Freak Out!

The Mothers of Invention

The Mothers of Invention - Freak Out!

Frank Zappa sabe hacer reír hasta con una hoja promocional. El libro interior que acompaña al CD es sin duda el más divertido que he encontrado nunca. Las fotos de la portada y la contraportada parecen las de una banda de forajidos. Y sin embargo, el contenido del CD es cosa muy seria. Intentaré dedicar un párrafo a cada cara del doble vinilo original, a ver qué sale.

“Hungry Freaks, Daddy” es bastante reivindicable. Su corrosiva letra (Mister America intenta ocultar su vacío ante una generación joven degenerada) es acompañada por unos riffs de bajo y unas notas de vibráfono machacones, y cuenta con un notable solo de guitarra. A pesar de todo, es una canción pop. “I Ain’t Got No Heart” es una genial anti-canción romántica: un hombre rechaza comprometerse con una mujer particularmente obstinada. Me encantan sus fanfarrias y me agrada su final demencial. “Who Are the Brain Police?” es simplemente única: su coro de desquiciados, sus reverberaciones, su puente acelerado sin aparente propósito, su mosqueante solo de kazoo al final. “Go Cry on Somebody Else’s Shoulder” recupera el tema del rechazo a una persona que ama en el chocante formato del doo wop. “Motherly Love” es un chiste privado sobre el grupo y el sexo con las groupies, sin mucho más que rascar. “How Could I Be Such a Fool?” es una canción sobre un hombre que sale de una relación amarga a ritmo de vals, extraña pero a su vez accesible.

“Vowee Zowee” recupera el doo wop para narrar de forma divertida, xilófono incluído, el amor de quien está tan inflamado que puede pasar por alto la falta de higiene de la chica en cuestión. “You Didn’t Try to Call Me” es bastante compleja, pero es muy atractiva por la cantidad y la calidad de las propuestas melódicas que contiene. “Any Way the Wind Blows” es quizá la más fácilmente tarareable de todo el álbum, un adorable tema sobre un tipo diciéndole a una chica que la deja por otra… mejor. Todo corazón, el señor Zappa. “I’m Not Satisfied” recupera algunas formas de “Hungry Freaks, Daddy” para hablar de la insatisfacción con la propia vida que uno tiene, un material para cualquier tiempo y lugar. “You’re Probably Wondering Why I’m Here” es una canción pop que puede asaltar el propio cerebro en cualquier momento, gracias a sus coros (aunque la memoria tiende a borrar el inevitable kazoo).

“Trouble Every Day” arranca con un riff de guitarra irresistible. Frank Zappa asume el liderazgo vocal y carga contra el racismo, contra las protestas violentas y contra la forma en que los medios de comunicación trataban este tipo de cuestiones en aquel momento (mitad de los 1960s). Siendo una canción rock de tema coyuntural, sigue funcionando bastante bien. “Help, I’m a Rock” consta de unos acordes repetidos hasta la saciedad, en los que se introducen fragmentos hablados, voces fantasmales, jadeos sexuales y notas de piano, produciendo un efecto entre irritante e hipnótico. “It Can’t Happen Here” es como la resaca de una fiesta en un piso destartalado, totalmente informe, con melodías inacabadas y truncadas por multitud de voces.

Esta sensación de que han dejado a varios freaks desatados por el estudio de grabación continúa con “The Return of the Son of Monster Magnet”, fruto del gusto de Zappa por las películas de terror de bajo presupuesto y por el uso algo rudimentario de técnicas de collage sonoro. Más de doce minutos de vuelo libre que pueden ahuyentar al 95% de los oyentes, pero que tienen el encanto de lo libérrimo. Se desconoce si esta jam tiene algún sentido, o incluso si es necesario buscárselo.

A nivel personal, Freaking Out es un proceso por el que el individuo se deshace de modelos anticuados y limitadores de pensamiento, vestuario y protocolo social para expresar CREATIVAMENTE su entorno inmediato y la estructura social como un todo. Algunas personas poco perceptivas se han referido a los que hemos escogido esta forma de pensar y de SENTIR como “Freaks”, de aquí la expresión: Freaking Out”. Traduzco las palabras que salen en el libreto del CD pensando que podrían ser firmadas por mucha gente, desde los dadaístas hasta Lady Gaga. La gracia es que una banda debutante no sólo lo diga, sino que además lo demuestre.

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Child Is Father to the Man

Blood, Sweat & Tears

Blood, Sweat & Tears - "Child Is Father to the Man"

Una campanilla y un conjunto de cuerda dan la bienvenida a una nueva experiencia. Al poco se empiezan a oír, lejanas y casi enjauladas, las risas histéricas de un individuo. ¿Mujer? ¿Hombre? En los créditos del CD está escrito que la persona que ríe quiere permanecer en el anonimato... “Overture” es un tema pintoresco, que acaba con un coro que canta a la vez un rotundo “Yeah” antes de que se oiga una última risa de pájaro tropical: es el pórtico de entrada de “Child Is Father to the Man”.

Inmediatamente llegan las primeras notas de un tema maravilloso que combina blues-rock con jazz y coros de música negra: “I Love You More Than You’ll Ever Know”, canción sobre el amor devoto. La voz de Al Kooper oscila entre la seguridad y el rapto apasionado en una melodía que huele a clásico por los cuatro costados Brilla la frase “puedo ser presidente de la General Motors o un minúsculo grano de arena”, ya que en el año 2009 ha perdido parte de su valor comparativo, de lo más alto a lo más bajo.

“Morning Glory”, tema prestado de Tim Buckley, empieza con un irresistible aire jazz al que acude Al Kooper con sus juguetones teclados marca de la casa. Aquí canta Steve Katz, con un fraseo encantador, cosiendo un tema que recoge mil y una influencias y texturas. La sigue “My Days Are Numbered”, uno de esas canciones que suenan como una sintonía de serie policíaca setentera, excepto cuando llega el estribillo. Aquí se rompe la línea melódica y se eleva otra menos animada pero sin duda cautivadora. El puente también tiene su miga: brillante guitarra psicodélica y sección de viento en fanfarria. Pocos dirían que bajo tanto ornamento se encuentra la desesperación ante el amor perdido y la soledad, pero vale la pena igualmente.

“Without Her”, un original de Harry Nilsson, juega con unos ritmos tipo lounge-bossanova antes de que se introduzca una melodía vocal con similitudes a una de las esbozadas en “Overture”. “Just One Smile”, un tema sobre la dificultad de la reconciliación, cerraba la cara A del disco por todo lo alto a nivel instrumental.

Al ser un trabajo pensado para que cambiaras la cara del vinilo, la transición entre “Just One Smile” y “I Can’t Quite Her” no me parece del todo lograda en formato CD. Sin embargo, “I Can’t Quite Her” es una canción enorme por sí sola, con Al Kooper clamando sobre su adictiva dependencia del amor de una mujer, con la compañía de un coro soul, de una guitarra psicodélica, de unos toques de jazz, todos sumando, complementándose, sucediéndose en un orden delicioso.

“Meagan’s Gypsy Eyes” parece una joya arrancada por Steve Katz a la Incredible String Band o a Richard Thompson. Al Kooper saca de su órgano sonidos de una ingenuidad angelical mientras la batería tiene un ritmo de marcha sin llegar a ser machacón. Tras esta canción, llega “Somethin’ Goin’ On”, el más largo del álbum e inconfundiblemente jazzy, con los solos más extensos y con un adecuado reparto de roles de los músicos. Destaca la guitarra, que se suma a los ecos que procedían de gente como Cream o Jimi Hendrix. Tras eso, viene un tema modesto prologado por unos sonidos de grillos, perros, ovejas, y una voz a lo Pato Donald: “House in the Country”, otro tema que recupera una melodía ya apuntada en la “Overture”. A pesar de esto, “Overture” no puede ser considerado un resumen de melodías del disco a la manera de “I Am the Sea” en “Quadrophenia” (The Who).

La capacidad de sorpresa parece inagotable. “The Modern Adventures of Plato, Diógenes and Freud” olvida la exhuberancia del resto del disco para ser un dramático encuentro entre la voz de Al Kooper y el conjunto de cuerda. La letra es tremendamente críptica, pero eso no impide que sea un tema sobrecogedor. Por eso resulta un alivio “So Much Love / Underture”, que recupera sonoridades ya exploradas por el oyente minutos antes. Tanto es así que el final mezcla de forma brillante un ritmo de batería con la melodía final de “Overture”. Es como la salida de los gimnastas que culminan su ejercicio con una última pirueta, clavan los pies en el suelo, extienden sus brazos y alzan el cuello para ver los aplausos del público. “YEAH”.

Algo tan maravilloso, tanto espíritu genial en comunidad y armonía, no podía durar. Blood, Sweat & Tears siguieron sin Al Kooper. Éste publicó con su nombre un disco parecido a “Child Is Father to the Man” con el desafiante título de “I Stand Alone”. Este trabajo está bien, pero es una lástima. Al Kooper merecería ser algo más que lo que se ve en “No Direction Home”: un señor de aparente ingenuidad que puso los teclados en “Highway 61 Revisited” y “Blonde on Blonde”, y que contribuyó de forma incontestable a la grandeza de “Like a Rolling Stone”. Por casualidad… o no.

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Led Zeppelin IV

Led Zeppelin

Led Zeppelin - IV

Repasar la discografía de Led Zeppelin debe ser un ejercicio obligado en cualquier persona mínimamente interesada en la música popular anglosajona. Ninguna banda de imberbes actual resiste la comparación, ni por carisma, ni por canciones, ni por sonido, ni por trayectoria. ¿Radiohead? ¿R.E.M.? ¿U2? ¿Wilco? Bueno, está bien, aún pululan por ahí grupos con solera, pero ninguno tiene una racha tan impecable como la que va desde “Led Zeppelín I” hasta “Physical Graffiti”. 6 discazos 6. Partiendo de una lectura ruidosa a la vez que equilibrada del blues, consiguieron con cada disco aportar nuevas referencias a su sonido. Siempre fueron consistentes, pero en su cuarta entrega consiguieron un sabor único e inalcanzable.

Encontré al leñador en las estanterías de una emisora local, Ràdio Piera. Así que “Black Dog” fue mi primer contacto consciente con Led Zeppelin. Robert Plant destilando carisma, y Jimmy Page jugueteando con los riffs, ahora me voy, ahora me paro, ahora doy un par de vueltas, ahora Plant empieza a gemir como si le hubieran arrancado un padrastro… De tanto escucharlo se nos ha hecho familiar, pero si lo oyéramos con oídos nuevos quizá pensaríamos que la estructura del tema es complicadísima. Más reconocible es “Rock and Roll”, que hace honor a su nombre con una poderosa sección de batería y unos riffs que parecen prestados de una sesión salvaje de Chuck Berry o Bo Diddley, así como un piano hacia el final que podría pertenecer a Jerry Lee Lewis. Algunos dirán que es previsible, pero este factor de conocimiento y reconocimiento hace que la banda suene más compacta, que Robert Plant juegue con la voz con soltura y con un gran control del tempo del tema.

“The Battle of Evermore” es otra cosa. No sólo porque cambie de tema (el disco ya ha tratado el sexo y la ausencia de sexo), sino por su línea de mandolina. En el Reino Unido ya hacía tiempo que pululaban artistas folk como Donovan, The Incredible String Band o Fairport Convention, y Traffic ya había grabado “John Barleycorn”. Pues bien, nada más conocido que esta canción de atmósfera legendaria, con un final que he repetido centenares de veces en voz alta tras ver cómo la gente se abalanza hacia la comida. Suena como las aves carroñeras en las películas de caballeros y armaduras.

De “Stairway to Heaven” queda poco que decir. Sólo que la escuchen, que disfruten de ese inicio de resonancias medievales, de su tono místico, de su toque de batería a los 4’20”, su cambio de tercio a los 5’35”, su guitarra ondulante, su fiereza a partir de los 6’40”… en suma, con la épica construcción de un tema que de tan reñido con la comercialidad ha pasado a ser un clásico indiscutido del rock.

No sé si lo pretendía en la época, pero “Misty Mountain Hop”, con su crónica de una tarde en el parque con gente con una flor en el pelo, me parece más una pieza irónica de Ray Davies que una invitación a ir a las montañas y encontrar experiencias místicas. En todo caso, esas melodías en oleada arrastran la atención del espectador hacia donde sea.

“Four Sticks”, que trata el tema habitual en Led Zeppelin de la ruptura de la relación (“que me voy yendo”), me transmite dos tipos de sensación. Uno, la fuerza del riff de guitarra inicial. Dos, los intermedios acústicos, de belleza arrebatadora, turbadora. Sería una joya en cualquier otro trabajo, pero aquí pasa casi como desapercibido. “Going to California” retoma la línea acústica, con la esperanza de encontrar a una mujer a quien amar y que haga olvidar los sinsabores del pasado.

Pero el final aún depara una enorme sorpresa, que no todo el mundo conoce. "When the Levee Breaks" empieza con una potente sección rítmica, con unos guitarras que se van alternando, con flujos y reflujos, de forma que cuando Robert Plant empieza a cantar al 1’20”, casi deseas que se aparte del micro. Sin embargo, como por debajo de la entonación del cantante se mantiene todo tal como estaba, pues no sólo no molesta, sino que es miel sobre hojuelas. Por mí el tema podría durar horas, pero no, se cierra con un remate. Si lo oyera en directo, me pondría a berrear como una loca. Daría lo que fuera por haber vivido un directo de Led Zeppelin de aquella época. Y no, el youtube y los DVDs no bastan. No pueden ser bastante.

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Songs of Leonard Cohen

Leonard Cohen

Leonard Cohen - Songs of Leonard Cohen

En el último tramo de la década de los 60, al otro lado del Atlántico, los alaridos y la disonancia emergían por doquier: en el año 1967 ya habían aparecido The Velvet Underground, Jimi Hendrix, Frank Zappa, Captain Beefheart, The Doors o Traffic, Bob Dylan se había electrificado, los británicos The Beatles habían sacado a pasear al Sargento Pepper, etc. Mientras, Judy Collins ya había cantado “Suzanne”.

Dicha canción no era suya, sino que pertenecía a un joven judío canadiense con suficientes posibilidades económicas como para irse a pasar una larga temporada en la isla griega de Hydra. Allí podía estar aislado del magma musical de la época. Cuando Cohen decidió volver a cruzar el charco, Judy Collins acabó convenciéndolo de que interpretara sus propias composiciones. Imagino que el tipo, como le pasó a José Luis Perales, se haría de rogar un poco. Cohen había tocado algo la guitarrita en su temprana adolescencia, cuentan que para impresionar a una chica. Y, de repente, se encontró debutando en el Festival de Newport.

Toda esta larga introducción es para llegar a la siguiente pregunta: ¿qué demonios debía sentir alguien en aquella época al escuchar “Suzanne” en la voz de Leonard Cohen? Ese susurro en la oreja, esos coros espectrales, esos suaves arreglos… y esa letra llena de deseo no consumado. Y es que la literatura muchas veces rellena los huecos de lo que nunca pasó.

“Master Song” se acerca más al plan original de Leonard Cohen de fiar el disco sólo a su voz y su guitarra. Hay letras que no pueden ni deben disfrazarse, y la historia de amor y renuncia que esconde este temazo paraliza el ánimo. En cambio, “Winter Lady” es casi una nana, una forma irresistible de pedirle a una mujer de paso que se quede un poco más junto a un hombre que una vez estuvo bien acompañado hasta que las noches se hicieron más y más frías. Y “The Stranger Song” es un tema devastador para el corazón femenino: muchas han padecido lo mismo que la mujer de la canción que da amor y refugio a un jugador necesitado hasta que éste consigue una carta más alta y la abandona. La cara A del disco se cierra con “Sisters of Mercy”, o cómo un hombre le recomienda a otro que se vaya de putas de la forma más sublime posible.

“So Long, Marianne” es el tema más vestido del disco, con voces femeninas reclamando protagonismo, con una tímida percusión, con una guitarra reclamando su derecho a lucirse, con un texto de imposible amor en la distancia. Otro amor imposible, pero esta vez en la proximidad, es el tema de “Hey, That’s No Way to Say Goodbye”, que nos recuerda que un día Leonard Cohen se esforzó por entonar. Después viene “Stories of the Street”, irresistiblemente dylaniana, maravillosa.

A partir de aquí sólo se puede ir cuesta abajo, aunque sólo sea un poquito. El inicio de “Teachers” parece sacado de un western de serie B, y da paso a un tema de búsqueda constante y poco exitosa de las lecciones del amor. El cierre viene con “One of Us Cannot Be Wrong”, o cómo amar a una mujer fría puede llevar a los hombres a la desesperación, rematada con unos silbidos dulces enlazados con una entonación ebria y chirriante de incierto origen. Igual el sonido de la época se acabó colando en el estudio de grabación de Leonard Cohen, ni que fuera en el último momento. Al fin y al cabo, la intimidad se creó para ser violada. Pero, mientras llega ese momento, apaguen las luces, por favor. Las experiencias religiosas exigen recogimiento.

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Berlin

Lou Reed

Berlin

La elección del mejor disco de Lou Reed debería ser una cosa fácil mirando solamente los tracklists: el álbum que contiene “Vicious”, “Perfect Day”, “Walk on the Wild Side” y “Satellite of Love”, que se compra bajo el nombre de “Transformer”, debería imponerse sin discusión a ningún otro. Entonces, ¿por qué hay tanta gente empecinada en citar a “Berlin” como su favorito del neoyorquino (entre ellos, yo mismo)?

Casi va contra toda lógica: no tiene ninguna canción pasto de radiofórmula, deprime a más no poder, y además es un disco que, más que escucharse, se sufre. Coger el CD de la estantería necesita casi un entrenamiento mental digno de un púgil, del tipo “enfréntate a ‘Berlín’, venga, campeón”.

Y además, cuando finalmente pones el “play”, te salen esas voces distorsionadas, ese cumpleaños feliz amargo, todo un principio espantasuegras… pero las notas del piano te van envolviendo poco a poco, casi acunando. El susurro de Reed apenas llega, estamos en un piano café, casi rodeados de humo… y de repente llega ese organillo de peli de terror de los años 70 que avanza una percusión potente y la producción ampulosa de “Lady Day”, tema sobre la soledad después del aplauso, interpretado con una teatralidad desproporcionada pero no por ello menos intimidante.

Mucho más sencilla y juguetona es “Men of Good Fortune”, la que cito más frecuentemente, por aquello de la división social entre ricos y pobres pero sobre todo por ese momento repleto de cinismo y honda sabiduría que llega cuando, tras una pausa, arrastra el tono y pronuncia desapasionadamente: “…and me, I just don’t care at all”. Me fascina. Play it again, Lou.

“Carolina Says I” empieza casi como la sintonía de una teleserie cómica. En esta canción el narrador expresa su devoción por una mujer que le rechaza al no considerarlo suficientemente hombre. Es una canción que tiene ambición pop, casi parece un descarte erróneo de “Transformer”. “How Do You Think It Feels”, sin embargo, vuelve otra vez a la simplicidad vía voz y piano. Y a ser descorazonadora: la canción que se canta a los que aún no han entrado en el mundo de los eternos “ojalás” para que ni se les ocurra asomar las narices por allí. La canción acaba con la instrumentación a tope de revoluciones, pero vuelve a caer en picado para una intro de percusión levemente ascendente que nos lleva hasta “Oh, Jim”. Dos canciones en una, la primera más luminosa, la segunda más interesante, cuando mirar a través de los ojos del odio alcanza toda su dimensión.

Si a estas alturas ya se está harto del mundo, hay que agarrarse bien, porque llegan curvas. “Caroline Says II” se balancea como una nana, sería digna de cantarse con mechero en alto de no ser por la cantidad de barbaridades que en ella se citan. Y qué decir de “The Kids”: por si no teníamos suficiente con la narración del hecho de que a una mujer le quiten los hijos porque algunos decían que no era una buena madre, llegan esos gritos infantiles... escalofríos me vienen cada vez que los oigo, implorando la presencia materna.

“The Bed” trata sobre un suicidio y sobre cortarse las venas, y ciertamente la interpretación está a la altura de las circunstancias. Lou Reed está bajo mínimos, parece que le cueste entonar una melodía que en manos de cualquier otro sería un rompepistas discotequero. Espero que Albert Pla tome nota de esta idea, ya que buena parte de su carrera parece contenida en “The Bed”. Al final, “Sad Song” despista a cualquiera, con ese arranque típico de un documental sobre la polinización de las flores y la llegada de la primavera, con ese puente guitarrero sacado del David Bowie de la era del glam, esa entonación triste de lo que pudo haber sido y no fue, y ese final orquestal grandilocuente.

Dicho todo esto, el álbum es un despropósito, pero tiene indiscutiblemente ese misterioso encanto de lo irrepetible. Es por eso que en ningún momento, una vez empezado, se te ocurre apretar el botón para avanzar canciones. O se escucha de una tacada o no se escucha. Quizá sea esta la principal razón por la que “Berlin” tenga un encanto especial sobre “Transformer” o sobre cualquier otra obra de este señor de Brooklyn. .

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