The Soul of a Man

Por momentos me elevaba por encima de las butacas, una fuerza poderosa me poseía, y me imaginaba que mis manos rasgaban guitarras, que mi voz lloraba las penas del Delta del Mississippi, y que, en un arranque de orgasmo furioso, estrellaba el instrumento (el imaginario) contra el suelo. Sí, eso no lo hacían los bluesmen, pero es que es lo que me sale, oye…

A mí me sorprende, a la vez que me creo a pies juntillas, la capacidad de contemplación y de reverencia contenida al artista que esconden esos planos largos en los que se ve al compositor rezumando arte frente a una reducida audiencia que lo valora y lo respeta. Acostumbrados como estamos a que, para gozar del ídolo, se ha de chillar, moverse como un epiléptico, saltar por encima del resto del público y demás demostraciones de origen simiesco, esa quietud nos devuelve la humanidad de los espectadores y la divinidad del cantante.

“The Soul of a Man” es la primera película de una serie de siete capítulos producida por Martin Scorsese y emitida en la televisión norteamericana bajo el nombre de "The Blues". Los directores son Charles Burnett, Clint Eastwood, Mike Figgis, Marc Levin, Richard Pearce, el propio Martin Scorsese, y el autor del film que nos ocupa hoy, Wim Wenders. Teniendo en cuenta lo que hizo con “Buenavista Social Club”, me esperaba una obra reverencial y contenida, más o menos distraída, pero…

Wenders se centra en tres bluesmen para dar rienda suelta a su pasión por la música. Se recogen las canciones de Blind Willie Johnson, Skip James y JB Lenoir (en los dos primeros casos, con la imprescindible e inapreciable ayuda de dos actores), y versiones de sus temas interpretadas por otros artistas, entre los que se encuentran Lucinda Williams, Bonnie Raitt, The Jon Spencer Blues Explosion (o como se llame ahora), Cassandra Wilson, Nick Cave & The Bad Seeds, Beck, Lou Reed y, en formato de imagen de archivo, Cream y John Mayall & The Bluesbreakers. A veces una misma canción es interpretada, gracias a la elipsis, por su autor y por quien le versiona varias décadas más tarde. El resultado, como no podría ser de otra manera, es bastante desigual, y abrumadoramente a favor de los originales, pero no por ello el juega deja de ser interesante.

Cabe destacar la belleza de las imágenes con una textura y velocidad que simulan la estética de las grabaciones anteriores al sonoro. Además, intentando dotar a la película de un mayor grosor, Wenders añade imágenes de archivo de la época (Martin Luther King, guerra del Vietnam, etc.) para situar a los artistas en su época y demostrar que, o eran unos inmejorables cronistas, o eran unos avanzados a su tiempo, o, en el caso de Skip James, que con los medios de hoy en día estos tipejos serían estudiados en las escuelas primarias. Pero no es así, y si Wim Wenders ha sido capaz, además de demostrar su amor por el blues, de transmitirlo y de incentivar al conocimiento de este estilo, se ganará una parte de cielo. Visto bueno.

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Batman Begins

En una película de gran presupuesto, invertir en gadgets y en efectos especiales habría de ser compatible con contratar a guionistas, si no buenos, aceptables. Muchas veces no es así. Por eso, cuando el resultado es similar al de “Batman Begins” hay que mirarlo no como un mal menor, sino como una película que, sin llegar muy lejos, no se sale del buen camino.

Destaca por encima de todo la idea original: si cualquier seguidor ocasional sabe que el personaje principal, Bruce Wayne, es un hijo de padres multimillonarios traumatizado por haber presenciado la muerte de éstos, y también que cuando está ya crecidito sale de noche a repartir yoyah disfrazado de murciélago, este espectador tiene un espacio en blanco. ¿Cómo llegó ese niño a convertirse en un justiciero solitario? Parece una pregunta muy concreta, sólo para fans…

Pero muy pronto la película cobra mayor interés que el de simple perfil biográfico. Lo que se cuenta es el proceso de elaboración de un superhéroe sin recurrir a seres extraterrestres ni a mutaciones. Más allá de momentos “Bricomanía”, lo que interesa es que el héroe, a pesar de tener unas intenciones positivas, no acierta a la hora de llevarlas a la práctica. Verle fracasar facilita la empatía y ayuda a admirar la tenacidad de un personaje que en principio podría resultar muy distante (es rico hasta el aburrimiento). Lo que le acaba llevando por el buen camino acaba siendo una mezcla de sus propias cualidades innatas, la ayuda de sus gadgets, los sabios consejos de su fidelísimo mayordomo y las ganas del joven de pavonearse ante su amor de toda la vida. Dicho de otra forma: si te rodeas de la gente adecuada, ganas, porque ellos ayudarán a minimizar las consecuencias de tus errores.

Ante esta perspectiva, la selección del casting era clave. Y a fe que han tenido grandes ideas. Michael Caine, Morgan Freeman y Gary Oldman están inspiradísimos. El perfil de Katie Holmes tal vez era algo endeble para su papel, y Christian Bale igual está demasiado contenido, pero entre todos conforman, sin pretenderlo, un gran equipo (Batman externaliza sus confianzas…).

Los villanos, en esta película, no son especímenes guiñoloides con actitudes de niño sádico: son posibles personajes reales. Al principio, parece una traición al espíritu del género: ¡no hay supervillano! Pero es que, precisamente, tampoco hay superhéroe: hasta el final, por decirlo así, Batman lleva la “L”. Esto hace que sea una película a la que parece que le cueste arrancar, pero en realidad prepara el terreno para acometer empresas mayores que la de hacer mucho ruido y romper cosas (que también).

Christopher Nolan sigue, pues, su camino de buen director de género, y nos ofrece un producto veraniego con el que hace algo más que cubrir el expediente.

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El ocaso del samurái

A veces es necesario admitir que uno, personalmente, no está dotado para pasar a la historia del arte por su originalidad. Si alguien se da cuenta a tiempo puede dedicarse a estudiar lo que han hecho sus predecesores y aplicar los hallazgos anteriores para afinar su punto de mira. Así, aunque nada de lo que diga vaya a ser original, por lo menos sí que podrá ser preciso en su discurso.

Esa es la sensación que tiene uno después de ver “El ocaso del samurai”. En él se encuentra la planificación de Kurosawa, la sensibilidad de Mizoguchi, los episodios de “Humor amarillo”, e ideas robadas a “Sin perdón” y “Apocalypse Now” (una vieja costumbre, la del intercambio de referencias entre el cine norteamericano y el japonés, provechosa para ambas cinematografías).

Es curiosa la filmografía del director de “El ocaso del samurái”, Yoji Yamada. Tiene más de 70 años y tiene inscrita una marca en el puto libro Guinness de los Récords: haber dirigido la serie de films más larga del mundo, con ni más ni menos que 48 secuelas, dedicada al vagabundo Tora-San, un enamorado que es rechazado una y otra vez. Pues bien, no había tratado el tema de los samuráis hasta su película 77, que se enmarca en el cine de época japonés, el “jidai-geki”.

Es un film donde la palabra tiene mayor importancia de lo habitual en el cine japonés reciente que nos llega. Los personajes protagonistas tienen pensamientos del siglo XXI que contrastan claramente con la época en que se ambienta la película, del siglo XIX. De hecho, los personajes que cuadrarían con el periodo anterior a la revolución Meiji son caricaturizados o directamente maltratados. Podríamos, pues, encontrarnos ante un pastiche post-moderno, pero no: todo el metraje suda respeto.

Cómo no, se presta fácil la comparación con “El último samurái”, que revela a ésta como lo que es: una mirada de turista, más paternalista que comprensiva, de una cultura que asiste al canto de cisne de otra. No era malo el esfuerzo de Edward Zwick, más que nada era una película distraída, que se podía ver bien sin muchos sobresaltos, pero que no resiste el cara a cara con la obra de Yamada (que es anterior, es del 2002, sólo que, por esas cosas que tiene la distribución, nos llega ahora). El actor protagonista de “El ocaso del samurái”, Hiroyuki Sanada, tiene un pequeño papel en la coproducción en la que Tom Cruise ponía la cara. Sanada, pues, como en el gag de Martes y Trece, hizo de Carlos I de España y “quinto” de Alemania…

…Pero es que interpretando a “Sir Ocaso” está de fábula: un personaje de una gran complejidad emocional, haciendo funambulismos diplomáticos para mantener sus principios en el imperio del “ordeno y mando” al tiempo que dedica unas sonrisas a sus hijas. No es el único punto fuerte: la historia de amor imposible consigue mantener el interés, el tono costumbrista aproxima al espectador, el sonido ambiente tiene un cuidado exquisito… En resumen, una película hecha con oficio que, tal como está el panorama, es lo mejor que hay en la cartelera hasta que me demuestren que me equivoco.

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Habana Blues

Algo les pasa a los directores no cubanos que, cuando ruedan sobre Cuba, tienen la tentación de hacer montajes con muchos planos, meter mucha música, en definitiva, mucho movimiento y mucho ruido. Es un reto que parece superarles, y recurren a trucos de anuncio de agencia turística. “Habana Blues” no es una excepción. Sin embargo, el segundo largometraje no televisivo de Benito Zambrano tiene muchas cosas que ofrecer.

La película trata sobre el eterno dilema de la creación artística: la elección entre la libertad creativa o las imposiciones externas del mecenas. La inmensa mayoría de los artistas cuya obra se nos enseña en las escuelas, no lo olvidemos, son quienes han sido capaces de juntar las dos cosas. Pero ante las rigideces contractuales, el margen de maniobra de los implicados es cada vez más estrecho e insta a todo el mundo a posicionarse ipso facto. En la película se ve cómo afecta el proceso de toma de este tipo de decisiones a las relaciones humanas, y cuáles son algunas de las consecuencias de la opción finalmente escogida.

Da que pensar que el autor de una de las obras cumbre del cine español de los 90, “Solas”, haya tratado este tema en su segunda película. Da que pensar que un ganador del Goya a la Mejor Dirección Novel tarde tantos años en volver a estrenar. ¿Qué ha pasado durante este tiempo? ¿Por qué esta diatriba contra los apóstoles de la doctrina del “Coge el dinero y corre”?

Sean cuales sean las motivaciones internas que han conducido a esta historia, sobre las que sólo podemos especular, nos hemos de ceñir a hablar sobre lo que se ve. En este caso, la historia de unos músicos cubanos desconocidos con diferentes problemas personales que se enfrentan ante la posibilidad de firmar un gran contrato discográfico. El autor de “Solas” retiene, sin embargo, los impulsos de hacer una obra excesivamente coral y se centra en pocos personajes. Esto es clave en una película algo dispersa visualmente, porque centra los puntos de interés, lo que redunda en una mayor facilidad de seguimiento de la historia.

La música es omnipresente. Diríase que hay una cierta tendencia al “horror vacui” sonoro. Tal vez en este sentido un poco de poda tampoco hubiera venido mal, y, en la era del DVD, reservar algunas canciones como extras tampoco hubiera sido mala idea desde el punto de vista comercial. Pero tal vez es eso de lo que Zambrano habla: del impulso torrencial, excesivo, que da la creación artística a una determinada colectividad, que no tiene por qué entender de códigos de barras. Visto así, nos hallaríamos ante la adecuación forma-fondo: el sello del autor.

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Las tortugas también vuelan

“Las tortugas también vuelan” es una película iraní, sí, pero es mucho más que eso. De la misma forma que no tiene nada que ver el cine francés según Godard, Tavernier o Jeunet, o, a su vez, el cine español según Erice, Almodóvar o Aranda.

La etiqueta “cine iraní”, además de con su denominación de origen, ha tendido a incluir, por extensión, desde nuestro punto de vista, una relación con los productos del director Abbas Kiarostami. Éste, recordemos, no hace mucho surfeaba sobre las babas de la crítica europea con producciones más o menos poéticas.

Pero, por ejemplo, el cine de Yafar Panahi está hecho casi a pie de calle, es inmediato, es un cine de denuncia sin concesiones. Eso sí, Panahi da más importancia al aspecto visual que al hablado, en contraste con otros directores pródigos en mostrarnos lo terribles que son algunos colectivos humanos con sus semejantes, modelo Ken Loach o Terry George.

Una vez rota la etiqueta, vamos al producto particular. “Las tortugas…” es un film que se sitúa al lado de “Los olvidados” en la plasmación fílmica de la supervivencia de los niños huérfanos en condiciones de pobreza. Pero mientras el film de Buñuel tenía un componente abstracto que permitía que la historia se pudiera ubicar en cualquier ciudad de su época, la obra de Bahman Ghobadi que hoy nos ocupa delata responsables.

Es una película hija de un momento y de un lugar: Iraq, pocos días antes de la entrada de las tropas estadounidenses (& Co.) en el país. En ella vemos cómo niños se juegan la vida descubriendo minas para poder venderlas después y ganarse el sustento, y vemos que buena parte de esas minas son de quienes pretenderán protegerles. Vemos a niños mutilados. Vemos a niños huérfanos, producto de incontables conflictos y violaciones de derechos humanos (es especialmente importante para la película la violación a la que es sometida una niña por parte de los baasistas). Vemos la facilidad con la que los niños tienen acceso a las armas.

Y, sin embargo, a pesar de toda esta crudeza, la película se hace muy ligera. ¿Por qué? Ante todo, porque hay en ella historias de una gran humanidad. Especialmente interesante es la aventura que supone que a una pequeña población kurda llegue una antena parabólica: se hace necesario que un jeque, reunido con un consejo, determine qué es lo que se puede ver y qué es lo que no, y después, una vez instalada, nadie entiende nada porque no comprenden la lengua de las televisiones extranjeras.

Es gracias a esa televisión del pueblo por la que ellos ven a los principales protagonistas de la guerra, entre ellos Saddam Hussein y George W. Bush. Las decisiones de quienes gobiernan, a pesar de la lejanía en términos físicos, tienen repercusiones dolorosamente palpables. Sólo por estos pequeños detalles vale la pena pasarse por el cine y estar sentado a oscuras durante una hora y media, que se hace corta.

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