Primero, la elección del enemigo, del malo. Es francés, es traidor, ataca por sorpresa y está mejor dotado armamentísticamente. Para colmo, no sabemos qué cara tiene, como en las mejores películas de terror.

¿Cómo es el enemigo? Bueno, tiene un líder piojoso llamado Napoleón, viola a las madres de los ingleses, hace cantar la marsellesa a los pueblos conquistados, y pone guillotinas en las plazas mayores de sus villas y ciudades. Creo que no me invento nada, todo está dicho en el metraje.

¿Cómo se vence a los franceses? Bien, ante todo manteniendo la firmeza del liderazgo y la cohesión de los subordinados. Esto cuesta un poco, no todo el mundo está por la labor. Después se detecta a los posibles gafes, y amablemente se les practica la variante marinera del mobbing. Una vez hay viento en las velas, se neutraliza a cualquier sujeto que tenga intenciones no belicosas, estudiosas y constructivas, es decir, que discuta las órdenes del mandamás. Y una vez tienes todo atado y bien atado, te crees que el enemigo es gilipollas, y trazas un plan ridículo cuya única ventaja es que tienes a Dios y al guionista de tu parte.

Pero hay un detalle importante: debes perseguir al enemigo donde quiera que esté, donde quiera que se esconda, sin descanso, sin darle posibilidad de rearmarse. Y no lo haces por orgullo, sino porque es tu deber. Ya se sabe: “Inglaterra está bajo amenaza de invasión, y aunque estemos donde Cristo perdió la bufanda, este barco es nuestro hogar. Este barco es Inglaterra”. Y qué mejor forma que defenderse que atacar, en la otra punta del mundo, donde no haya peligro para los ciudadanos. Hay que dejar el barco enemigo hecho unos zorros, que para eso siempre hay gente dispuesta. Y, por supuesto, una vez te lanzas al abordaje, gritas aquello de “Por Inglaterra, por nosotros y por el botín”. Y para colmo, ese final...

Demasiadas cosas que me hacen creer que no se trata de una simple película de divertimento. Un objetivo demasiado sencillo para un film en el que se gasta un montón de dinero en reconstruir vestuario, en currarse un barco antiguo, en irse con el equipo de rodaje a las Islas Galápagos, en contratar a un cabeza de cartel de la calidad de Russell Crowe, y, por supuesto, como en toda producción hollywoodiense que se precie, en romperlo todo. Es un metraje entretenido, con unas escenas de acción bien montadas (aprende, Michael Bay, aprende de una puñetera vez). El director Peter Weir ha cumplido su cometido, pero no sé si era consciente de que el guión podría ser firmado por el ala más dura del partido republicano estadounidense. O por Urdaci.

Toda esta gran teoría está expresada mediante cine accesible. Una anécdota familiar vale más que cualquier ensayo al uso. En la antigua República Democrática Alemana, una mujer tiene reconocimiento social en la órbita comunista. Durante unos disturbios en la calle, la madre se desmaya y entra en coma y despierta 8 meses después. Entre tanto, ha caído el Muro de Berlín y la sociedad alemana está en acelerado proceso de transformación. El joven cree que a su madre le dará el infarto definitivo si viera cómo el mundo en el que ella tanto creyó ya no existía. Así que intenta hacerle creer que todo sigue igual en la RDA, aunque ya no exista. Por ello, ni corto ni perezoso, aprovechando que su madre no se puede levantar de la cama, hará todo lo posible para darle la ilusión de continuidad del régimen comunista. Cánticos infantiles ya olvidados, adquisición de productos que ya no se encuentran en el mercado capitalista, y lo que produce los momentos más hilarantes, la confección de unos chapuceros noticiarios propagandísticos ¡que cuelan como si fueran de verdad! para la madre que sólo puede ver las sombras en la caverna.

Mientras, a nosotros como espectadores nos asoma la risa cruel del que sabe más y disfruta de los anacronismos de un ignorante, pero inmediatamente nos entra la amarga reflexión de que, al fin y al cabo, tal vez no seamos muy diferentes de la engañada madre.

El guión depara muchas más sorpresas que no considero conveniente explicar, pero abundan en los rápidos cambios en la sociedad alemana durante y después de la reunificación, y en las tesis de la mentira piadosa y la propaganda desinformadora. Una demostración de cine con ideas, que he visto el mismo día que la tercera parte de “El señor de los anillos”. Película con la que no perderé más tiempo: en esencia, vale lo que decíamos de la segunda.

Como la cosa avanza menos que el troncomóvil de un cojo, Allen introduce muchos personajes y extrae escenas que seguramente eran descartes de otros films. Muy pocas cosas acaban por coger cuerpo. Como espectador tienes la sensación de estar ante un ejercicio rutinario-masturbatorio: en “Anything else” no hay vida, hay personajes unidimensionales y, para acabarlo de arreglar, el protagonista se dirige a cámara. Perdemos 0-4 y el míster ronco: worst-case scenario.

¿Es una mala película? A pesar de todo, la cinta se deja ver, de vez en cuando hay alguna ocurrencia que te hace reír, y es imposible dormirse con ella, porque, en un efecto similar al que produce “Aquí hay tomate”, se hace difícil hacer la siesta entre tanta histeria. Por supuesto, está Christina Ricci, sin cuya presencia ahora tendría fuertes dolores a la altura de la cartera.

Sin embargo, un film de Woody Allen con un guión flojito y sin personajes femeninos fuertes (Stockhard Channing está muy desaprovechada, la Ricci no deja de ser una caricatura) parece que no sea suyo. Pero es así. Estamos ante un metraje para meter en el tercer cajón, según decíamos ayer.

Y mientras caminaba detrás de ella, a dos pasos de distancia, viendo constantemente su espalda, se ha dirigido a mí sin girarse: “Eres un esteta”. Por supuesto, no he detenido el paso, el discípulo debe aguantar lo que haga falta. “Sí, mi amo”, he podido balbucear, aún en estado de trance hipnótico.

¿Qué es lo que he visto, que me ha dejado en este estado? Ante todo, algo que no podía esperar del director del Infumable Will Hunting: una película atrevida. Algo que no podía esperar del director de “Todo por un sueño”: una película no-convencional. Algo que no podía esperar del director del remake de “Psycho”: cine con personalidad. Todos merecemos segundas oportunidades, y Gus van Sant, creo, la ha aprovechado al máximo.

Ante todo, hay que decirlo bien claro, la forma de esta película se come claramente al fondo. No es una película para recomendar a todo el mundo, para cualquier ocasión. Los planos son muy largos, muchos de ellos enfocando algo tan poco atractivo como las espaldas de los intérpretes, a los que seguimos en su deambular por un instituto en el que ningún espectador sabría situarse una vez vista la película entera. Te dan ganas de ver un mapa en plano zenital con un puntito que diga “usted se encuentra aquí”. Las acciones las vemos varias veces, desde diversas perspectivas, algo que no supone ninguna novedad (la escena de la mochila en el probador de “Jackie Brown”, el principio de “Snake eyes”, no sé, seguro que hay muchísimos más ejemplos). Si esta película se emitiera en televisión, al cabo de un cuarto de hora estaría roncando. Y, sin embargo...

Desde mi punto de vista, “Elephant” es una experiencia cinéfila apasionante. Estamos ante una película en la que el narrador omnisciente no existe. No sientes que haya un principio ordenador que mueva a los personajes para explicar un concepto moral o un discurso político-social. El espectador está absolutamente desamparado esperando que pase algo. Porque quien va a ver esto sabe que va a pasar algo, pero el director tarda mucho tiempo no sólo en ofrecerlo, sino en aportar indicios. Así pues, ¿qué pretende alargando tanto un film que, descriptivamente, se podría explicar en 4 líneas?

Volvamos a la forma. Esos planos de las espaldas de diferentes personas nos sitúan en el marco de la estética del video-juego. Por si alguien (como yo, que no he jugado mucho a ellos) no lo había pillado, hay unos 15 segundos que te ayudan a comprenderlo. Y en ese video-juego, hay alguien que maneja el joystick: el protagonista. Desde que le vemos tomando notas en la cafetería del instituto hasta el plano final, es él quien decide el destino de los personajes. Van Sant y el guión, en su presencia notoria, están más ausentes que nunca: no van a intervenir en lo que va a pasar, no hay moral ni guión que cambie inesperadamente el hilo de los acontecimientos. Sin concesiones. Sin agarraderas: la película no expone causas, no ofrece segundas opciones. Lo fatal deja de ser el destino (el guión) o Dios (el director) para descender al terreno del ser humano. De un ser humano con inteligencia (capacidad de organización), sensibilidad (sus dedos al piano), y con acceso a información no convencional (videos sobre el nazismo y compra de armas). Es terrible, pero puede ser así. Y el formalismo se transforma en la hiperralista revelación de lo obvio: durante mucho tiempo, el cine nos ha hecho creer que todo tenía un sentido. “Elephant” es uno de los muchos bulldozers que rodean a la renqueante fábrica de sueños, y no es de los menos potentes.

Quien me diga que todo ha sido una paja mental también tendrá su razón.

Y sin embargo es una película extraordinariamente narrada. Aunque desde un punto de vista moral no puedo estar más en desacuerdo con los planteamientos de Von Trier, he de decir que me lo he pasado bomba. Para empezar, el aspecto más llamativo: el tratamiento visual. Vemos un pueblo despojado de su arquitectura visible, reducido a unas marcas de pintura en el suelo (hasta extremos casi ridículos, como el de la vegetación). Sin embargo, la existencia de las casas se nos hace presente mediante el sonido de las puertas, o se nos habla del fruto de los groselleros. Todo esto produce en el espectador esa sensación de dominio visual del espacio escénico típico del teatro. A favor de la interpretación teatral del film también está el concepto de unidad de lugar. Pero decir que esta película es teatro filmado es muy aventurado. El frecuente uso de planos zenitales, que proporcionan al espectador la sensación de que es Dios omnipresente, o el seguimiento de la cámara a una susurrante Nicole Kidman, son algunas muestras de la personalidad del lenguaje cinematográfico.

Lo que vemos empieza como una especie de western en el que un personaje llega a una localidad ubicada en las Montañas Rocosas y quiere integrarse en la comunidad. Pero sus esfuerzos se ven dificultados por el hecho de que es una persona buscada por la ley (con su cartel del estilo “Wanted” y todo). Hay un leve toque inicial de cine de mafiosos que después se antojará importantísimo. Pero lo que constituye el sello Von Trier es el retorcimiento del drama con el sencillo método de debilitar al personaje protagonista hasta convertirlo en una víctima indefensa de las maldades de un entorno viciado que no duda en proporcionarle dolorosa tortura sin importarle lo más mínimo su aniquilación. Quien ha visto capítulos de Calimero sabe de qué hablo. Pero el protagonista tiene sus razones para dejarse explotar, aunque no las compartamos. Y es esta exploración de la capacidad de resistencia del alma humana la que nos tiene atornillados a la butaca durante tres horas.

Hasta que llega el final, que, como no, es polémico. Von Trier acostumbra a acabar con una traca, y ésta puede cobrar la forma de implosión o de explosión. No diré más, pero es que parece que yo estoy abonado a creer que en los films del danés otro final es posible. Lo que sin duda manifiesta la película es el profundo odio que siente el autor hacia una comunidad consentida acostumbrada a violar la ley a su antojo mientras se hinchan la boca de moral para defenderse y autojustificarse. Su nombre completo: Estados Unidos de América.

Conclusión: una película para ver en compañía y debatirla durante largo rato a la salida del cine. Considerando los tiempos que corren, es el mejor elogio que se puede hacer de un trabajo artístico.