Generación robada

El género de evasiones siempre atrapa por su sencillez. Nos identificamos con el héroe que ha visto de cerca la injusticia de un poder superior arbitrario y homogeneizador, que quiere encajonar a la persona hasta reducirla a su condición animal, valiéndose en muchos casos de la tortura. Podríamos estar hablando de Guantánamo, pero hasta ahora no hay testimonios ni fugas (y en caso de que los hubiera, ¿qué empresa financiaría la película sobre esa historia?), así que, por el momento, hablemos de “Generación robada”.

El poder represor esta vez sigue la ley a rajatabla, pretendiendo ejercer tutela sobre un pueblo que aún no sabe lo que le conviene. En este caso, los aborígenes australianos de Jigalong, y sobre todo sus descendientes mestizos. Por supuesto, desde el punto de vista de los colonizadores, lo que conviene es cruzar a la población nativa con blancos hasta borrar todo rastro de genes de los primeros: no escatiman diapositivas, o al menos eso es lo que vemos, para convencer al personal de ello.

Las heroínas, en este caso, son 3 niñas que, arrancadas de brazos de sus madres y lejos de su comunidad de origen, van a parar a un centro donde se les enseñará a rezar, aceptar la disciplina, hablar inglés, y otras cosas útiles para ser una buena criada o un empleado sumiso en el futuro. Claro que, si tienes la piel blanquecina, tal vez consigas un destino mejor.

Así pues, quien debe fugarse en este caso no teme por su vida o por la tortura física (que haberla, hayla), sino por la pérdida de su identidad. Este film plantea uno de los grandes problemas que están sin solución en la entrada del siglo XXI: la convivencia de las culturas minoritarias con la voluntad uniformizadora, de falso paternalismo, de aquella cultura que tiene los aparatos coercitivos y burocráticos del Estado a su disposición.

La aventura de las niñas en fuga irá adquiriendo tonos épicos, se convertirá en toda una odisea. La continua amenaza de ser descubiertas y devueltas a ese enternecedor y cristianísimo campo de concentración (que no de exterminio) da a la película el suficiente interés como para que apreciemos en ellas su valentía y su deseo de supervivencia, que ayudan a fortalecer el ánimo del espectador.

Por supuesto, como está mandado, para la banda sonora había que tener a mano el teléfono del sello Real World. Y hay profusión de bellísimos planos generales, imágenes ralentizadas con musiquita y todas esas cosas dispuestas para emocionar a algún urbanita con deseos de escapismo. De todas maneras, la película es corta y se ajusta bien a la anécdota, salpicada con esas inquitantes muestras de cómo la ley puede, de la forma más natural, promover la desnaturalización (alienación para los marxistas) de los individuos. Esta película de Philip Noyce es un poema sobre el desarraigo impulsado por colonizadores imperialistas. No es imprescindible, pero aporta materias de reflexión.

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"Mi vida sin mí"

En el film “Barbarroja” de Akira Kurosawa, el médico jefe asocia la anomalía física de los pacientes a algún tipo de trastorno emocional motivado por una experiencia vital traumática. En esta película de Isabel Coixet, dicha relación no está establecida directamente, pero es inevitable preguntarse qué hubiera sido de la salud (y de la vida) de la protagonista de haber tenido una biografía menos sufrida.

“Mi vida sin mí” es una película que apuesta por el ser humano, en tanto que es único y distinto. Y cada vez que doblan las campanas hemos perdido para siempre una oportunidad, la de conocer a alguien. “Nadie es normal”, dice Ann, la protagonista, poco antes de conocer la terrible noticia de que apenas le quedan unos pocos meses de vida.

Y aquí nos vuelve el guión a atenazar con una humilde pregunta de cafetería: “¿qué desearías hacer si te quedara poco tiempo?”. La protagonista anota esos deseos (con la fórmula de “Things to do before I die”, un guiño para los que degustaron el segundo film de Coixet). Como la fuerza de la palabra escrita da alas, se compromete a llevar esas intenciones a cabo. Trata de dejar todo atado y bien atado antes de morir: solucionar sus relaciones con la familia, redescubrir la pasión, dejar alguna huella en el futuro en forma de mensajes para sus allegados grabados en cassette.

Ann, a sus 23 años, se quedó sin sueños. Pero no sentimos por ella falsa compasión, no nos lamentamos de la juventud y la belleza malgastadas antes de morir. En cierto modo, confiamos en que esos momentos de felicidad se le hagan largos y nosotros como espectadores los disfrutemos junto a ella, pero, aunque sabrosos, son poco duraderos, como los caramelos de jengibre que le da el médico “como parte de la terapia”.

Ingestión por vía emocional

De hecho, el film no deja de tener un cierto valor terapéutico. Como dice el personaje de Virginia Woolf en “Las horas”, alguien tiene que morir para que valoremos más la vida. A ver quién niega esta verdad después de asistir a un tiempo (tengo la cifra aquí delante de lo que ha durado, pero no puedo creer cómo se me hizo de corta la película) en el que nos hemos visto arrastrados por Sarah Polley, a la que sólo le falta cantar “God only knows” tan bien como Brian Wilson (para Paul McCartney, “la mejor canción nunca escrita”, y que cantada por Polley incita al llanto, aunque no porque lo haga mal).

En cuanto a Coixet, aunque parece no poder resistirse a montar planos extra como si rodara un anuncio gigantesco, dosifica a las mil maravillas las escenas con carga más dramática con las que tienen un tono costumbrista, consiguiendo a veces el milagro de unir textos de gran calado con eficacísimos tiempos muertos, algo que no siempre se sabe hacer, pongamos que hablo de “Las horas”. Cómo será esta joya que hace del todo inútiles recursos típicos de los comentaristas como hablar de tecnicismos, paralelismos, comparaciones con películas propias o ajenas. La película es única y distinta, y espero que nadie se la pierda antes de... bueno, que sí, que es mejor verla en cartelera.

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"Las hermanas de la magdalena"

La sociedad ha sido y es muchas veces incapaz de asimilar a los diferentes. El problema viene cuando hay una institución que se ocupa de controlar a los diferentes y esta institución no tiene a su vez ningún tipo de control superior. La superestructura social se convierte en represora y sus consecuencias sobre los individuos pueden ser nefastas, sobre todo para los que la sufren.

Nos hallamos, pues, ante una película parecida a “El expreso de medianoche”, pero la organización represora no es la autoridad turca, sino la Iglesia católica. No hablamos de una película de pueblos bárbaros (en el sentido de extranjeros) ni de un tiempo muy lejano: la última lavandería de las Hermanas de la Magdalena en Irlanda cerró en 1996.

Los conventos de la Magdalena en Irlanda acogían a muchachas enviadas por sus familias o por los orfanatos, y para expiar sus pecados (en muchos casos, adjudicados de forma injusta o poco clara) debían lavar y lavar, friega que te friega. Redimirse a través del trabajo para poder ir al cielo, un discurso que convierte la vida en un purgatorio infame.

La acción se centra en las reacciones de 4 de estas chicas (dos madres solteras, una joven violada por su primo, y una joven de gran atractivo para los hombres) en ese lugar, en el que tienen prohibido cualquier contacto con el exterior e incluso cualquier conversación entre ellas. Un lugar en el que se practica la tortura física y psíquica, con fines disciplinarios o arbitrarios, tanto da.

Alegato contra las monjas del santo castigo

El uso de la cámara en mano crea momentos de confusión, pero aquí el caos tiene una función emocional: incrementar la sensación de impotencia del espectador ante las salvajadas que se cometen frente a sus ojos. Las monjas, actuando sin tener que dar cuentas de ninguno de sus actos, crean un micro-mundo medieval en pleno siglo XX del que las chicas sueñan con escapar.

Es por ello que nos identificamos con las jóvenes que vemos, puesto que esperamos que puedan trazar un plan definitivo que les ayude a salir de allí. Las dos madres quieren recuperar el contacto con su hijo (aunque una de ellas ya lo ha dado en adopción, hecho del que se arrepiente), otra trata de mantener un orden en todo hasta que llegue su momento, y otra piensa continuamente en la fuga.

Peter Mullan, a quien vimos hace poco en “El perdón”, y que en su día fue protagonista de “My name is Joe” (premio al mejor actor en Cannes), consiguió con este su segundo largometraje el León de Oro en el Festival de Venecia. Una película que a ratos sobrepasa su condición de “basado en una historia verdadera” para hacer creer que es la realidad misma. Un film que, antes de los títulos de crédito iniciales, te atrapa, y ya no te suelta.

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"Las horas"

El mundo está mal repartido. Quien tiene talento no desea la vida para explotarlo, quien es ordenado y eficiente sólo es capaz de generar banalidad, quien quiere hijos no los tiene y viceversa. Ante esta realidad de fracaso vital en la propia realización de la persona, se desvanecen los momentos previos de alegría que no volverán. Se pierde de vista la felicidad que se consumió en el trayecto mientras nos creíamos que era un objetivo final, y no queda nada más que el lento transcurrir del tiempo en un proceso de caída libre hacia la autodestrucción. La vejez y el deterioro físico son manifestaciones de nuestra imperfecta oxidación, pero las ganas de no seguir viviendo son el auténtico factor de putrefacción en vida, del que no hay regeneración posible. Si una flor se marchita, se acabó. Al cubo.

Es una materia prima excelente, que no necesita de muchos aditivos. Sin embargo, en esta película hay una recreación tan grande en su propia forma, en el cómo está contada, que le da al film una sensación artificiosa, como si pretendiese distraernos sin dejarnos reflexionar mucho. Es difícil darse cuenta del paso inapelable de “las horas” a base de saltos compulsivos en el tiempo, de montarnos por corte las mismas acciones llevadas a cabo por personas diferentes, de juegos sobre la influencia de la ficción en la realidad y de cómo ésta vuelve a entrar en la ficción, en un bucle formalista que nos obstaculiza la percepción de la esencia.

Y el responsable de esto es el mismo que estuvo a punto de malograr otros bellos ingredientes como los que conformaban “Billy Elliot”. Stephen Daldry se muestra como un director desangelado, nuevamente en busca de la lágrima fácil con la música a tope, explicando la historia del genio-aislado-que-lucha-contra-su-entorno-para-llevar-a-cabo-su-destino-de-expresarse. Sin embargo, a Daldry le acompaña más la suerte que a ninguno de sus protagonistas: si en el anterior film pudo filmar al pequeño prodigio Jamie Bell, ahora Daldry dispone de un trío de ases de la interpretación del que sobresale, emergente y esplenderosa, una Julianne Moore digna de neones. Sin olvidar un comodín excepcional: Ed Harris.

Cuando no hay ganas de luchar

La película trata de la historia de tres mujeres. Una escritora en pleno proceso creativo de un libro, una lectora de ese mismo libro y una personificación del personaje central del mismo. Cada una de estas tres mujeres vive una época distinta, pero están unidas por una misma tentación: la de mandar todo a paseo, al no poder soportar una conjunción repentina y apremiante de presiones externas y de autoinsatisfacción. Y surge el dilema de Neil Young: “It’s better to burn out than to fade away”.

My, my, hey, hey...

Propongo que algún productor de cine, en un futuro, se reserve la idea de volver a filmar esta película. Con otras intérpretes, y sobre todo con otro director. A ver qué le sale. Pocas cosas hay más humanas, y por tanto más dignas de la atención del arte, que la plena consciencia del tempus fugit. Y ahí está “Las horas”. A pesar de todo, necesaria.

* "Las horas" (libro)

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"Gangs of New York"

Tras ver “Gangs of New York”, y darle tal vez más vueltas de las necesarias, llego a la conclusión de que la película trata un tema doloroso convenientemente disfrazado. Ni que decir tiene que el vestido es aparatoso y espectacular, y que argumentalmente te trata de distraer con una historia de venganza de tintes shakespearianos y con una curiosa historia de amor en el que la tensión sexual se alarga innecesaria y artificiosamente.

Una vez más, utilizo la cita de la película “Salvoconducto” de Tavernier por ser corta y precisa: “Las críticas a lo actual se disimulan mejor con vestidos de época”. Sin embargo, Martin Scorsese no hace filípicas, sino que deja que los personajes principales mantengan una ambigüedad que los hace deseables a la par que despreciables. Un ejemplo: tras el duelo inicial, la única razón por la que tomamos al personaje del niño como el “bueno” es porque ha visto lo que hacía con su padre el teórico “malo”, pero los acontecimientos posteriores nos harán dudar de quién de los dos es capaz de irradiar más humanidad.

Y es que Daniel Day-Lewis está en pantalla. Es cierto que su interpretación se encuentra en esa delgada línea que separa al actor del histrión, pero cuando escribo estas líneas pienso en una de las mejores actuaciones masculinas que he visto en años. Es impresionante ver desplazarse a este carnicero tuerto, lanzador de cuchillos, racista, fanfarrón, traidor, sanguinario, heredero de la estirpe de antagonistas adorables a lo Long John Silver. Frente a él, Leonardo DiCaprio cumple con el papel del hijo que debe vengar a su padre a la vez que intenta llegar a la altura de la alargada memoria de éste. Y Cameron Díaz, desde mi punto de vista, no acaba de aprovechar un papel con fuerte carga simultánea de simpatía y de drama.

La doctrina (James) Monroe

“América para los americanos”: en este film vemos cómo esta idea decimonónica ideada para la política exterior estadounidense se aplica en el interior para evitar las oleadas de inmigración. Los resultados: salvajadas. En este sentido, la película se emparenta con “La puerta del cielo” de Michael Cimino. Scorsese muestra cómo los inmigrantes irlandeses son reclutados inmediatamente para defender a la patria norteamericana nada más arribar a puerto, examina la desconfianza por parte de los nativos que aprovecharán cualquier momento para defender su territorio frente a los presuntos invasores... en suma, nos permite reconocer la imposible convivencia entre comunidades de origen diverso sin un poder regulador eficaz.

Y es que, como dice el mismo personaje de Day-Lewis en esa inmaculada escena junto a la cama, lo que le ha hecho grande es el miedo, el no importar verter sangre cuando ha convenido y cuando no, y también tener insomnio y estar siempre con un ojo abierto (sobre todo si no es un ojo de vidrio). Ante la amenaza, reacción inmediata. Por eso, la elipsis final en la que vemos cómo evoluciona el horizonte de Nueva York en un siglo, nos hace ver que ese maravilloso escaparate tiene odio en sus cimientos. Y solamente cuando el odio es administrado y reconducido se puede pensar en crear espacios de convivencia.

No olvido que el film está excelentemente dirigido y montado. Me han llegado rumores de que en este film ha mediado la tijera más de la cuenta, pero, a la vista del resultado, creo que es una estrategia para vender el DVD.

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