada con queso y tomate tienen un sabor apreciable. En el programa de mano se difunde la siguiente información: Contrariamente a la práctica habitual, la divulgación pública del programa de filmes exhibidos por la Cinemateca en el mes de julio de 2011 no se hace utilizando la forma del folleto impreso sino apenas a través de Internet y de los avisos colgados en la calle Barata Salgueiro [la de la propia Cinemateca]. Además, la Cinemateca se ha visto obligada a suspender temporalmente una parte relevante de sus sesiones mensuales, reduciendo la actividad pública exhibidora, por norma, a 3 sesiones diarias en la sala Dr. Félix Ribeiro. En ambos casos, estas alteraciones proceden del impacto de las recientes medidas administrativas que afectan la actividad de los organismos dependientes de la Administración General del Estado. Hablando en plata: tijeretazos.

Ana y cine

El edificio de la Cinemateca es precioso, y en la sesión a la que vamos hay gran mayoría de personas mayores de 60 años. Se proyecta la emocionante obra maestra “Los mejores años de nuestra vida”. Sin embargo, el pase incorpora manchas, saltos y algunos problemas de sonido serios. Hay días en los que el DVD no es tan mala idea.

Más cine

Junto al Tajo, el ocaso es tranquilo. No huele bien, hay turistas, pero vale la pena. A lo lejos se pueden ver (a mí me cuesta un poco) las luces de los puentes y del Cristo. Volvemos a Casa Alentejo y bebemos unas cervezas hasta que uno de los camareros anuncia con gracejo (por el que será aplaudido) que es la hora de cerrar.

A las doce de la noche están limpiando graffittis de las paredes. El ruido es molesto.

SÁBADO 30

Se rueda una película en el centro de la ciudad. Hay centenares de curiosos en los alrededores. Nosotros nos dirigimos al Aerobus 1, saliendo desde Recaudadores. Tenemos suerte de ser los últimos en sentarnos, los que se suban a partir de aquí deben ir de pie.

Lisboa, como otras capitales europeas, es el resultado de un Tetris histórico. Los barrios se diferencian muchísimo unos de otros. Escribe Pessoa: As nações todas são mistérios. / Cada uma é todo o mundo a sós (poema “D. Tareja” en “Mensagem”).

La normalidad con la que nos han tratado las personas contrasta con el estado alicaído de algunos edificios, sin duda la mayor evidencia de que una sombra amenaza su futuro de Portugal.

Sombra

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Diario de vacaciones París 2009

Instrucciones de lectura (como los Gremlins):

- No llovió
- No salí de noche
- No bebí vino
- No viajé en un buque sobre el Sena
- No fui a Eurodisney ni a Versalles
- No fui a Marais ni a las pistas de Roland Garros (esto me haría más ilusión que el punto anterior)

Y dicho esto, el turrón está aquí .

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Vacaciones en París 2009

MIÉRCOLES 23 SEPTIEMBRE
No sé por qué aún buscamos augurios, por qué queremos anticiparnos al destino, pero es algo que me parece natural. Por eso cuando escuché que el comandante del vuelo se llamaba Victor Hugo pensé: “Cojonudo”. Que fuera portugués daba lo mismo: se llamaba Victor Hugo y me llevaba a París. Las cosas sólo pueden ir bien.

Con una temperatura exterior de 18ºC y bastante sol, pido un plano de París en el aeropuerto de Orly y cojo el Orlybus (bastante lleno, 6’40 euros el viaje). Me saludan los graffiti en el camino hacia la estación de Denfert-Rochereau. Aquí llega mi primer momento de la verdad: hablar en francés con el empleado de la estación. El tipo me pregunta si me moveré por la ciudad, me mira con ojo clínico y me propone comprar por unos 22 euros tickets para 20 viajes. Obedezco sin chistar. Voy cargado con bolsa de mano y maleta con ruedas y apenas me fijo en los carteles de las obras de teatro y del inminente estreno en cines de la película de “Le petit Nicolas”.

En el andén de Denfert-Rochereau se produce un encuentro que sería crucial para el éxito del viaje. Me encuentro perdido y no sé qué combinación de metro seguir para ir a la estación de Jussieu. El mapa colgado en la pared se me hace ininteligible. El plano que me dieron en el aeropuerto de Orly es poco más que un póster plegado. El callejero que me traía de Barcelona está pensado para localizar una estación desde el exterior, pero no para moverse por él laberinto subterráneo que en aquel momento se me hacía indescifrable. Y apareció un ángel. Una joven de entre 25 y 35 años, tez ligeramente tostada, morena con el pelo recogido, mirada serena y firme, bella sin abusar, recibe con agrado mi petición de auxilio. Aprox: “¿Jussieu? Regardez… Prenez la 6 jusqu’à la Place d’Italie et après la 7… Vous voulez ça?”. Era un mapa de las diferentes líneas de metro de París que plegado no era más grande que un mechero. Por supuesto que lo quería. Le di las gracias por ello, pero si llego a saber lo que lo iba a utilizar le hubiera besado los pies allí mismo.

Puesto que aún no es la hora de presentarme en el hotel, mi primer objetivo es la última planta del Instituto del Mundo Árabe. Como tengo hambre, me voy al buffet libre. Allí, admito que sin mucho criterio, me pido lo siguiente: 1 samboussek fromage, 1 fatayers, 1 safiha, 1 baklawa (de 3 piezas) y una botella de agua (esta última me valió dos euros, después resultó ser la más barata del viaje). Y una vez calmado el apetito, disfruté mejor de la vista del Sena que se puede apreciar desde la terraza de la novena planta.

Desde la terraza del Instituto del Mundo Árabe

Desde allí saldría para el hotel, pero no tenía muchas indicaciones. Así que tomé la única referencia conocida y fácilmente identificable: coger el metro hasta Cluny-La Sorbonne y subir por el Boulevard Saint-Michel hasta el cruce con Boulevard Montparnasse. Con más información hubiera cogido otra senda, pero la que tomé me permitió calibrar la concepción del tiempo-espacio de los franceses. Una joven guapa y unas ancianas se preocuparon por mis huesos y me dijeron que lo que buscaba estaba aún muy lejos. Exageraban, porque apenas tardé algo más de media hora en hacer el trayecto. Quizá lo que yo no valoré suficientemente era el hecho de ir cargado, cuesta arriba, con un sol de 3 de la tarde picando con rabia. No importa: llegar al hotel sabe mejor así.

Ya descargado, estoy en disposición de ir a la catedral de Nôtre Dame. Muchísima gente fuera y dentro. A la entrada me da tiempo a leer “Please remove your hat”. Una medida de cortesía mínima y démodé entre una olla de grillos. Aunque fuera luce sol, yo apenas vería nada si no fuera por la luz artificial. Mala señal. La gente contesta al móvil y hace fotos con flash (admito que yo intento sumarme a esto último, pero no me salen bien). No pago por ver el tesoro de la Catedral. Suena música sacra por los altavoces, pero esto más que una catedral parece un plató. La excepción está en una esquina, donde sí se hace un oficio.

Junto al Sena y Nôtre Dame

Salgo de allí con la intención de buscar algún sitio donde cenar. Un amable agente de policía deja sus ocupaciones para indicarme cosas sobre mi callejero, aunque en un momento determinado interrumpe su discurso para dirigir el tráfico ante el inminente paso de una ambulancia con la sirena en marcha. Veo que el restaurante que perseguía ya no está, hay otro con otro nombre, cerrado hasta las 7 de la tarde, pero me parece suficientemente acogedor para detenerme después.

Quiero dar un paseo junto el Sena antes de la… última comida del día. Al pasar por el mismo sitio donde me atendió el amable agente, veo que ha habido un cambio y controla la situación una agente. Los músicos callejeros tocan su repertorio: “La Mer” de Charles Trenet (lo primero que me viene a la cabeza es “Somewhere beyond the sea”) para guitarra y flauta con mucha delicadeza, “Eye of the Tiger” por un conjunto de jazz vocal de jóvenes… Veo a muchos orientales silenciosos y a algunos hispanos (españoles o no) entre lo discreto y lo vociferante.

En el restaurante entro el primero y me enseñan con mimo y calidez la pizarra con el menú. Pido: tartine de camembert, pommes et balsamique au miel, salmón de segundo y crème brulée aux amandes de postre. Para beber pido agua, pero los que van entrando y piden vino tienen conversaciones de denominación de origen y cosecha con la mujer que atiende. Por los altavoces suenan delicadamente Lou Reed, Devendra Banhart, The Strokes, The Kinks y dos canciones de Leonard Cohen (“Suzanne”, “I’m Your Man”). El impulso de comentar a la mujer que dos días antes había visto a Cohen en vivo y en directo es superior a mis fuerzas. Una cena agradable. Tras ella me voy al hotel a buscar la cama. Intento leer unos versos de “Les fleurs du mal” de Charles Baudelaire, pero la ley de la gravedad de la almohada ejerce todo su poder sobre mi cabeza.

JUEVES 24
Me despierto bastante fresco, razonablemente recuperado. Miro el reloj… ¡Son las 5:30! Me obligo a estar más tiempo entre sábanas, hasta las 8. Para no perder tiempo pruebo el desayuno del hotel, algo caro pero adecuado a mis necesidades: zumo de naranja, café con leche, dos croissants (uno de chocolate) y un panecillo para untarlo con mantequilla y/o mermelada de ciruela. Fue mi desayuno en los tres primeros días, los que preveía más intensos.

Salgo con bastante antelación hacia el Centre Pompidou, con la intención de callejear un poco. El metro está bastante lleno. Entre empujones y “je vous en prie”, se entra y sale del vagón sin grandes apuros. En algunas estaciones, la megafonía del metro avisa que hay que prestar atención a la distancia entre el vagón y el andén Pues sí, efectivamente, en esos casos hay que superar un agujero negro intimidante.

Me bajo en la estación de Châtellet-Les Halles, con la promesa de que el Centre Pompidou está relativamente cerca. Pero encontrar la salida de la estación no es tarea para ansiosos. La estación conecta con el Forum des Halles, un centro comercial de varias plantas. Me pierdo entre escaparates hasta que decido subir escaleras, para ver qué pasa, y finalmente encuentro la superficie. Benditos ruidos de los coches. Por la calle hay varios carteles sobre los diferentes muertos en accidente en las calles de París, estimulando a peatones, ciclistas y conductores a cambiar de conducta. Todos van algo más rápido que en Barcelona, pero ni en ese día ni en los sucesivos vi ningún choque ni incidente. Y apenas un par de toques de claxon.

Junto al Centre Pompidou

A falta de unos 20’ para que abra el Centre Pompidou habrá como unas 50 personas esperando su apertura. Voy al quiosco, donde se anuncia una revista erótica y de cine, y compro el primer periódico que veo, “Le Figaro”, por 1,30 euros. Me fijo en una noticia que comentaré después. Antes tengo que quitarme de encima a unas mujeres que, de forma casi agresiva, intentan colarme su publicación previo pago.

Cuando se abre el Centre Pompidou hacen cola unas 200 personas, prácticamente todas más abrigadas que yo. Tampoco es para tanto. Hace fresquito y el aire trae gotas de agua, pero éstas parecen más el rebote prolongado del manguerazo del servicio de limpieza. Ya bajo techo, la venta de tickets funciona de forma bastante eficaz. Decido pasar de exposiciones temporales e ir directamente a las últimas plantas.

En la cuarta está “elles@centrepompidou”, una exhibición de la colección del Centre Pompidou basada en una visión de las mujeres artistas desde el siglo XX hasta la actualidad. Hay un itinerario, seguro, pero no soy capaz de percibirlo y me dejo guiar por mis pasos. Una quincena de jóvenes (mujeres todas ellas) están situadas frente a un cuadro, con sus libretas y lo que necesitan para hacer unos bocetos. La obra es “All Together” de Shirley Jaffe. Aparte de algunos orientales y de mí mismo, me pregunto dónde están los hombres. Algunos otros cuadros también suscitan la atención de jóvenes copistas, en parejas o de forma individual. Me planteo si vale la pena: los ojos se van a los monitores con imágenes en movimiento.

Subo al quinto piso. Me detengo ante “L’algérienne” de Henri Matisse, por su sensación de fortaleza, de personalidad, de carácter. Mira fuera de cuadro con algo de suficiencia. El tiempo no la apremia. Tampoco me pasa desapercibida la sexualidad de “Le petit poisson” de Max Beckmann, uno de esos cuadros en los que, una vez apreciado lo obvio, te empiezas a montar películas sobre qué pensaba el pintor y sobre si los personajes llegarían a algún intercambio en la vida real o no.

4 chicas están en el suelo copiando obras de Fernand Léger en completo silencio, y a unas salas de distancia, tres chicos jóvenes con libretas abiertas están hablando y riendo junto a unos pequeños cuadros de Picasso. A mí me llama más la atención el trabajo de Francis Picabia, con obras como “L’adoration du veau” o “Dresseur d’animaux”. Experimento una sensación de buen rollo irrefrenable al ver la rueda de bicicleta de Marcel Duchamp, y al lado el urinario (ante el que me hago una foto). Y al entrar en otra sala me abalanzo sobre lo que creo que es (y es) una obra de Pollock: “Painting (Silver over Black, White, Yellow and Red)”. Cerca hay otra del mismo autor, “The Deep”. Tras dos horas de caminata, pienso que es el momento de salir.

No tirar nada al orinal”, pone en los lavabos del Centre Pompidou. Su boutique es curiosa y su librería es enorme.

Doy vueltas por las cercanías del Forum des Halles ante la gran cantidad de ofertas para comer barato. Menús grasientos de todo tipo. Más por cansancio de leer pizarras que por auténtica pasión culinaria me siento en una terraza y me pido una lasagne bolognese avec salade. Ce n’est pas français, je sais, mais il fallait manger, d’accord?

Tras trazar un ambicioso plan para desplazarme a la otra punta de la ciudad, a la Torre Eiffel, tomo aire para afrontar una nueva zambullida en los intestinos de Châtellet-des Halles. Todo sale bien y a las 15:05 veo la Torre Eiffel desde un mirador del puente de Bir-Hakeim, ante un sol que se propone con saña recuperar el tiempo perdido tras una mañana plomiza.

Junto a la Torre Eiffel

Hay largas colas para subir a la Torre. Decido ir yo también. Hay dos tarifas, una si quieres hacer el primer tramo con escaleras y otra si quieres hacerlo todo en ascensor. Mi intención es subir algo de escaleras (total, vivo en un décimo piso), pero me confundo y estoy en un pilar, el Norte, donde sólo hay la opción de ascensor. Hacer otra cola sería matador, así que pago religiosamente los 13 euros. Un marcador junto a la taquilla avisa: “saturación posible”.

Tras hacer el cambio de ascensor correspondiente en el segundo piso, nos elevamos hacia la cumbre. “Next stop, paradise!”, dice un turista ante el jolgorio de los suyos. Al salir del ascensor, se aprecia que hay bastante gente pero que se puede caminar bien. En cada una de las aristas del mirador hay un plano con indicaciones sobre los puntos de la ciudad que se pueden ver desde allí. Hay un piso superior enrejado, con vistas maravillosas, pero para conseguir las mejores fotos hay que volver a bajar en ascensor hasta el segundo piso.

No sé cómo se me había ocurrido subir las escaleras andando. Al bajarlas desde el segundo piso, pierdo la cuenta cuando ya llevo más de 500 escalones y aún queda un buen tramo. No recuerdo haberme cansado nunca bajando escaleras como aquí. A las 17:30 salgo del entorno de la Torre Eiffel, esquivando jubilados y vendedores de souvenirs. Tengo otro plan: coger el suburbano e ir a la Place de la Concorde. Allí, distraídamente, empiezo a caminar por el Jardín de las Tulleries. Se ve amplio y cuidado. Bellas jóvenes miran solas un sol alegre de media tarde, una nube negra pasajera, el tráfico de la Plaza… Otra joven grita a mi paso, pero no es “por” mi paso. Lástima, era un proyecto semi-acabado de Lucy Liu. Hay un pequeño lago interior, alrededor del cual hay algunas estatuas y bastantes asientos individuales en los que se aposenta todo tipo de gente: turistas, parisinos, jóvenes, viejos, parejas, solitarios, etc.

Es bastante distraído y decido resolver el problema del hambre por la vía directa, siguiendo el olor y dirigiéndome a un puesto en el que ofrecen crêpes y goffres. Pido una crêpe au chocolat + banane (trozos de plátano fríos con chocolate caliente) por 4 euros y la devoro dentro del Jardin. Me quedo allí el resto de la tarde. Una fotógrafa planta su trípode cerca de mi posición. Los dos vemos cómo unas nubes tapan la puesta de sol junto a la Torre Eiffel.

La noticia que me había llamado la atención de “Le Figaro” era un sondeo encargado por el propio periódico en el que se decía que uno de cada 3 franceses sueña con escribir. El 3% ya habían escrito como mínimo un libro, y 1,4 millones de personas poseían ya un manuscrito. La principal motivación para escribir es el simple placer de hacerlo (34%), por delante de conservar la memoria o la historia de la familia (21%). Por lo que respecta a hábitos de lectura, un 15% de los franceses afirma leer más de 15 libros por año, y el grupo mayor (34%) está entre los que leen de uno a 5 libros por año. Antes de anotar los resultados de este sondeo yo ya me había percatado de la cantidad de librerías que hay en las calles exponiendo sus mercancías.

VIERNES 25
En la cinta transportadora de un trasbordo en la estación de Châtellet-Les Halles me adelantan hasta las abuelas (sin bastón, yo también tengo mi orgullo). La gente va muy muy rápida y tengo verdaderos problemas para subirme al vagón que me llevará hasta el Museo del Louvre. Veo que no encuentro la manera de subir a la superficie, pero gracias al personal de limpieza de la estación descubro que no hace falta: se puede entrar en el Louvre sin ver la luz solar. Lo que es una lástima. Son las 9, la hora de abrir, y ya hay bastante cola. Me sitúo en ella y en apenas 10” ya tengo un grupo de más de 50 personas detrás de mí. Pero sólo es una cola de entrada: el ticket se expende en máquinas, en “electroduendes”. Hay una exposición temporal, “Rivalités à Venise: Titien, Tintoret, Véronèse” que no pinta nada mal, pero voy al paquete básico. Eso supone pagar 9 euros. Paso nuevamente de las guías y me dedico a deambular por las salas. Junto a las Cariátides me piden que les haga una foto dos señoras muy alegres de Sant Just Desvern y Esplugues de Llobregat.

Le pierdo el respeto a tanta piedra y tanto lienzo y me empiezo a hacer preguntas: la gente que tenía tiempo para aprender a tallar piedras y pintar, ¿cómo sorteaban las enfermedades?, ¿en qué ocupaban el resto del tiempo? Esta mujer oriental que ve un cuadro de pintura italiana, ¿qué piensa al ver a unas figuras humanas con aureolas sobre la cabeza? Los chicos que toman nota de la charla de un guía, ¿qué harán con ese material? ¿Quién les puede exigir una redacción del tipo ‘Mi visita al Louvre’? Para hacer un trabajo que valga la pena harían falta dos vidas enteras…

A las 10:45 estoy en la Sala de la Gioconda. A ojímetro, creo que hay unas doscientas personas alrededor del cuadro, rodeado de un perímetro de seguridad enorme. Intento hacerme una foto yo solo, pero una chica bonita probablemente china se ofrece a ayudarme y le doy las gracias.

El bisbiseo de los aparatos de radio-guía no es muy molesto, pero si se ponen a tu lado parece un ataque furioso de mosquitos. De no ser por una mujer que se han plantado delante con un caballete, me hubiera pasado desapercibido el cuadro de Géricault “Le Radeau de la meduse”. Lo recordaba como un cuadro oscuro, pero ¿tanto? Como otros lienzos del museo, está muy ennegrecido, y distingo más formas a través de la fotografía que le hago que no a simple vista. Algo mejor “La liberté guidant au peuple” de Delacroix, próximo al anterior en la misma pared (separados por “Dante et Virgile aux enfers” de Delacroix).

En el segundo piso hay bastante menos gente. Son las 12 de la mañana y me duele de todo, especialmente la espalda y los pies. El tope que el arte tiene para mí debe ser de unas tres horas, supongo, pero me quedo un rato más. Me fijo en los retratos de Vigée Le Brun: son de finales del XVIII pero tienen buen aspecto. Las retratadas miran al pintor-espectador y se aprecia en sus rostros vida y color. Si tuviera una novia, sin duda buscaría a alguien como esta artista para que la retratase. Para mí Vigée Le Brun era una perfecta desconocida, pero mirando en la Wikipedia veo que fue una celebridad en su época. No me extraña.

Seguramente hay más maravillas por encontrar, pero ya he paseado bastante. Justo a la salida del museo veo que no se podía fotografiar con flash. Pues gracias.

En el exterior del Museo del Louvre

Hace un día magnífico para salir a la calle junto a la Pirámide del Louvre y pasear por el Jardin de les Tulleries en dirección al Arco del Triunfo. Justo al atravesar el Jardin un tipo intenta colarme un anillo que finge haber encontrado delante de mí. No sé en qué consiste la trampa, pero consigo esquivarlo. Decido coger una calle a mi derecha, la rue Boissy d’Anglas, y sentarme en un restaurante de comida oriental en la que varios hombres maduros trajeados hablan de negocios, juges, tribunaux y de una societé unipersonelle. El menú degustación del local me place.

Una mujer habla con otro hombre, sin duda refiriéndose a un tercero: “Qu’est-ce que vous pensez? Que la vie est belle tous les jours?”.

Tiene su encanto pasear por los Campos Elíseos pisando las primeras hojas caídas del otoño, con un sol de agosto, viendo las prisas de los parisinos que trabajan. Siento que tengo de todo. Y en esta idílica composición, de repente aparece un burka, es decir, una mujer con esa prenda.

Hago memoria de las etapas finales de los Tour de Francia y experimento cierta sorpresa. En primer lugar, los ciclistas aparentan ir a la misma velocidad cuando ruedan cuesta arriba (en dirección al Arco de Triunfo) que cuando ruedan cuesta abajo, cuando la pendiente no es muy dura pero sí perceptible. Y en segundo lugar, los ciclistas profesionales van por el arcén para evitar el adoquinado, y al hacer yo la prueba veo que en ese espacio de arcén cabe la suma de las medidas de un pie mío de largo y otro de ancho. Es decir, un ciclista pasa por ese estrecho margen a gran velocidad echando sus dientes a suertes.

Los Campos Elíseos son un centro comercial alargado. Mientras intento (sin éxito) hacerme una foto con el Arco de Triunfo al fondo, un señor intente hacerme el truco del anillo otra vez. “Ce n’est pas mien!”, digo mientras me aparto. Qué pesados.

Que en la plaza Charles de Gaulle no haya más accidentes de tráfico es casi un milagro. Los coches vienen de todas partes y van donde quieren, con unos mecanismos de freno y arranque bastante complejos. Parece que haya que mirar delante, detrás y a los dos lados antes de pisar el acelerador. En su centro está el Arco de Triunfo, al que se accede mediante un paso subterráneo. Una vez bajo el arco, impresionan las dimensiones de la bandera francesa y la belleza de la parte interior del techo del Arco.

Ante el Arco de Triunfo

Como volver a hacer los Campos Elíseos en dirección contraria me parece que tendría poca gracia, decido un cambio sobre la marcha, alentado por un nombre que creo escuchar entre la multitud: “Montmartre”. Ya empiezo a sentirme a gusto haciendo trasbordos entre líneas.

Después que ver que los jardines de la Plaza Anvers son un auténtico parque infantil hiperpoblado de niños, papás y monopatines, me doy cuenta de que voy en dirección contraria. Hay que subir por la rue Steinkerque, donde abundan las tiendas de souvenirs. En las escaleras que llevan a la basílica del Sacré-Coeur hay muchísimos estudiantes y jóvenes comiendo bocatas. Desde allí la vista de París corta la respiración. En el exterior suena “La vie en rose” en versión para violín chirriante. En el interior de la basílica se percibe un silencio mayúsculo, un respeto comme il faut.

En Montmartre, ante la basílica del Sacré-Coeur

La idea de seguir caminando dos o 3 horas por Montmartre deja de seducirme cuando al preguntar por la rue Tardieu, varios agentes ignoran dónde está y me envían a un lugar por el que ya he pasado y donde no encuentro lo que buscaba. Además, hoy ya llevo bastante trote.

A la hora de pedir la cena, demuestro no tener ni idea de las dimensiones de las cosas. Entro en un restaurante mordiendo el anzuelo de un camarero atento y solícito. Pido una omelette aux champignons y una pizza catalane (con chorizo picante como elemento destacable). “Vous allez fort!”, me dice el camarero con fingida admiración ante las ganas de comer que supone que tengo. Como las hormonas son así decido mantener mi apuesta y no me arredro ante el tamaño de lo que veo. Comí hasta hincharme el vientre: toda la omelette y más de ¾ partes de la pizza, de sabor discreto ambas. Además, al salir noto un principio de resfriado.

SÁBADO 26
Me despierto a las 5:15 sudando. Tengo la sensación de que mi cuerpo ha hecho bastante limpieza durante la noche. Después del desayuno, no noto ningún síntoma de catarro.

El contraste entre coger un metro por la mañana en día laborable o festivo es brutal. Estoy prácticamente solo en el andén. Me dirijo al Musée d’Orsay.

Delante del Musée d'Orsay

Tras unos titubeos iniciales, motivados por el paso de la tremenda luz de la mañana por los ventanales, atravieso el pasillo central del Museo con la intención de encontrar las escaleras mecánicas que conducen inmediatamente a la quinta planta. Allí también hay un pequeño mirador con una vista excelente del museo, pero aún está bastante vacío. Aun así, oigo que ya han entrado catalanes. Estamos en todas partes.

Dos grupos con guía, uno en inglés y otro en castellano, me van pisando los talones hablando de Degas. Suena un teléfono, y el personal decreta zafarrancho de desconexión: “Le téléphone, s’il vous plaît!”.

Veinte muntos después, la quinta planta ya está bastante llena. Yo ya estoy en la zona de los Van Gogh. Cuando con toda mi ilusión intento hacerme una foto junto a “La chambre de Van Gogh a Arles”, descubro con horror que el flash se activa. Ante la orden del personal de quitar el flash digo inmediatamente “Bien sûr!”. Eso lo dije muy rápido, lo que hizo que no se metieran más conmigo, pero no lo conseguía, la tecla correspondiente no se activaba. Miré el resto de cuadros sin poderme hacer ni una sola foto más. Ahí estaban un par de autorretratos del genial holandés, “La nuit étoilée”, “Portrait du Docteur Paul Gachet”, etc.

Un cuadro de Toulouse-Lautrec, « La danse au Moulin Rouge », está semioculto y tan iluminado por una ventana que es muy difícil distinguir nada en él. Sobre Renoir, hay un aviso de que justo la semana anterior se llevaron sus obras mayores para exponerlas por un tiempo en las Galleries Nationales, Grand Palais. Junto a “L’enfant au chat” hay una copista que tiene su cuadro casi acabado pero sin el gato ni el rostro de ella (faltan ojos, nariz y boca). Si dejara el cuadro así sería una obra de lo más inquietante.

En el cuarto piso hay dos salas. Gracias a lo visto en la planta quinta, juego a descubrir qué pintor hizo qué, y acierto varias veces. En el tercer piso está la Galerie Chat Noir, en la que hay adorables figuras del teatro de sombras: un ejército, señores a caballo, damas en apuros, negros salvajes…

Merece una visita la Sala de Fiestas del Musée d’Orsay. Cuando la veo está casi vacía, pero es fácil imaginarse en ese escenario un baile como el del final de “Il Gattopardo”, cogiendo por la cintura a la mujer más bella y recorriendo el perímetro de la sala ejecutando pasos de vals.

Por mi lado pasa una renacuaja haciendo fotos de todo. Sin criterio, pero puede hacerlas, no tiene flash. Grñ.

En la planta baja me llaman la atención los cuadros de Carolus Duran “Le convalescent” y “La dame au gant”. En ambos percibo la sensación de que los retratados van a hacer algo decisivo en los segundos siguientes, y me quedo embobado mirándolos.

Me vuelvo a acordar de la madre de todos los flashes cuando me acerco a “Le dejeuner sur l’herbe” de Manet. Vuelvo a probar la cámara… ¡y responde! ¡Por fin! Reprimo un poco la euforia porque el cuadro que tengo enfrente merece un gran respeto, me parece magnético… ¡Pero he de subir urgentemente al quinto piso! La contención vale la pena, para ver el “Angelus du soir” de Millet, que creo que está en un sitio poco destacado del museo.

Las fotos que finalmente hago junto a los Van Gogh están mal enfocadas, entre demasiada gente… ¡pero son mías!

Aunque doy un poco de vuelta, el restaurante la Frégate está muy cerca del Musée d’Orsay. El nombre lo pongo porque mereció la pena: soupe à l’oignon gratinée, blanquette de veau à l’ancienne (et Riz Basmati), y de postre tarte aux pommes maison. Tremendo, de esas comidas en las que te entristece ver que el plato ya está vacío. El menú sale por unos 30 euros, y a eso hay que añadirle el precio del agua, 4,80 euros más.

Me dirijo a la explanada de les Invalides siguiendo el curso del río Sena. A lo largo de este breve paseo veo a 3 pintores mostrando sus obras en la calle. A mano izquierda hay un claro y mis ojos se maravillan ante la longitud de la explanada de les Invalides. Hay mucho césped, y en él están los jóvenes haciendo el lagarto. Esquivo a unos activistas que denuncian los bombardeos a la población tamil en Sri Lanka. Varios grupos están jugando a fútbol con mochilas como improvisados palos de portería. Son las 15:30 e, insisto, hace bastante sol. Tras varios días caminando a estas horas, tengo la cara bastante enrojecida. No venía preparado para este tiempo, la verdad.

Junto a la fachada de Les Invalides, en la parte opuesta a la explanada

Una vez dentro de Les Invalides veo el magnífico patio interior, pero no me apetece entrar ni en el Musée des Plans Reliefs ni en la exposición de armas y armaduras antiguas. Desde ese patio me fascina ver tantos cañones, y pensar cómo antes eran necesarios aparatos como éstos para conquistar la gloria, los territorios y sus riquezas, pasando por encima de las fuerzas enemigas (que también defendían lo que creyeran que era suyo). Un paseo por Les Invalides me reconcilia con nuestra actual civilización.

Al salir y desandar el camino andado, no puedo evitar una gran sonrisa al ver un cartel en la explanada que pone: “Juego de balón estrictamente prohibido”. Sí, claro, claro… Reconozco a algunos futbolistas, que ya estaban jugando una hora antes con todo este calor. Qué moral.

Sin ninguna intención clara, me voy a dar una vuelta por Montparnasse. Gracias al subterráneo, los franceses saben que Mika ha sacado un nuevo álbum este mes. Mira qué bien. Ya en la superficie, el Montparnasse parece haber de todo menos turistas. Un centro comercial, un tiovivo donde suena la sintonía en francés de “Los pitufos”, un mercadillo con ropa y joyería, un multisalas donde no me acabo de animar a ver el film de Ang Lee sobre Woodstock... Estoy algo timorato, porque tampoco me compro una copia en DVD de “Shaolin Soccer”… Camino y llego hasta el cementerio de Montparnasse, donde reposan los restos de Charles Baudelaire, pero ya ha cerrado por ese día. Planifico que acudiré la tarde del día siguiente.

Siguiendo mi camino me cruzo con una joven nada fea, acompañada de otra chica, que me para y me pregunta si tengo dinero. Salgo de allí dejándolas con la palabra en la boca, ella se ríe y especula: “il est américain…”. En base a esto, llego a dos conclusiones. Una, debo estar rojo como un tomate por tanta caminata. Dos, los parisinos son unos grandes sacacuartos. Este último elemento hace que me fije en la calle siguiente en un supermercado Franprix, una especie de Día o Schlecker de allí, y por cuatro euros soluciono mi cena de esa noche y mi desayuno del día siguiente. Zumo y galletas de chocolate.

DOMINGO 27
Ninguna cola me guiará hasta la entrada del museo Rodin, pero por suerte me topo con él a la salida de la estación de metro. Una vez pagada la entrada (6 euros), se accede a un jardín. Sin mapa ni nada, inspirado por la magia del trabajo del jardinero, me desplazo a la derecha y acabo en un pasillo en el que al final veo por primera vez de cerca la estatua de “El pensador”. Aquí paso un rato tranquilo haciéndome fotos desde varias perspectivas, en un remanso de paz. Entrando a la izquierda identifico “Los burgueses de Calais” y “La puerta del infierno”. Ante tanta maravilla me pregunto qué le pasa a las estatuas cuando llueve o graniza. ¿Hay algún plan de cubrimiento, de evacuación?

Frente a la estatua de Rodin "El pensador"

Al otro lado del edificio del museo el jardín se alarga en su belleza. Hay más bellas esculturas entre setos bien cortados. En un extremo hay una cafetería. No se me ocurre un lugar más cool para desayunar.

En el interior del edificio del Museo Rodin hay también estatuas de otros autores, pero a estas alturas de viaje ya me guío más por el reconocimiento que por el conocimiento. Tan atento como estaba yo ante “San Juan Bautista” ni me di cuenta de que tenía al lado “Hombre andando”, que no me acabó de seducir tan de cerca. Otra cosa es “El beso”, excelente en su sensación de movimiento interrumpido en el instante decisivo. Subo al primer piso donde hay más cosas bonitas de ver, pero tras lo contemplado anteriormente lo expuesto parece una colección de figuritas para modelar.

Doy aún un último paseo por el jardín exterior. Ante la estatua “Balzac”, casi me arrodillo. Pero un niño que apenas me llega a la cintura repite: “il est mort, il est mort!”. Angelico criatura. Balzac está muy vivo, como gran maestro.

Con gusto me hubiera comprado unos “pensadores” de plástico en la tienda del museo, pero lo más parecido que había era una reproducción tipo pisapapeles en plomo. “Combien ça coûte?”. “Quatre-vingt quinze euros”. “Merci”. Giro la cara para que no vea mi turbación: ¡95 euros! No me parece buena idea comprar magnetos de nevera por 5 euros. La combinación del buen gusto con el consumo de masas no siempre es fácil… Así que para buscar souvenirs para la familia me voy a los exteriores de Châtellet-Les Halles, pensando que me costaría menos orientarme en la segunda ocasión. Craso error. Salgo más rápido pero por una salida que no tengo localizada. El comodín de la chica guapa esta vez no funciona, así que recurro al callejero. Por suerte tardo poco en localizar dónde estoy y en dirigirme a los alrededores del Centre Pompidou. Allí compro unas camisetas de “I love Paris”. No me encuentro nada cómodo en este tipo de situaciones.

Me voy a los alrededores de Saint-Michel, donde hay restaurantes a cada paso de todo tipo, muchos de ellos anunciados como “Cuisine traditionelle”. Me da por probar uno de menú de 10 euros, bebida aparte: crêpe au jambon, boeuf Bourguignon y de postre tarte aux pommes (anunciada como Tarte du jour). Comida discreta y funcional. En esa calle se hace fotos una pareja japonesa de recién casados (¿¿se visten igual que nosotros??).

El sol inmisericorde también llega al cementerio de Montparnasse, donde reposan los restos de Julio Cortázar, Guy de Maupassant, Marguerite Duras, Samuel Beckett, Jean-Paul Sartre, Simona de Beauvoir, Serge Gainsbourg, Charles Baudelaire, etc. A la entrada hay un mapa donde a cada famoso se le adjudica un número que permite su pronta localización. La tumba de Sartre y De Beauvoir es fácil de localizar, está muy cerca de la entrada al cementerio, a la derecha. Por supuesto, hay muchas tumbas de familias sin tanto renombre, algunas de ellas muy bien cuidadas, con flores frescas, otras con capilla propia. Me da un poco de reparo hacer el capullo ante la tumba de Baudelaire, pero saco mi libro de “Les fleurs du mal” y me hago la foto con él ante la tumba de su autor. La afluencia de visitantes es un lento goteo constante, así que me ahorro hacer alguna tontería más, como leer algún pasaje (por ejemplo : ”Qui, comme moi, meurt dans la solitude, / et que le Temps, injurieux vieillard, / chaque jour frotte avec son aile rude… / Noir assassin de la Vie et de l’Art, / tu ne tueras jamais dans ma mémoire / celle qui fut mon plaisir et ma gloire!”). Mejor que sólo se oigan los pasos de los visitantes y los graznidos de algunos pajarracos.

Junto a la tumba de Charles Baudelaire

La tumba de Serge Gainsbourg es algo más transitada y los que la miran se quedan más tiempo. Espero varios minutos antes de apretar el disparador de la cámara. Después sigo paseando Sigo viendo lápidas de todo tipo. Algunas tienen las letras muy gastadas y el panorama me hace pensar en la tumba sin nombre de la escena final de “El bueno, el feo y el malo”. Unas hojas de otoño se arrinconan a los lados del camino. En suma, el cementerio de Montparnasse es en esencia como cualquier otro, sólo que recibe bastantes turistas más.

Vuelvo ante la tumba de Baudelaire. Cerca hay una fuente donde algunas mujeres están llenando botellas y garrafas para regar las flores de las tumbas. Encima de la lápida de la de Baudelaire han dejado una nota manuscrita bajo una flor, una hoja de libreta arrancada aún con sus flecos, que fotografío justo cuando una campanilla avisa de que cerrarán el cementerio en 5 minutos, a las 18:00. En la puerta, un funcionario tira de una cadena para que suene otra campana grande como una cabeza humana. Al salir miro mi cámara para saber qué ponía la nota misteriosa… y está escrita en un idioma que desconozco. Maldición.

Vuelvo a la Frégate para darme un homenaje. Incluso me siento en la misma mesa. Esta vez no pido menú: filets de hangris, pommes à l’huile; dos de saumon cuit à l’unilateralle au sel de Guerande, tagliatelles ; y de postre coupe de framboises crème frêche. Quizá traía menos hambre que la vez anterior y es como si me supera menos rico, pero sin duda es una buena cena. El camarero del restaurante resulta ser un fotógrafo que me pasa un anuncio de su exposición sobre Vietnam y Camboya (su padre es vietnamita). Desde mi mesa veo cómo a las 8, suavemente, se encienden las farolas sobre los puentes del Sena. Por debajo, una vez he salido del local, puedo entretenerme un rato viendo pasar barcos muy iluminados en un río oscurecido.

LUNES 28
Me da tiempo a desayunar dos croissants y un café con leche en el mismo bar donde no me acabé la pizza catalane.

Hay una parada de RER que pone Orly, pero cualquiera se aventura con la maleta gorda. Decido recorrer a la inversa el trayecto en el que vine, con el Orlybus que sale de la estación de Denfert-Rochereau. Para llegar allí, consumo el último de los 20 billetes que compré cuando empecé el viaje. El tipo de la estación la clavó. Mientras tanto, aparte de una amable anciana francesa que se siente enfrente de mí, en el autobús sólo oigo hablar castellano. En voz alta.

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Vacaciones 2008: Sketches of Spain (3)

MIÉRCOLES 2

Peso 74 kg. Son las 07:45 de la mañana en l'Hospitalet de Llobregat, ya me he duchado, y ya estoy sudando. El termómetro del vagón de Cercanías marca 24º C. Me dirijo al AVE.

En mi opinión, la expresión “ir en carroza” debe ser revisada. A más de 250 km/h, apenas se notan vibraciones. El vehículo se desliza suavemente entre las heridas del terreno.

Además de prensa, el billete de preferente permite un desayuno, café, zumo, un croissant, un pan, un poco de mantequilla, guisantes con jamón y una quiche. Todo tiene un sabor que tiende hacia lo indeterminable. Ah, y un yogur azucarado. Lo más neutro del mercado.

Una vez en la estación de Atocha, pregunto a los diferentes uniformados que me encuentro dónde comprar un billete de Regional para ir a Segovia. Todos me señalan en la misma dirección. Llego a una oficina de venta de tickets, “Atención al cliente”, y cojo un número de cola para “Salida hoy”. Quedan unos 80 números por delante, y tres cuartos de hora para el próximo tren. Hay 7 mesas, pero sólo dos trabajadores para “Salidas Hoy”. Uno va marcando los números sin que prácticamente se le dirija nadie. La otra, sin embargo, atiende a unos callados extranjeros durante muchísimo tiempo. Desde que me fijé en esta tardanza, al primer trabajador le dio tiempo a marcar 30 números antes de que a la segunda se le presentara la oportunidad de marcar uno. De esta manera, la cola no avanzó lo suficiente y perdí mi primera opción de tren. Así pues, cuando finalmente me llegó el turno, pedí uno que salía al cabo de dos horas. Sin embargo, era la cola del AVE que pasaba por Segovia. Nadie me había aconsejado bien. El billete del AVE era varias veces más caro y además había que desplazarse a la estación de Chamartín y hacer un trasbordo. Además de correr, hubiera llegado sin comer y sólo una hora antes que con el otro plan. Así pues, decidí dar por perdidas las horas y volver a preguntar dónde comprar un billete de Regional. La segunda trabajadora me indicó el sitio correcto, compré mi billete por 5,90 euros, y me dediqué a buscar un sitio tranquilo donde probar un bocado. 3,25 euros por una coca-cola y un bocadillo de salchichón.

La estación de Atocha es una zona de paso y no hay lugar donde sentarse, al menos yo no lo encontré hasta que me fui a los andenes, y tampoco había muchos asientos. Parece diseñada para huir de ella. De todas formas, teniendo en cuenta la gran cantidad de trenes que pasan, la información que llega por las pantallas es un poco cicatera. Por eso, los andenes se convierten con frecuencia en un rosario de almas que deambulan buscando cómo salir del desconcierto.

Una vez dentro del tren de Cercanías, percibo que sólo la megafonía y los marcadores monolingües permiten distinguir un tren de Cercanías de Barcelona de otro de Madrid. Después, claro, ir viendo el paisaje y las estaciones. Abundantes graffiti de caligrafía diversa, mundo ferroviario fantasma, escombros y vías muertas. Alzando un poco la vista, árboles no muy altos, monte bajo, color inesperadamente verde para principios de julio. En el tren, cada vez menos gente. A la altura del Espinar, comparto vagón con otras 3 personas. A medida que avanza la tarde o que nos dirigimos al Oeste, el cielo se encapota más. A las 15:50, la temperatura ha refrescado hasta los 17º C.

La primera sensación que me llevo de Segovia es auditiva: el sonido de mis pasos entre las calles empedradas y adoquinadas. Hay muchos desniveles salvados con escaleras. Los coches que no estacionan en los aparcamientos privados o particulares se hacinan en las plazas.

Noto que algunos pronuncian “acueduzto”. De todas formas, me dirijo en primer lugar a la Catedral de Segovia. La entrada vale 3 euros, para su conservación. Al entrar, se oye por megafonía una coral, probablemente barroca, muy molesta. Sólo se aprovecha la nave central para la feligresía. No hay nadie sentado en los bancos, y no hay un lugar claro al que mirar, ni siquiera el altar. Se combina ostentación y religiosidad de forma algo caprichosa. Es un recinto en el que predominan los altos barrotes. Me llamó la atención una virgen románica del siglo XII, de posición hierática, cejas marcadas y mirada dura (igualmente reproducida en el niño Jesús), expuesta en un cajón con luz artificial, totalmente desubicada pero fascinante. Como el día no está soleado, el efecto de las ventanas con cristales de colores no se percibe. El claustro, un remanso de paz, está también separado por barrotes y tiene además unas redecillas en los laterales para que no se posen las palomas. Muchos objetos y algunos cuadros acaban de componer el perfil de un almacén sacro.

En la Plaza Mayor hay un aseo público que a una hora avanzada de la tarde está razonablemente limpio.

Mi cena de aquel día: de primero, milhojas de verduras y gulas con salsa de queso y trufa, y de segundo, huevos de codorniz con foie y verduras. Acompañado de vino segoviano Ribera de Polendos. De aperitivo me ofrecen unos calamares y un pincho de tortilla (éste, más rico). De postre, flan casero. Todo muy rico, pero en el primero sobraba el queso y en el segundo las virutas de patata. No sumaban ni restaban. No aportaban.

He de admitir que el vino fue demasiado para mí. No llegué a mi habitación dando tumbos, ni me perdí (mis puntos de referencia fueron buenos), pero a las 10:15 ya estaba en la cama. A las 3 de la madrugada, eso sí, me di cuenta que sudaba y que era suficiente taparme con una sábana.

JUEVES 3

Un café con leche, 4 churros y una bonita sonrisa: 2 euros.

A las 9 de la mañana de un jueves de julio ya hay escolares junto al acueducto. La avenida Fernández Ladreda está bastante surtida de camiones, de preparativos de la Feria del Libro (que empieza en un par de horas), y hasta hay un escenario junto al acueducto, en el que las veces que pasé a su lado nunca llegué a ver que nadie se subiera.

Javi junto al Acueducto de Segovia

Empiezo a caminar en dirección al Alcázar, dejando el mapa guardado, siguiendo la máxima “el sol en el cogote”. Esta técnica me permite pasear por calles estrechas con casas pequeñas y humildes, de teja vieja y con algunos cristales rotos. Sin problemas llego a la calle Velarde, vecina de la calle Daoiz, nombres ligados al 2 de mayo de 1808 como su próxima calle Daoiz. Y al final de ambas aparece el jardín del Alcázar.

La visita guiada al Alcázar, con derecho a subir a lo alto de la torre incluida, vale 7 euros. Por qué no. Paso a una sala de espera donde se ahorra electricidad. Se oye el ruido del agua corriendo entre fuentes y piedras. Una vez se persona el guía e inicia la visita, comenta que los incendios no eran infrecuentes y apenas quedan dos artesonados del siglo XV, así que buena parte del Alcázar es una reconstrucción. Para que la imitación sea buena, son citadas muchas veces las láminas de José María Abrián como fuente.

Se ven armaduras de torneo que podían pesar entre 80 y 90 kg, las hay incluso para niños. Sobresalen las puntas del pie, o acicates, con las que los caballeros golpeaban al caballo del rival con el objetivo de hacer caer a su adversario. Por supuesto, para la guerra debían llevar otros atuendos más ligeros.

Fue Felipe II el que cambió la teja árabe de cúpula redondeada por los picos de los palacios centroeuropeos que son característicos del Alcázar. En el artesonado del techo hay 10 kg de oro, que daban lujo y claridad a las habitaciones.

Hay una pintura sobre la coronación de Isabel la Católica en la que ninguna de los personajes tiene los labios pintados: la obra es a la vez una conmemoración de la fecha del 13 de diciembre, Santa Lucía, patrona de los ciegos.

Los Reyes iban con el mobiliario de un lado para otro. Entre ellos incluían el reloj de arena, que medía el tiempo de las visitas. Nadie debía agotar la arena de la parte superior.

152 escalones llevan a lo alto de la torre, buena parte de ellos en forma de escalera de caracol. Puede ser un suplicio, pero para mí, que vivo en un décimo piso, es soportable. Al llegar se ven unas vistas regias, excepcionales, pero si se va por la mañana tiene una mala foto porque el sol da a contraluz si se quiere encuadrar hacia la ciudad.

A las 12, al pasar junto a la Catedral, en la Plaza Mayor, hay un mercadillo. Algunos vendedores gritan las bondades económicas de sus productos (“2 pares, 5 euros”, clama un zapatero) y ninguno las cualidades de la mercancía. Se toca el bolsillo.

Es una ciudad donde el tráfico tiende a autorregularse. Sólo llegué a ver un semáforo en todos mis paseos por la ciudad, ya lo citaré cuando toque. En muchas calles apenas pasa un coche y un peatón, y éste poniéndose de lado.

La Feria del Libro se acaba en un plis plás. Muchos stands venden los mismos libros. “El niño del pijama de rayas”, de 13 a 10,70 euros. Sigo, pues, hacia arriba buscando el punto más bajo del acueducto. Hay que seguir un tramo de fuerte pendiente. El acueducto pasa a tener dos pisos de dos arcos a tener sólo un piso, cada vez más pequeño, hasta llegar a la Casa de Aguas, a partir de la cual el mismo muro se convierte en una pared que se va haciendo más baja hasta que te puedes sentar en ella. Dentro de la rendija básicamente hay hojarasca, pero está bastante limpia. Y al lado del inicio del acueducto, el único semáforo que he visto en Segovia, y funciona para las coches.

Tras tanto paseo, y teniendo en cuenta que a las 13:30 pega un sol del carajo, busco un restaurante próximo a la Plaza Mayor, para pedirme un menú para turistas: judiones, cochinillo, pan, bebida y postre. Vino vallisoletano, un Viña Mayor cosecha 2003, más ligero que el de ayer, con menos presencia pero funciona bien para acompañar. De aperitivo, unos bocaditos con huevos y unos cacahuetes. Los judiones son grandes como mi pulgar y vienen acompañados de choricito y unas almejas. Muy bueno. Del cochinillo con patatas fritas (éstas, de saber insípido internacional) no queda nada en poco tiempo. Finalizo con un buen arroz con leche (con poco arroz, eso sí). Y de ahí a la siesta, que voy sin gorra.

Los intentos por salir de la ruta establecida (ver la iglesia de San Martín o de la Trinidad) no dan el fruto esperado. Ambas están cerradas. Siguiendo por Ezequiel González hacia abajo desciendo por unas escaleras peligrosillas, que me dejan en un parque donde se reúne la muchachada. Alguno saca los acordes de “El padrino” con su guitarra, otros juegan a fútbol, y un abuelo juguetea con un perrazo negro que me toma como su juguete hasta que ve llegar a otro canino blanco. Le rodea varias veces, avanza hacia el riachuelo, chapotea en él y vuelve a salir como un rayo. No está muy bien de la cabeza, el perruzo.

Más ligero que el perro corre el aire fresco fugazmente diluido por la transpiración de los practicantes de footing. Me he metido por el Clamores y salgo por el valle del Río Eresma. Tengo la sensación de haber recorrido Segovia de punta a punta, así que desando el camino andado con la única esperanza de no perderme. Tres cuartos de hora más tarde, con los pies como pasados por un mortero, me detengo en la terraza más llena que veo. Mucha gente mayor y, cómo no, dos catalanes. Hay muchos británicos, bastantes franceses, algunos de otros lugares… pocos segovianos.

Cuentan que en la noche segoviana hay bares musicales, discotecas, cines, etc. Pero no pienso comprobarlo, porque lo que seguro que no podré esquivar son las escaleras. Las probabilidades de que me caiga son bastante grandes. Prefiero pues, leer un poco y preparar las cosas para salir mañana.

VIERNES 4

Que tenía sueño atrasado lo demuestra el hecho que dormí durante 10 horas, hecho totalmente inhabitual. Me despertó un mal giro de cuello mientras soñaba con una especie de gusano de color amarillo gominota que, si le cortaba una parte, era capaz de generar un nuevo animal del que salía un fino hilo negro que servía para facilitar su alimento. Había cortado varias veces y empezaba a buscar soluciones de emergencia como el agua para exterminarlo cuando desperté. En fin. Otro café con churros (y media clientela de la barra preguntaba por María, sonrisa ausente, sustituida por un tipo enérgico que no estaba para bromas).

Cuando estoy en la estación de autobuses, a falta de poco más de diez minutos de la partida de mi bus, hago una foto de rutina y me doy cuenta de que me he dejado la tarjeta de memoria de la cámara de fotos en la habitación del hotel. Fuerza de intervención rápida. Llamada al hotel con dedos temblando de excitación. Carreras por la calle con todo el equipaje en la mano. Me esperan en la puerta. Doy las gracias y un par de frases más y vuelvo por donde he venido. Llego a la estación y hay un montón de autobuses recién llegados, con sus pasajeros ralentizados, y a todos les pregunto cuál es mi bus. Tiene color azul. Llego unos 30 segundos antes de que cierre las puertas. Bien. Buf.

Linecar llevará a unos 20 pasajeros desde Segovia hasta Valladolid. Carreteras en obras, con tramos directamente bacheados, castigan los amortiguadores. El conductor se queja, claro, pero el vehículo responde bien. La tierra por la que pasamos ya amarillea. En Cuellar sube otra veintena de personas.

A la entrada de Valladolid hay muchas casas a medio construir, huérfanas de obreros. Es una ciudad bastante dinámica, incluso a las 14:00. Con el sol que cae, la mejor idea es comer. Escojo el Figón de Recoletos: un gazpacho, media chuleta de lechazo asado, vino y agua. El lechazo es exquisito, jugoso, tierno y de un sabor suave del que parece que no te puedes hartar. Una tarta de queso de la casa pone un buen colofón.

Tras una siesta, me dirijo a la Catedral. Plaza ancha, como la de León. Entro por una puerta lateral en un edificio imponente, de techos altísimos e iluminación adecuada. La nave central está vacía, y en un brazo se está oficiando una misa con unas decenas de fieles, la mayoría mujeres mayores. Mientras, los escasos turistas damos vueltas por el lugar. En el pasillo de la nave central, una alfombrilla sin marcas de suelas, que sólo pisan algunos despistados. Se anuncia que en la nave izquierda de la Catedral se puede ver el Museo Diocesano y Catedralicio, con once capillas románico-góticas de la Antigua Colegiata y 450 obras de orfebrería y escultura, etc. Sin embargo, yo ya tengo bastante. Lástima que con mi cámara era imposible captar toda la fachada principal, pero qué le vamos a hacer.

Javi junto a la Catedral de Valladolid

Valladolid es una ciudad que incita a salir y pasear. Está viva, y de vez en cuando te topas con un edificio interesante. Me dirijo hacia el Pisuerga, esta vez con el sol de cara como pista, y paso al otro lado para buscar la sombra. El río tiene más de 100 pasos de ancho. Junto a él se está fresquito. Vuelvo a cruzar por García Maroto, donde oigo el tintineo de unos botes atados en la parte trasera de un coche. Recién casados… como en “La tonta del bote”, con Lina Morgan.

El Campo Grande es un espacio bastante bien pensado. Una zona verde próxima al centro de la ciudad, con parte boscosa, donde está la gente más mayor, espacios para jugar a fútbol y baloncesto para niños y jóvenes, y bares desde los que los adultos pueden mirar qué sucede, si quieren, mientras toman sus jarras de cerveza. Además, todo a la sombra de los árboles de gran copa, y con un airecito fresco. Ideal.

Me siento en una terraza. No muy lejos unas mujeres se tiran sin querer la bebida. “No te preocupes. Ahora pongo la falda en un poco de agua con… con Norit, y ya está”. Y siguen. La jarra de cerveza, que es un quinto, vale 1,90 euros. Me la sirven con patatas chips, insulsas, pero la cerveza me sienta divinamente, de las mejores experiencias con una cerveza en el gaznate, calmando la sed. Mientras, a mi lado se conversa sobre los ex futbolistas del Valladolid (qué fue de Onésimo o Benjamín, por ejemplo).

En la Plaza Mayor se juega un torneo de Pádel. Hay gradas prefabricadas altas, hay que entrar si se quiere gozar del espectáculo. Llega la noche y juegan un ratito más con luz artificial. La muchachada se concentra en la Plaza Mayor y aledaños, dispuestos a gozar de una noche de viernes de verano.

SÁBADO 5

A las 3 de la mañana aún hay bastante bullicio en las calles. A las 7:45 hace un bochorno que me expulsa de la cama. Saliendo a la calle y caminando por la ciudad, sin embargo, se está bien, así que me dirijo al campo del Valladolid, el José Zorrilla. Se espantan al oírme decir que llegaré allí caminando, pero no es para tanto, no llega a la hora de camino. Las calles céntricas están regadas y limpias, y la periferia está tranquila, con pocos coches y con algún que otro practicante de footing. El campo está apartado de la ciudad como un enfermo. A cambio, los pájaros trinan con más ganas.

El camino de vuelta es casi penoso. Oigo las campanadas de las once cerca de la Plaza Mayor. En un café de la plaza me pido dos croissants y un café con leche. Un desayuno, 3 euros. A mi lado, una conversación de entendidos de pádel. Al poco aparece una chica reclamando hielo porque en dicho torneo se les ha agotado. A las 11:15 han vuelto a empezar, dispuestos a aprovechar el sol antes de que caliente en exceso.

La iglesia de San Pablo está en pleno proceso de restauración. Al llegar a la Plaza, un andamio tapa toda la fachada. Al lado, una entrada del Museo Nacional de Escultura. En ella, en un caballete, una inscripción indica que la entrada se compra en el Palacio de Villena. Ni que esté al lado: ni hablar.

Justo al lado está la Casa Museo de José Zorrilla. Entrada gratuita. Un remanso de paz. La visita es bastante recomendable. Tras la proyección de un audiovisual de 5 minutos de tono introductorio, una guía hace un recorrido por la casa, más tratando de centrarse en cómo se vivía en ella que en rollos sobre literatura. Según la guía, debería haber muerto Zorrilla en Barcelona, pero unos encargos para escribir unos artículos en Madrid cambiaron ese destino. La familia Zorrilla siempre vivió de alquiler, y la casa está llena de elementos de diversas familias que la habitaron, hasta que pasó al Ayuntamiento. Destaca el cuarto oscuro en una habitación, todo un reducto de claustrofobia, así como la muñeca que servía de ambientador (se abría por la mitad para introducir la materia prima, y salía el perfume por su sombrero).

Para comer, me pido una ensalada templada de langostinos (lo templado es la vinagreta) y chuletillas a la parrilla. Un vino y un arroz con leche completan un menú bueno y eficaz.

Me hacen notar la inversión (“demasiada”) del alcalde actual en obras. Eso sí, en la Catedral la fachada principal está limpia, pero una lateral, la que se ve entrando desde la calle Tintes, está roñosa. No muy lejos está la Iglesia de Santa Maria la Antigua, que por aquí me han definido como de “cuento de hadas”. Al llegar, se está oficiando una misa. Mucha gente vestida de boda, entre ellos algunos catalanes, se hace fotos en el exterior. Tiene una fachada resultona, aunque una grúa situada detrás estropea el tiro de cámara frontal. En su interior, el edificio transmite religiosidad y recogimiento. Es una buena opción para ceremonias.

Sorprende que sólo haya un tren de RENFE que salga de Valladolid con destino a Zamora. Un tren que sale a las 18:20. Y sólo una línea de autobús para cubrir las dos capitales de provincia. Es muy poco. Eso sí: la comunicación con la capital (Madrid) funciona estupendamente.

Es sábado. A las 19:20 muchos turistas en las calles céntricas. El estruendo de la pista de pádel es grande cada vez que se produce un punto espectacular (aunque no hay muchos, o eso se intuye acústicamente). Como ciudad grande, Valladolid tiene sus pedigüeños. Donde las negativas no sirven, el acto de sacar la libreta es un repelente magnífico. Una cerveza servida en una copa rota, y sin tapa, 2,80 euros, en la calle Santiago.

DOMINGO 6

Sueño ligero y frecuentemente interrumpido por las voces de los más fiesteros. A la hora de los barrenderos, con sol bajo y aire algo más que fresquito, avanzando subrepticiamente hacia los huesos, salgo de la estación de autobuses de Valladolid para ir a Zamora. Compañía La Regional V. S. A., 6,60 euros. Una decena de jóvenes de piel aceitunada se baja en Tordesillas. Muchos llevan gorra, todos llevan mochilas ligeras.

Al llegar a Zamora, visito el Museo Etnográfico. Mucha palabra inconcreta y un orden discutible. Una planta está destinada al barro, otra al alma y al cuerpo, otra a la forma y el diseño, otra al tiempo y los ritos. Es una casa de citas (literarias) con un cúmulo de objetos y ropajes. Menos mal que es gratuito en domingo.

Al llegar al castillo de Zamora, una valla impide el paso. Está en pleno proceso de restauración “y recuperación de las estructuras defensivas del castillo medieval de Zamora, zona del foso, así como tareas de excavaciones y demoliciones en su interior”. Al lado hay un mirador, pero desde él se ve mucha obra nueva y no es especialmente recomendable. Eso sí, a la izquierda hay otro más atractivo, el que está cerca del Duero. Tiene unas rendijas desde la que uno se puede asomar al vacío y dan un poco de vértigo, además de que mejor que se mantengan lejos del alcance de los niños. Cualquiera comprueba si son suficientemente anchas para que pasen.

En la Catedral suenan las campanadas de las 13 horas. También en su interior, donde hay más de un centenar de fieles, están restaurando el pavimento. Los turistas pasean por los laterales y retroceden como alimañas atraídas y ahuyentadas por el fuego.

Javi junto a la Catedral de Zamora

Visto esto, me voy al Rincón de Antonio. Menú degustación, con buen vino. Me sirven 8 platos espléndidos, entre los que destaco fácilmente cuatro: 1, queso zamorano con crema de membrillo, nueces y aceite de oliva (el primero); 2, pechuga de pularda con langostinos, crema de ajo y mango (el tercero); 3, garbanzos de Fuentesaúco con boletus y ajoarriero (un quinto maravilloso); y 4, carrilleras de terna de Aliste con setas estofadas en una salsa de vino de Toro y miel (el sexto, plato cuya única pega es que al acabarlo no puedes sonreír, de tan negra que tienes la dentadura). Lo peor, la música: otro restaurante que pone discos de Sade enteros. Grmbf. Todo se dispara por encima de los 60 euros, pero los doy por bien empleados.

La tarde del domingo la tenía reservada para ver la final Nadal-Federer. Empezó de forma algo anodina. Cuando se debió interrumpir el partido por la lluvia, con un resultado favorable al manacorí por 6-4, 6-4 y 4-5, debí improvisar sobre la marcha. Huí al Museo Catedralicio. Entrar vale 3 euros. También tuve la sensación de almacén sacro. Se ven más los carteles de “No tocar” que las descripciones de los objetos, algunos de ellos preciosos. La sensación cambia al subir al segundo piso, el de los tapices. Algunos de ellos ocupan grandes paredes. Son algo recargados para mi gusto pero su belleza es incuestionable. Sorprende “La coronación de Tarquino Prisco”, un tapiz en lana y seda del siglo XV del Taller de Arras, o la “Historia de Aníbal (La entrada en Italia)”, tapiz en lana y seda del sigo XVI, del taller de Bruselas. En algún tramo de este segundo piso, las baldosas del suelo se levantan, faltan algunas, y se podría tropezar. Lástima. En lo que es propiamente el interior de la Catedral, el recorrido es más largo del de esta mediodía, cuando estaba abierto a la feligresía.

Aunque la Catedral fuera bonita, quedé más impresionado con la Iglesia de Santa María Magdalena, de una sola nave. Transmite una sensación inigualada por ninguna otra iglesia en este viaje. Pura espiritualidad. Poca luz, sin llegar a cegar. Incluye un sepulcro románico, “pieza única en su especie”, que está mal situado, junto a un ventanal que da a un claustro ajardinado en el que la luz de la tarde esconde su impacto y su belleza austera.

A la vuelta a la habitación del hotel, veo que el partido de tenis se ha puesto más emocionante. Federer ha ganado el tercer set por 6-7 y van 4-4 en el cuarto. Mucha más emoción y golpes realmente bonitos. Federer se impone nuevamente en el tie-break tras salvar alguna pelota de partido, y al quinto. Y con 2-2, nuevo parón por la lluvia. Quedan pocas horas de luz, pero puede ser que dé tiempo a finalizar el extenuante partido ese mismo día. Y tras un duelo precioso, Federer empieza a mostrar síntomas de cansancio en sus desplazamientos laterales para buscar su drive y empieza a fallar puntos que antes se agenciaba con comodidad. Nuevamente gana Nadal una final llevada al límite. Los Nadal-Federer en Wimbledon deberían formar parte de una DVD-teca, para que deportistas de toda condición y tenistas en particular observen qué pasa cuando se unen talento, espíritu competitivo y deportividad. Tras ver aquello, que después McEnroe calificaría como “el mejor partido de la historia”, no podía salir a la calle. Me quedé en mi habitación leyendo “El mundo de los prodigios”, de Robertson Davies. Por todo, un día mágico.

LUNES 7

Café con churros, 1,50 euros. Bajo por Balborraz y me paso por los márgenes del Duero. El que está más alejado del centro de la ciudad está lleno de árboles que obstaculizan una foto del puente de Piedra y la Catedral. Al final, me tengo que ir al Puente de Hierro, pero no tengo objetivos tan potentes como para que se haga una foto adecuada con los elementos que quería.

Subo por Cuesta Pizarro a buen ritmo. Me sorprende que en una librería haya pocas novedades y sí libros en portugués y español de corte divulgativo. “Toxicología o doctrina de venenos”, “Historia de la arrería Pengüelana”, “La matanza del puerco” o “Molinos tradicionales”.

Mientras paseo busco algún restaurante modesto, y encuentro alguno en el que por 10 euros me como un arroz a la zamorana y un mero a la romana. El arroz a la zamorana incluye chorizo o bacon. El vino ayuda a bajarlo todo y a hacer la siesta correspondiente.

Después salgo sin ningún plan previsto. Voy en dirección contraria a la Catedral, nuevamente hacia el Puente de Hierro, y después giro sobre mis pasos pero buscando calles secundarias. Veo una ciudad más grande de lo que los propios zamoranos se empecinan en hacerme creer, y muy bien acondicionada en algunos lugares. Allí donde hay calles viejas, no se ven vetustas.

Tras la caminata al sol, me pido un granizado en un café de la calle de Santa Clara con vistas privilegiadas de los paseantes. Turistas, lugareños, abuelas con bastón, niñas con helados, cincuentonas con cámara de fotos, madres paseando a sus bebés (bastantes)… El granizado de limón con unos frutos secos, 2 euros.

De noche refresca bastante. Muchos cogen el coche. En algunos locales suena música rock español guitarrero, pero no están muy llenos. Los chicos hablan de sus casi-conquistas y las chicas de lo que son capaces de hacer cuando están borrachas. Y en la habitación de al lado en el hotel, hay carnalidad.

MARTES 8

Los vendedores de tickets de autobús se toman su trabajo con mucha calma. Son dos ventanillas en la compañía Zamora-Salamanca, pero ninguna expende nada. Aparecen al cabo de 15 minutos. Un billete vale 4,25 euros. El viaje dura una hora.

La ciudad de Salamanca se ve bonita y es de fácil orientación. No hace ni media hora que estoy aquí, y al preguntar por el Archivo General, ya me han hablado de la calle del Expolio “o del Atropello”.

Para comer, sopa castellana y tostón asado “cochinillo”. La sopa castellana es un consomé caliente con jamón y huevos, y el cochinillo es algo huesudo. De postre, leche frita con canela, muy buena.

A la salida de la siesta me voy a ver la puerta del Archivo General de la Guerra Civil. Está en el centro de la ciudad, pero de forma periférica. Algunas personas entran en los 10 minutos en los que estoy cerca de la puerta buscando encuadres para las fotos.

Javi en la calle del Expolio

Las catedrales tienen un exterior espectacular, pero no acabo de quedar satisfecho con el interior, iluminado con un criterio que no acierto a entender. Eso sí, veo junto a la imagen de Nuestra Señora de la Soledad muchas velas, aunque hay un letrero que pone bien claro que “durante el culto no encender lamparitas”). Esta imagen sí que está bien iluminada, y otro que también tiene velas es el Cristo de la Agonía Redentora. Le han puesto un foco a unos 5 metros que ayuda a apreciar la expresión de su rostro. Tiene su efecto.

Por las calles de Salamanca circula una oruga vocinglera autodenominada “Salamanca Monumental en Tren”, un paseo que dura veinte minutos y que va muy rápida para permitir apreciar las cosas bonitas que hay… Pero yo escojo seguir caminando.

La Casa de las Conchas es una biblioteca pública, y no es tan bonita al natural como en los libros de texto de mi infancia.

Me tomo un helado en la Plaza Mayor, que a las 8 de la tarde está llena de gente, sobre todo donde hay sombra. Salamanca está a rebosar de turistas. Algunos de ellos son catalanes. La tuna toca en la Plaza Mayor durante una hora, y consigue agrupar a un buen número de curiosos.

MIÉRCOLES 9

Esto se está acabando.

Muy poca gente en la Plaza Mayor a las 9 de la mañana. Las calles, casi vacías, los cafés, silenciosos. En uno de la Rúa Mayor me bebo un café con leche y pido una tostada de aceite y un croissant de chocolate. 2,50 euros.

La Universidad es un sitio tranquilo. Además, el Campus universitario está fuera de la ciudad.

Junto al Puente Romano, modesto, hay una pista de atletismo. Había gente haciendo footing a las 11 de la mañana con el sol picando, lo prometo.

El Archivo General de la Guardia Civil era originalmente un hospicio de expósitos. Está estructurado en apartados: documentos sobre masonería o especial, documentos sobre lo político-social, documentos para la represión (1942-79), y documentos posteriores a 1979. No hay prácticamente documentos de la zona nacional. La función del archivo era facilitar datos para la represión, pero en el audiovisual se destaca que ha servido para dar retribuciones económicas a republicanos. Hay una exposición sobre la masonería, pero es algo tétrica, con documentos mal iluminados y con una sala donde se acumulan, de forma poco realista pero con voluntad de ser didáctica, todos los símbolos posibles con una locución como única guía. Pese a todo, el personal es amable y atento, dispuesto a entregar alguna fotocopia del material a la vista que se le solicite. Llegan unas chicas para hacer un trabajo de instituto. No escucho su pregunta, pero sí la respuesta del empleado o funcionario: “Aquí no hay del bando nacional, sólo hay documentos del bando republicano”.

Desde un locutorio pakistaní situado en la Plaza Mayor veo que mis notas son lo suficientemente buenas como para merecer el viaje. Magnífico.

Busco donde comer. En un restaurante recomendado veo que no ponen los precios en la entrada, lo que me hace sospechar. Así que voy a otro que es caro, pero al menos es honesto. Me pido unas patatas rellenas de bacalao y lechazo asado. Ante el calorazo tremendo que hay fuera, me pido agua para acompañar. De postre una crema de leche, con miel. Todo muy charro y bueno.

Me dirijo hacia la calle Van Dyck, en una zona nueva, perfectamente adaptada al tráfico motorizado. Muchos locales, algunos locutorios, dos cines multisalas donde prácticamente proyectan las mismas películas. Zona donde se mueve muchachada.

Parece mentira lo tranquilo que se está en el Campo de San Francisco teniendo en cuenta lo cerca que está de la Plaza Mayor. Hay una pareja de enamorados, algún abuelo paseador y docenas de pajaritos que cantan casi como en plena naturaleza.

Colas en las heladerías de la Plaza Mayor a las 19:30. Me pido un cucurucho de queso con mango, 2 euros. Un montón de jóvenes se sientan en el suelo de la Plaza Mayor. Si lo hacen por emular a los universitarios de antaño o si lo hacen de motu propio, no lo sé. Pero no es corriente.

A las 21 horas vuelvo a la calle Van Dyck. Ya no es una calle más. Todos los extractores de los locales huelen a trabajo a cascoporro. Montaditos con o sin piquillo, tapas y raciones de todo tipo. Muchachada y gente madura (ésta cerca del Paseo del Doctor Torres Villarroel).

Los tunos que he visto bajar desde cerca de la calle Van Dyck se dirigen a la Plaza Mayor en la que ha sido su esquina las dos tardes que he visto, la que está más cerca de Corrillo. No muy lejos, cerca de la Rúa Mayor, un guitarrista habilidoso saca las notas de “So What” de Miles Davis y otros temas de jazz. Encantador.

JUEVES 10

El taxi para llegar al aeropuerto de Matacán me vale 19,50 euros. Hay un autobús, de la compañía Huerta, que también te deja en el mismo sitio, pero llega un poco más justo. Claro que en la pantalla del aeropuerto sólo se marcan dos salidas, uno a las 10 y media y otro a las 6 y media, y los dos hacia Barcelona, con compañías diferentes (Lagunair e Iberia). Y no hay mucha gente, así que hubiera dado tiempo con el autobús a facturar y a pasar la tarjeta de embarque, pero claro, eso quién lo asegura… Una joven está en el mostrador de información, hace la facturación y recoge las tarjetas de embarque. Sólo le falta pilotar.

Y a la vuelta, el sudor. El bochorno. Eso sí, sigo pesando 74 kg.

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Vacaciones 2007: de visita con un smiley

Uno más en la Catedral de Santiago

Frente a la Real Basílica de San Isidoro

Junto al nuevo Carlos Tartiere

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Jugándose la vida en los jardines de Miramar, junto a la Playa de la Concha

A los pies del monumento al encierro

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