Melinda & Melinda

Salía nuevamente de caza, con la intención de disparar un tiro entre ceja y ceja al sectarismo de los pesados woodyallenófilos que zumban como los mosquitos nocturnos de verano. Cada vez que el cronista de Manhattan estrena un nuevo producto, la duodécima plaga de Egipto se propaga como un virus infeccioso que arrasa con cualquier oportunidad de que un modesto espectador intente expresarse para decir que dicho film ABURRE. Sin embargo, con “Melinda & Melinda”, no hace falta sacar el repelente para zorros del abuelo: se puede ver con bastante agrado.

La estructura del film es bastante modesta para lo que suele ofrecer Woody Allen. Una conversación da pie a un dramaturgo y a un comediante para urdir con los mismos mimbres cestos completamente distintos. Algunos de los elementos comunes son la irrupción en una cena privada de una mujer que explica que ha intentado suicidarse, el esfuerzo de sus amistades por estimularla a que rehaga su vida junto a un dentista, y el encontronazo amoroso con un pianista. A partir de aquí, se repiten situaciones y localizaciones, pero mezclados de forma distinta en la narración dramática y en la cómica.

Sin embargo, Allen hace una pequeña trampa entre tanto artificio de guión. En la historia trágica, Melinda es claramente el personaje protagonista. Es ella la que se explica, la que arrastra la desgracia por donde pasa, al modo de la novela decimonónica (incluso ella cita explícitamente a “Madame Bovary”). En cambio, en la cómica, Melinda es, por así decirlo, el premio anhelado por un enamorado, y para llegar a ella, él deberá sortear una serie de obstáculos que parecen no tener fin. Resumiendo: en el drama, Melinda es un sujeto, y en la comedia, Melinda es un objeto.

Si desnudamos, pues, a la película, nos encontramos con que el envoltorio ha disimulado dos tramas repletas de convencionalismos separadas entre sí. Ahora bien, hay que agradecer a Woody Allen que haya hecho una notable síntesis de ambos relatos, normalmente alargados hasta que pierden cualquier interés, cuando no son manifiestamente irritantes. En unos 100 minutos nos ha ofrecido dos historias al precio de una, nos ha entrenado la memoria visual para que vayamos apreciando los elementos comunes a las dos tramas, y nos ha reiterado, como abuelo que empieza a parecer, su habitual mensaje: CARPE DIEM. Alejado como parece de entregarnos una obra mayor, pues oye, aplaudamos lo que nos place, y cuando llegue el momento en que algo nos disguste ya le tiraremos de las orejas. Estaré al acecho, woodyallenófilos.

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Silver City

Elecciones presidenciales en Estados Unidos. Varios artistas se sienten con derecho a cambiar un gobierno por las buenas. Desde todos los rincones de los States aparecen “liberales” (recuérdese que al otro lado del Atlántico una etiqueta así te cuesta las elecciones), hordas rojas filo-comunistas dispuestas a subir los impuestos al menor descuido. Con lo bien que se gobierna un país cuando al Estado se le deja el mero papel de garante de las leyes y de la seguridad, y todo lo demás se deja a la iniciativa privada...

John Sayles es un cruzado que ataca con particular ferocidad a las multinacionales y a las grandes corporaciones. Su último film, “Silver City”, no sólo no es la excepción sino es la que levanta más el dedo acusador. Retratando a un aspirante a gobernador prototipo de político hombre de paja con una similitud gigantesca con el actual presidente George W. Bush, Sayles expone un muestrario de intereses de unos nobles empresarios que bastante tienen con la faena de crear empleo y que además trabajan en beneficio de la sociedad financiando la campaña del político que mejor defenderá esos intereses. Al fin y al cabo, si yo pago, es justo que me recalifiquen unos terrenos para compensarme, ¿no? Es cierto que los empresarios llaman a los políticos como un ciudadano llama a un fontanero: si hay un problema, que lo arregle el profesional, se le pagan los servicios prestados y a otra cosa.

Los poderosos siempre deben tener todo atado y bien atado. Si no es comprando los medios de comunicación y promocionando monopolios, hay que asegurarse que los poderes locales también estén de su lado, aunque si esos puestos están ocupados por familiares, tanto mejor.

El problema surge cuando alguien tiene la desgracia de encargarle a un perdedor un trabajo que sólo está a la altura de los elegidos. Resulta que el jefe de prensa de nuestro hombre de paja cree que la campaña del candidato ha sido saboteada, y encarga a un investigador que “avise” a los posibles sospechosos de que están bajo vigilancia. Esta tarea, que debía ser encargada a un hombre de confianza, no la puede hacer un cualquiera. No sirve un periodista metido a detective privado, de vida sentimental frustrada y aficionado a las drogas. Porque después, encima, se creerá que está en posesión de la ética. ¡Ética! Qué mejor ética que la del empresario, que da trabajo a los inmigrantes indocumentados que aceptan cualquier tarea por peligrosa que sea, provocando que los trabajadores del país se conviertan en obreros especializados satisfechos. ¡Todos salen ganando! Unos tienen beneficios, otros trabajo y otros prestigio.

Pero Sayles no lo ve tan claro como nosotros. El director convierte al investigador privado en un antihéroe que irá por ahí levantando las alfombras y sacando a relucir toda la mierda. En la línea de otras películas anteriores del autor de “Lone Star”, éste dedicará su atención a la convivencia obligada por la necesidad de una minoría desfavorecida con una mayoría rica que la ignora (hasta el día que tienen que pedir su voto).

En resumen, por un lado el film muestra las complejidades de la convivencia interétnica, pero por otro adopta un discurso descaradamente maniqueo. Este pedazo de celuloide es, principalmente, un arma de combate político coyuntural. Pero no por ello escupe gags que puedan no ser entendidos en un futuro, como pasa con algunas comedias. Ésta es una sátira visceral que no tiene ni puñetera gracia. ¡Y ese último plano!... ¡Y cuántos actores conocidos se han presentado a representar este panfleto!... Eso sí, todo entra mejor si las imágenes están ilustradas con algunas canciones del álbum “The Trinity Sessions” de The Cowboy Junkies...

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"9 songs"

Sexo, música, Winterbottom. Estos tres elementos se barajaban constantemente en mi cabeza y, mientras me aclaraba sobre qué era lo que me atraía más, pasaron 6 días sin que me acercara al cine. No pude aguantar más. Puestos a hablar en slang de slogan, esta misma tarde he tenido una experiencia totalmente orgánica con un film 3 en 1.

Esta es la sexta película que veo de Michael Winterbottom, y aún no he encontrado dos iguales. De hecho, “9 songs” recoge algunos elementos ya anotados previamente: el deseo sexual bien barnizado con música de “I Want You”, el rodaje en exteriores auténticos de “Wonderland”, la pericia (y las ganas) de rodar en la nieve de “The Claim”, el uso de las canciones como parte de la narración de “24-hour party people” y la inmediatez de la cámara digital y el tratamiento austero de la luz de la premiada “In this world”. Y es sólo parte del bagaje con el que se presenta ante nosotros para ofrecernos una trama mínima en la que alternan escenas de sexo con canciones grabadas en concierto. Ni más ni menos.

Para mi placer, varias de esas canciones las conocía y no pude evitar ponerme a silbar, llevar el ritmo con los hombros y ejecutar diversos movimientos pélvicos al ritmo de temas como “Whatever Happened to My Rock and Roll?” o “Love Burns” de Black Rebel Motorcycle Club (la primera y la última canción en la peli), “Movin’ On Up” de Primal Scream, “Slow Life” de Super Furry Animals o “Jacqueline” de Franz Ferdinand. El resto de artistas con imágenes en directo son The Von Bondies, Elbow, The Dandy Warhols y Michael Nyman. Bailando como estaba en una sala a oscuras sin poder levantarme de la butaca debido a la proximidad de otros espectadores, me di cuenta de que, tal vez, el visionado de “9 songs” es más idóneo en un DVD casero.

Me incomodaba más el hecho de no poder batir las palmas y corear las canciones que no la típica presión sobre los botones de la bragueta con la que mi organismo saludaba las escenas sexuales de la película. Una vez asumido que ninguno de los dos intérpretes tiene nada que esconder, y dan todo y más por la credibilidad de las escenas, hay que apuntar que no hay grandes alardes. El sexo tiene aquí un toque cotidiano, hasta tal punto que alguno destacará, si no lo ha hecho ya, que la vida de la pareja protagonista es muy aburrida, que casi todo es sexo y que no hay casi conversaciones. Pues bien, desde mi punto de vista, gracias al hecho de que no hay tramas secundarias, el metraje dura lo que tiene que durar: 68 minutos, tiempo suficiente para estimular la excitación desde el punto de vista auditivo y visual. ¿Hace falta que empecemos a dar nombres de películas que no han conseguido ni siquiera estos mínimos, aburriéndonos hasta decir basta? A los fans del porno, sin embargo, creo que “9 songs” les dejará algo fríos. No me preocupo por ellos porque seguro que éstos no estarán haciendo cola para verla, sino para entrar en este Festival que se celebra a pocos metros de mi casa.

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"El bosque"

No es la primera vez que veo que el bosque actúa como un personaje más. Mi favorito desde el punto de vista cinematográfico es el bosque de Oxen Lane, el de “La casa roja”, el extraordinario cuento de terror de Delmer Daves. Ese lugar siniestro de senderos intrincados te hacía llegar a la conclusión de que cualquier ser humano tiene su bosque de Oxen (algo turbio que ocultar). Para su película, M. Night Shyamalan desplaza la lectura psicologista por una política.

El bosque es el escenario de los crímenes perfectos. Sin testigos, sin huellas. El miedo racional que los mayores tienen por lo que sucede en él se transmite al resto de la comunidad, en forma de miedo al bosque per se, por la vía de lo irracional, lo misterioso y lo fantástico, consiguiendo de esta manera una adhesión ciega a su(s) causa(s). El miedo es, pues, un recurso más que administrar para garantizar la cohesión de la comunidad, tan importante como el ocio, la educación o los mecanismos de defensa.

Este hecho podría hacer pensar que Shyamalan ha decidido dar un golpe de timón o que viendo un documental de Michael Moore ha tenido una revelación. No va por ahí. De hecho, las motivaciones de los gobernantes son tan bondadosas que el líder de la comunidad llega a soltar que “el amor es lo que mueve el mundo”. Acabáramos.

De esta manera, “El bosque” es nuevamente una película de tesis, en la que Shyamalan utiliza una serie de truquitos que domina después de haberlos sacado de la chistera en diversas ocasiones. Jamalají, jamalajá, unos ruiditos fuera de plano por aquí, la música retumba por acullá, y tensión sostenida el mayor tiempo posible, procurando que no dure más de lo deseable. Es decir, el director de “El sexto sentido” sigue empecinado en explicar el mundo a través de los terrores ancestrales infantiles.

Sin embargo, esos trucos ya no sorprenden. Si un voluntario señala el as de corazones, el mago acabará extrayendo la susodicha carta del interior de un teléfono móvil, del yunque de su propio oído interno o de su muela de oro. La carta aparecerá en el sitio más inverosímil y sorprendente, pero será ése el naipe que salga. Llega un momento en el que el truco pierde efectividad.

Si despojamos a la película de esos artificios, podemos convenir en que hay momentos en que aburre soberanamente, pero el conjunto se sostiene. Al fin y al cabo, Shyamalan intenta explicar algo. Esta última parece una frase baladí, así que la matizaré un poco: se nota cuando alguien primero tiene una idea que quiere contar y luego piensa en cómo explicarla, sobre todo por contraste con aquellos que tienen claro qué formato van a emplear y luego empiezan a colocar sobre él pajas mentales como pegotes.

En el apartado interpretativo, la hija de Ron Howard hace de un personaje desagradable sobre el papel algo humano, lo que también hay que valorar positivamente; y Joaquin Phoenix hace uno de esos papeles que se expanden como una plaga en el Hollywood moderno en el que los protagonistas masculinos hablan poco, son introvertidos, tal vez porque el recurso a las réplicas magistrales se fue con las películas en blanco y negro. Ignoro el origen de esto, pero me preocupa. Estamos aceptando la falta de ingenio como norma.

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Primavera, verano, otoño, invierno... y primavera

Si el título de este film coreano puede hacer creer a un despistado que la película trata del ciclo de la vida ligado al ciclo de las estaciones, es necesario decir que esa suposición es totalmente cierta. Efectivamente, la idea original no tiene mayor misterio. Asistimos además a la concepción del tiempo del cine oriental, con planos dilatados y reposados unidos mediante capítulos, uno por estación, con elipsis de muchos años de por medio. Por si fuera poco, la película tiene un cierto rechazo a la palabra. Todo esto nos indica claramente que hay muchos motivos para no ir con los amigotes a ver una peli de Kim Ki-Duk. Y hay que presentarse en la sala con una cierta vocación contemplativa y ascética, como la de los propios protagonistas.

Vamos al grano. ¿La película aburre o no? Pues a pesar de todo lo expuesto, yo he disfrutado en mi butaca. Los monjes budistas retirados hacen trabajos manuales y/o escriben constantemente, lo que siempre mueve a admiración del ojo urbanita. Con mucha frecuencia hay animales en plano, y algunos de ellos con intención narrativa. Al principio y al final hay niños, lo que facilita la empatía. Elementos como una puerta o una barca se te hacen al final tan familiares como la luz de tu propio cuarto. Por no hablar de las piedras, en estado natural o trabajadas por la mano humana: sus formas son la prueba de que el hombre es capaz de lo mejor y también, cuando se ofusca, de lo peor.

Los intérpretes, excepto uno un poco pasado de vueltas, dan una clase de eso que en los cine-fórums se llama contención, y para el común de los mortales es inexpresividad. Sólo hay dos mujeres en toda la película, y ninguna sale bien parada. Hay una visión machista en esta película, donde los hombres tienen derecho a hacerlo todo rematadamente mal pero tienen oportunidades para redimirse. Sin embargo, al final de la película sales con la sensación de que ninguno de los personajes tenía una entidad en sí mismo. Sólo formaban parte de una aparatosa construcción para explicar un concepto, y su comportamiento era el de meros títeres.

¿Y cuál es ese concepto? Desde mi punto de vista, es algo parecido al tópico del “beatus ille”: más allá de la puerta que conduce al lago sobre el que flota un pequeñito templo, reducto de una vida pacífica y armoniosa, sólo vienen desgracias. Más allá de una vida dedicada al culto de Buda, sólo parece quedar la competencia, las bajas pasiones, el deseo de posesión, la violencia. No descarto que haya más ideas, pero ésta me parece básica para entender el sentimiento de culpa que tienen los protagonistas cada vez que hay alguna tentación que tiende a apartarles del buen camino.

Todo esto se nos presenta con una factura impoluta. Una belleza paisajística extrema, una búsqueda constante del encuadre más idóneo, un sentido del ritmo ajeno al que estamos acostumbrados, pero perceptible. "Primavera..." no es grandiosa, no es imprescindible, pero trata sobre la purificación, sobre la catarsis, y a poco que te introduzcas en la historia, te dejará nuevo por dentro. Y eso se notará por fuera. Eso sí, es algo más caro que el yogur, pero también es algo más nutritivo.

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