miércoles, 7. octubre 2009
Vacaciones en París 2009

MIÉRCOLES 23 SEPTIEMBRE
No sé por qué aún buscamos augurios, por qué queremos anticiparnos al destino, pero es algo que me parece natural. Por eso cuando escuché que el comandante del vuelo se llamaba Victor Hugo pensé: “Cojonudo”. Que fuera portugués daba lo mismo: se llamaba Victor Hugo y me llevaba a París. Las cosas sólo pueden ir bien.

Con una temperatura exterior de 18ºC y bastante sol, pido un plano de París en el aeropuerto de Orly y cojo el Orlybus (bastante lleno, 6’40 euros el viaje). Me saludan los graffiti en el camino hacia la estación de Denfert-Rochereau. Aquí llega mi primer momento de la verdad: hablar en francés con el empleado de la estación. El tipo me pregunta si me moveré por la ciudad, me mira con ojo clínico y me propone comprar por unos 22 euros tickets para 20 viajes. Obedezco sin chistar. Voy cargado con bolsa de mano y maleta con ruedas y apenas me fijo en los carteles de las obras de teatro y del inminente estreno en cines de la película de “Le petit Nicolas”.

En el andén de Denfert-Rochereau se produce un encuentro que sería crucial para el éxito del viaje. Me encuentro perdido y no sé qué combinación de metro seguir para ir a la estación de Jussieu. El mapa colgado en la pared se me hace ininteligible. El plano que me dieron en el aeropuerto de Orly es poco más que un póster plegado. El callejero que me traía de Barcelona está pensado para localizar una estación desde el exterior, pero no para moverse por él laberinto subterráneo que en aquel momento se me hacía indescifrable. Y apareció un ángel. Una joven de entre 25 y 35 años, tez ligeramente tostada, morena con el pelo recogido, mirada serena y firme, bella sin abusar, recibe con agrado mi petición de auxilio. Aprox: “¿Jussieu? Regardez… Prenez la 6 jusqu’à la Place d’Italie et après la 7… Vous voulez ça?”. Era un mapa de las diferentes líneas de metro de París que plegado no era más grande que un mechero. Por supuesto que lo quería. Le di las gracias por ello, pero si llego a saber lo que lo iba a utilizar le hubiera besado los pies allí mismo.

Puesto que aún no es la hora de presentarme en el hotel, mi primer objetivo es la última planta del Instituto del Mundo Árabe. Como tengo hambre, me voy al buffet libre. Allí, admito que sin mucho criterio, me pido lo siguiente: 1 samboussek fromage, 1 fatayers, 1 safiha, 1 baklawa (de 3 piezas) y una botella de agua (esta última me valió dos euros, después resultó ser la más barata del viaje). Y una vez calmado el apetito, disfruté mejor de la vista del Sena que se puede apreciar desde la terraza de la novena planta.

Desde la terraza del Instituto del Mundo Árabe

Desde allí saldría para el hotel, pero no tenía muchas indicaciones. Así que tomé la única referencia conocida y fácilmente identificable: coger el metro hasta Cluny-La Sorbonne y subir por el Boulevard Saint-Michel hasta el cruce con Boulevard Montparnasse. Con más información hubiera cogido otra senda, pero la que tomé me permitió calibrar la concepción del tiempo-espacio de los franceses. Una joven guapa y unas ancianas se preocuparon por mis huesos y me dijeron que lo que buscaba estaba aún muy lejos. Exageraban, porque apenas tardé algo más de media hora en hacer el trayecto. Quizá lo que yo no valoré suficientemente era el hecho de ir cargado, cuesta arriba, con un sol de 3 de la tarde picando con rabia. No importa: llegar al hotel sabe mejor así.

Ya descargado, estoy en disposición de ir a la catedral de Nôtre Dame. Muchísima gente fuera y dentro. A la entrada me da tiempo a leer “Please remove your hat”. Una medida de cortesía mínima y démodé entre una olla de grillos. Aunque fuera luce sol, yo apenas vería nada si no fuera por la luz artificial. Mala señal. La gente contesta al móvil y hace fotos con flash (admito que yo intento sumarme a esto último, pero no me salen bien). No pago por ver el tesoro de la Catedral. Suena música sacra por los altavoces, pero esto más que una catedral parece un plató. La excepción está en una esquina, donde sí se hace un oficio.

Junto al Sena y Nôtre Dame

Salgo de allí con la intención de buscar algún sitio donde cenar. Un amable agente de policía deja sus ocupaciones para indicarme cosas sobre mi callejero, aunque en un momento determinado interrumpe su discurso para dirigir el tráfico ante el inminente paso de una ambulancia con la sirena en marcha. Veo que el restaurante que perseguía ya no está, hay otro con otro nombre, cerrado hasta las 7 de la tarde, pero me parece suficientemente acogedor para detenerme después.

Quiero dar un paseo junto el Sena antes de la… última comida del día. Al pasar por el mismo sitio donde me atendió el amable agente, veo que ha habido un cambio y controla la situación una agente. Los músicos callejeros tocan su repertorio: “La Mer” de Charles Trenet (lo primero que me viene a la cabeza es “Somewhere beyond the sea”) para guitarra y flauta con mucha delicadeza, “Eye of the Tiger” por un conjunto de jazz vocal de jóvenes… Veo a muchos orientales silenciosos y a algunos hispanos (españoles o no) entre lo discreto y lo vociferante.

En el restaurante entro el primero y me enseñan con mimo y calidez la pizarra con el menú. Pido: tartine de camembert, pommes et balsamique au miel, salmón de segundo y crème brulée aux amandes de postre. Para beber pido agua, pero los que van entrando y piden vino tienen conversaciones de denominación de origen y cosecha con la mujer que atiende. Por los altavoces suenan delicadamente Lou Reed, Devendra Banhart, The Strokes, The Kinks y dos canciones de Leonard Cohen (“Suzanne”, “I’m Your Man”). El impulso de comentar a la mujer que dos días antes había visto a Cohen en vivo y en directo es superior a mis fuerzas. Una cena agradable. Tras ella me voy al hotel a buscar la cama. Intento leer unos versos de “Les fleurs du mal” de Charles Baudelaire, pero la ley de la gravedad de la almohada ejerce todo su poder sobre mi cabeza.

JUEVES 24
Me despierto bastante fresco, razonablemente recuperado. Miro el reloj… ¡Son las 5:30! Me obligo a estar más tiempo entre sábanas, hasta las 8. Para no perder tiempo pruebo el desayuno del hotel, algo caro pero adecuado a mis necesidades: zumo de naranja, café con leche, dos croissants (uno de chocolate) y un panecillo para untarlo con mantequilla y/o mermelada de ciruela. Fue mi desayuno en los tres primeros días, los que preveía más intensos.

Salgo con bastante antelación hacia el Centre Pompidou, con la intención de callejear un poco. El metro está bastante lleno. Entre empujones y “je vous en prie”, se entra y sale del vagón sin grandes apuros. En algunas estaciones, la megafonía del metro avisa que hay que prestar atención a la distancia entre el vagón y el andén Pues sí, efectivamente, en esos casos hay que superar un agujero negro intimidante.

Me bajo en la estación de Châtellet-Les Halles, con la promesa de que el Centre Pompidou está relativamente cerca. Pero encontrar la salida de la estación no es tarea para ansiosos. La estación conecta con el Forum des Halles, un centro comercial de varias plantas. Me pierdo entre escaparates hasta que decido subir escaleras, para ver qué pasa, y finalmente encuentro la superficie. Benditos ruidos de los coches. Por la calle hay varios carteles sobre los diferentes muertos en accidente en las calles de París, estimulando a peatones, ciclistas y conductores a cambiar de conducta. Todos van algo más rápido que en Barcelona, pero ni en ese día ni en los sucesivos vi ningún choque ni incidente. Y apenas un par de toques de claxon.

Junto al Centre Pompidou

A falta de unos 20’ para que abra el Centre Pompidou habrá como unas 50 personas esperando su apertura. Voy al quiosco, donde se anuncia una revista erótica y de cine, y compro el primer periódico que veo, “Le Figaro”, por 1,30 euros. Me fijo en una noticia que comentaré después. Antes tengo que quitarme de encima a unas mujeres que, de forma casi agresiva, intentan colarme su publicación previo pago.

Cuando se abre el Centre Pompidou hacen cola unas 200 personas, prácticamente todas más abrigadas que yo. Tampoco es para tanto. Hace fresquito y el aire trae gotas de agua, pero éstas parecen más el rebote prolongado del manguerazo del servicio de limpieza. Ya bajo techo, la venta de tickets funciona de forma bastante eficaz. Decido pasar de exposiciones temporales e ir directamente a las últimas plantas.

En la cuarta está “elles@centrepompidou”, una exhibición de la colección del Centre Pompidou basada en una visión de las mujeres artistas desde el siglo XX hasta la actualidad. Hay un itinerario, seguro, pero no soy capaz de percibirlo y me dejo guiar por mis pasos. Una quincena de jóvenes (mujeres todas ellas) están situadas frente a un cuadro, con sus libretas y lo que necesitan para hacer unos bocetos. La obra es “All Together” de Shirley Jaffe. Aparte de algunos orientales y de mí mismo, me pregunto dónde están los hombres. Algunos otros cuadros también suscitan la atención de jóvenes copistas, en parejas o de forma individual. Me planteo si vale la pena: los ojos se van a los monitores con imágenes en movimiento.

Subo al quinto piso. Me detengo ante “L’algérienne” de Henri Matisse, por su sensación de fortaleza, de personalidad, de carácter. Mira fuera de cuadro con algo de suficiencia. El tiempo no la apremia. Tampoco me pasa desapercibida la sexualidad de “Le petit poisson” de Max Beckmann, uno de esos cuadros en los que, una vez apreciado lo obvio, te empiezas a montar películas sobre qué pensaba el pintor y sobre si los personajes llegarían a algún intercambio en la vida real o no.

4 chicas están en el suelo copiando obras de Fernand Léger en completo silencio, y a unas salas de distancia, tres chicos jóvenes con libretas abiertas están hablando y riendo junto a unos pequeños cuadros de Picasso. A mí me llama más la atención el trabajo de Francis Picabia, con obras como “L’adoration du veau” o “Dresseur d’animaux”. Experimento una sensación de buen rollo irrefrenable al ver la rueda de bicicleta de Marcel Duchamp, y al lado el urinario (ante el que me hago una foto). Y al entrar en otra sala me abalanzo sobre lo que creo que es (y es) una obra de Pollock: “Painting (Silver over Black, White, Yellow and Red)”. Cerca hay otra del mismo autor, “The Deep”. Tras dos horas de caminata, pienso que es el momento de salir.

No tirar nada al orinal”, pone en los lavabos del Centre Pompidou. Su boutique es curiosa y su librería es enorme.

Doy vueltas por las cercanías del Forum des Halles ante la gran cantidad de ofertas para comer barato. Menús grasientos de todo tipo. Más por cansancio de leer pizarras que por auténtica pasión culinaria me siento en una terraza y me pido una lasagne bolognese avec salade. Ce n’est pas français, je sais, mais il fallait manger, d’accord?

Tras trazar un ambicioso plan para desplazarme a la otra punta de la ciudad, a la Torre Eiffel, tomo aire para afrontar una nueva zambullida en los intestinos de Châtellet-des Halles. Todo sale bien y a las 15:05 veo la Torre Eiffel desde un mirador del puente de Bir-Hakeim, ante un sol que se propone con saña recuperar el tiempo perdido tras una mañana plomiza.

Junto a la Torre Eiffel

Hay largas colas para subir a la Torre. Decido ir yo también. Hay dos tarifas, una si quieres hacer el primer tramo con escaleras y otra si quieres hacerlo todo en ascensor. Mi intención es subir algo de escaleras (total, vivo en un décimo piso), pero me confundo y estoy en un pilar, el Norte, donde sólo hay la opción de ascensor. Hacer otra cola sería matador, así que pago religiosamente los 13 euros. Un marcador junto a la taquilla avisa: “saturación posible”.

Tras hacer el cambio de ascensor correspondiente en el segundo piso, nos elevamos hacia la cumbre. “Next stop, paradise!”, dice un turista ante el jolgorio de los suyos. Al salir del ascensor, se aprecia que hay bastante gente pero que se puede caminar bien. En cada una de las aristas del mirador hay un plano con indicaciones sobre los puntos de la ciudad que se pueden ver desde allí. Hay un piso superior enrejado, con vistas maravillosas, pero para conseguir las mejores fotos hay que volver a bajar en ascensor hasta el segundo piso.

No sé cómo se me había ocurrido subir las escaleras andando. Al bajarlas desde el segundo piso, pierdo la cuenta cuando ya llevo más de 500 escalones y aún queda un buen tramo. No recuerdo haberme cansado nunca bajando escaleras como aquí. A las 17:30 salgo del entorno de la Torre Eiffel, esquivando jubilados y vendedores de souvenirs. Tengo otro plan: coger el suburbano e ir a la Place de la Concorde. Allí, distraídamente, empiezo a caminar por el Jardín de las Tulleries. Se ve amplio y cuidado. Bellas jóvenes miran solas un sol alegre de media tarde, una nube negra pasajera, el tráfico de la Plaza… Otra joven grita a mi paso, pero no es “por” mi paso. Lástima, era un proyecto semi-acabado de Lucy Liu. Hay un pequeño lago interior, alrededor del cual hay algunas estatuas y bastantes asientos individuales en los que se aposenta todo tipo de gente: turistas, parisinos, jóvenes, viejos, parejas, solitarios, etc.

Es bastante distraído y decido resolver el problema del hambre por la vía directa, siguiendo el olor y dirigiéndome a un puesto en el que ofrecen crêpes y goffres. Pido una crêpe au chocolat + banane (trozos de plátano fríos con chocolate caliente) por 4 euros y la devoro dentro del Jardin. Me quedo allí el resto de la tarde. Una fotógrafa planta su trípode cerca de mi posición. Los dos vemos cómo unas nubes tapan la puesta de sol junto a la Torre Eiffel.

La noticia que me había llamado la atención de “Le Figaro” era un sondeo encargado por el propio periódico en el que se decía que uno de cada 3 franceses sueña con escribir. El 3% ya habían escrito como mínimo un libro, y 1,4 millones de personas poseían ya un manuscrito. La principal motivación para escribir es el simple placer de hacerlo (34%), por delante de conservar la memoria o la historia de la familia (21%). Por lo que respecta a hábitos de lectura, un 15% de los franceses afirma leer más de 15 libros por año, y el grupo mayor (34%) está entre los que leen de uno a 5 libros por año. Antes de anotar los resultados de este sondeo yo ya me había percatado de la cantidad de librerías que hay en las calles exponiendo sus mercancías.

VIERNES 25
En la cinta transportadora de un trasbordo en la estación de Châtellet-Les Halles me adelantan hasta las abuelas (sin bastón, yo también tengo mi orgullo). La gente va muy muy rápida y tengo verdaderos problemas para subirme al vagón que me llevará hasta el Museo del Louvre. Veo que no encuentro la manera de subir a la superficie, pero gracias al personal de limpieza de la estación descubro que no hace falta: se puede entrar en el Louvre sin ver la luz solar. Lo que es una lástima. Son las 9, la hora de abrir, y ya hay bastante cola. Me sitúo en ella y en apenas 10” ya tengo un grupo de más de 50 personas detrás de mí. Pero sólo es una cola de entrada: el ticket se expende en máquinas, en “electroduendes”. Hay una exposición temporal, “Rivalités à Venise: Titien, Tintoret, Véronèse” que no pinta nada mal, pero voy al paquete básico. Eso supone pagar 9 euros. Paso nuevamente de las guías y me dedico a deambular por las salas. Junto a las Cariátides me piden que les haga una foto dos señoras muy alegres de Sant Just Desvern y Esplugues de Llobregat.

Le pierdo el respeto a tanta piedra y tanto lienzo y me empiezo a hacer preguntas: la gente que tenía tiempo para aprender a tallar piedras y pintar, ¿cómo sorteaban las enfermedades?, ¿en qué ocupaban el resto del tiempo? Esta mujer oriental que ve un cuadro de pintura italiana, ¿qué piensa al ver a unas figuras humanas con aureolas sobre la cabeza? Los chicos que toman nota de la charla de un guía, ¿qué harán con ese material? ¿Quién les puede exigir una redacción del tipo ‘Mi visita al Louvre’? Para hacer un trabajo que valga la pena harían falta dos vidas enteras…

A las 10:45 estoy en la Sala de la Gioconda. A ojímetro, creo que hay unas doscientas personas alrededor del cuadro, rodeado de un perímetro de seguridad enorme. Intento hacerme una foto yo solo, pero una chica bonita probablemente china se ofrece a ayudarme y le doy las gracias.

El bisbiseo de los aparatos de radio-guía no es muy molesto, pero si se ponen a tu lado parece un ataque furioso de mosquitos. De no ser por una mujer que se han plantado delante con un caballete, me hubiera pasado desapercibido el cuadro de Géricault “Le Radeau de la meduse”. Lo recordaba como un cuadro oscuro, pero ¿tanto? Como otros lienzos del museo, está muy ennegrecido, y distingo más formas a través de la fotografía que le hago que no a simple vista. Algo mejor “La liberté guidant au peuple” de Delacroix, próximo al anterior en la misma pared (separados por “Dante et Virgile aux enfers” de Delacroix).

En el segundo piso hay bastante menos gente. Son las 12 de la mañana y me duele de todo, especialmente la espalda y los pies. El tope que el arte tiene para mí debe ser de unas tres horas, supongo, pero me quedo un rato más. Me fijo en los retratos de Vigée Le Brun: son de finales del XVIII pero tienen buen aspecto. Las retratadas miran al pintor-espectador y se aprecia en sus rostros vida y color. Si tuviera una novia, sin duda buscaría a alguien como esta artista para que la retratase. Para mí Vigée Le Brun era una perfecta desconocida, pero mirando en la Wikipedia veo que fue una celebridad en su época. No me extraña.

Seguramente hay más maravillas por encontrar, pero ya he paseado bastante. Justo a la salida del museo veo que no se podía fotografiar con flash. Pues gracias.

En el exterior del Museo del Louvre

Hace un día magnífico para salir a la calle junto a la Pirámide del Louvre y pasear por el Jardin de les Tulleries en dirección al Arco del Triunfo. Justo al atravesar el Jardin un tipo intenta colarme un anillo que finge haber encontrado delante de mí. No sé en qué consiste la trampa, pero consigo esquivarlo. Decido coger una calle a mi derecha, la rue Boissy d’Anglas, y sentarme en un restaurante de comida oriental en la que varios hombres maduros trajeados hablan de negocios, juges, tribunaux y de una societé unipersonelle. El menú degustación del local me place.

Una mujer habla con otro hombre, sin duda refiriéndose a un tercero: “Qu’est-ce que vous pensez? Que la vie est belle tous les jours?”.

Tiene su encanto pasear por los Campos Elíseos pisando las primeras hojas caídas del otoño, con un sol de agosto, viendo las prisas de los parisinos que trabajan. Siento que tengo de todo. Y en esta idílica composición, de repente aparece un burka, es decir, una mujer con esa prenda.

Hago memoria de las etapas finales de los Tour de Francia y experimento cierta sorpresa. En primer lugar, los ciclistas aparentan ir a la misma velocidad cuando ruedan cuesta arriba (en dirección al Arco de Triunfo) que cuando ruedan cuesta abajo, cuando la pendiente no es muy dura pero sí perceptible. Y en segundo lugar, los ciclistas profesionales van por el arcén para evitar el adoquinado, y al hacer yo la prueba veo que en ese espacio de arcén cabe la suma de las medidas de un pie mío de largo y otro de ancho. Es decir, un ciclista pasa por ese estrecho margen a gran velocidad echando sus dientes a suertes.

Los Campos Elíseos son un centro comercial alargado. Mientras intento (sin éxito) hacerme una foto con el Arco de Triunfo al fondo, un señor intente hacerme el truco del anillo otra vez. “Ce n’est pas mien!”, digo mientras me aparto. Qué pesados.

Que en la plaza Charles de Gaulle no haya más accidentes de tráfico es casi un milagro. Los coches vienen de todas partes y van donde quieren, con unos mecanismos de freno y arranque bastante complejos. Parece que haya que mirar delante, detrás y a los dos lados antes de pisar el acelerador. En su centro está el Arco de Triunfo, al que se accede mediante un paso subterráneo. Una vez bajo el arco, impresionan las dimensiones de la bandera francesa y la belleza de la parte interior del techo del Arco.

Ante el Arco de Triunfo

Como volver a hacer los Campos Elíseos en dirección contraria me parece que tendría poca gracia, decido un cambio sobre la marcha, alentado por un nombre que creo escuchar entre la multitud: “Montmartre”. Ya empiezo a sentirme a gusto haciendo trasbordos entre líneas.

Después que ver que los jardines de la Plaza Anvers son un auténtico parque infantil hiperpoblado de niños, papás y monopatines, me doy cuenta de que voy en dirección contraria. Hay que subir por la rue Steinkerque, donde abundan las tiendas de souvenirs. En las escaleras que llevan a la basílica del Sacré-Coeur hay muchísimos estudiantes y jóvenes comiendo bocatas. Desde allí la vista de París corta la respiración. En el exterior suena “La vie en rose” en versión para violín chirriante. En el interior de la basílica se percibe un silencio mayúsculo, un respeto comme il faut.

En Montmartre, ante la basílica del Sacré-Coeur

La idea de seguir caminando dos o 3 horas por Montmartre deja de seducirme cuando al preguntar por la rue Tardieu, varios agentes ignoran dónde está y me envían a un lugar por el que ya he pasado y donde no encuentro lo que buscaba. Además, hoy ya llevo bastante trote.

A la hora de pedir la cena, demuestro no tener ni idea de las dimensiones de las cosas. Entro en un restaurante mordiendo el anzuelo de un camarero atento y solícito. Pido una omelette aux champignons y una pizza catalane (con chorizo picante como elemento destacable). “Vous allez fort!”, me dice el camarero con fingida admiración ante las ganas de comer que supone que tengo. Como las hormonas son así decido mantener mi apuesta y no me arredro ante el tamaño de lo que veo. Comí hasta hincharme el vientre: toda la omelette y más de ¾ partes de la pizza, de sabor discreto ambas. Además, al salir noto un principio de resfriado.

SÁBADO 26
Me despierto a las 5:15 sudando. Tengo la sensación de que mi cuerpo ha hecho bastante limpieza durante la noche. Después del desayuno, no noto ningún síntoma de catarro.

El contraste entre coger un metro por la mañana en día laborable o festivo es brutal. Estoy prácticamente solo en el andén. Me dirijo al Musée d’Orsay.

Delante del Musée d'Orsay

Tras unos titubeos iniciales, motivados por el paso de la tremenda luz de la mañana por los ventanales, atravieso el pasillo central del Museo con la intención de encontrar las escaleras mecánicas que conducen inmediatamente a la quinta planta. Allí también hay un pequeño mirador con una vista excelente del museo, pero aún está bastante vacío. Aun así, oigo que ya han entrado catalanes. Estamos en todas partes.

Dos grupos con guía, uno en inglés y otro en castellano, me van pisando los talones hablando de Degas. Suena un teléfono, y el personal decreta zafarrancho de desconexión: “Le téléphone, s’il vous plaît!”.

Veinte muntos después, la quinta planta ya está bastante llena. Yo ya estoy en la zona de los Van Gogh. Cuando con toda mi ilusión intento hacerme una foto junto a “La chambre de Van Gogh a Arles”, descubro con horror que el flash se activa. Ante la orden del personal de quitar el flash digo inmediatamente “Bien sûr!”. Eso lo dije muy rápido, lo que hizo que no se metieran más conmigo, pero no lo conseguía, la tecla correspondiente no se activaba. Miré el resto de cuadros sin poderme hacer ni una sola foto más. Ahí estaban un par de autorretratos del genial holandés, “La nuit étoilée”, “Portrait du Docteur Paul Gachet”, etc.

Un cuadro de Toulouse-Lautrec, « La danse au Moulin Rouge », está semioculto y tan iluminado por una ventana que es muy difícil distinguir nada en él. Sobre Renoir, hay un aviso de que justo la semana anterior se llevaron sus obras mayores para exponerlas por un tiempo en las Galleries Nationales, Grand Palais. Junto a “L’enfant au chat” hay una copista que tiene su cuadro casi acabado pero sin el gato ni el rostro de ella (faltan ojos, nariz y boca). Si dejara el cuadro así sería una obra de lo más inquietante.

En el cuarto piso hay dos salas. Gracias a lo visto en la planta quinta, juego a descubrir qué pintor hizo qué, y acierto varias veces. En el tercer piso está la Galerie Chat Noir, en la que hay adorables figuras del teatro de sombras: un ejército, señores a caballo, damas en apuros, negros salvajes…

Merece una visita la Sala de Fiestas del Musée d’Orsay. Cuando la veo está casi vacía, pero es fácil imaginarse en ese escenario un baile como el del final de “Il Gattopardo”, cogiendo por la cintura a la mujer más bella y recorriendo el perímetro de la sala ejecutando pasos de vals.

Por mi lado pasa una renacuaja haciendo fotos de todo. Sin criterio, pero puede hacerlas, no tiene flash. Grñ.

En la planta baja me llaman la atención los cuadros de Carolus Duran “Le convalescent” y “La dame au gant”. En ambos percibo la sensación de que los retratados van a hacer algo decisivo en los segundos siguientes, y me quedo embobado mirándolos.

Me vuelvo a acordar de la madre de todos los flashes cuando me acerco a “Le dejeuner sur l’herbe” de Manet. Vuelvo a probar la cámara… ¡y responde! ¡Por fin! Reprimo un poco la euforia porque el cuadro que tengo enfrente merece un gran respeto, me parece magnético… ¡Pero he de subir urgentemente al quinto piso! La contención vale la pena, para ver el “Angelus du soir” de Millet, que creo que está en un sitio poco destacado del museo.

Las fotos que finalmente hago junto a los Van Gogh están mal enfocadas, entre demasiada gente… ¡pero son mías!

Aunque doy un poco de vuelta, el restaurante la Frégate está muy cerca del Musée d’Orsay. El nombre lo pongo porque mereció la pena: soupe à l’oignon gratinée, blanquette de veau à l’ancienne (et Riz Basmati), y de postre tarte aux pommes maison. Tremendo, de esas comidas en las que te entristece ver que el plato ya está vacío. El menú sale por unos 30 euros, y a eso hay que añadirle el precio del agua, 4,80 euros más.

Me dirijo a la explanada de les Invalides siguiendo el curso del río Sena. A lo largo de este breve paseo veo a 3 pintores mostrando sus obras en la calle. A mano izquierda hay un claro y mis ojos se maravillan ante la longitud de la explanada de les Invalides. Hay mucho césped, y en él están los jóvenes haciendo el lagarto. Esquivo a unos activistas que denuncian los bombardeos a la población tamil en Sri Lanka. Varios grupos están jugando a fútbol con mochilas como improvisados palos de portería. Son las 15:30 e, insisto, hace bastante sol. Tras varios días caminando a estas horas, tengo la cara bastante enrojecida. No venía preparado para este tiempo, la verdad.

Junto a la fachada de Les Invalides, en la parte opuesta a la explanada

Una vez dentro de Les Invalides veo el magnífico patio interior, pero no me apetece entrar ni en el Musée des Plans Reliefs ni en la exposición de armas y armaduras antiguas. Desde ese patio me fascina ver tantos cañones, y pensar cómo antes eran necesarios aparatos como éstos para conquistar la gloria, los territorios y sus riquezas, pasando por encima de las fuerzas enemigas (que también defendían lo que creyeran que era suyo). Un paseo por Les Invalides me reconcilia con nuestra actual civilización.

Al salir y desandar el camino andado, no puedo evitar una gran sonrisa al ver un cartel en la explanada que pone: “Juego de balón estrictamente prohibido”. Sí, claro, claro… Reconozco a algunos futbolistas, que ya estaban jugando una hora antes con todo este calor. Qué moral.

Sin ninguna intención clara, me voy a dar una vuelta por Montparnasse. Gracias al subterráneo, los franceses saben que Mika ha sacado un nuevo álbum este mes. Mira qué bien. Ya en la superficie, el Montparnasse parece haber de todo menos turistas. Un centro comercial, un tiovivo donde suena la sintonía en francés de “Los pitufos”, un mercadillo con ropa y joyería, un multisalas donde no me acabo de animar a ver el film de Ang Lee sobre Woodstock... Estoy algo timorato, porque tampoco me compro una copia en DVD de “Shaolin Soccer”… Camino y llego hasta el cementerio de Montparnasse, donde reposan los restos de Charles Baudelaire, pero ya ha cerrado por ese día. Planifico que acudiré la tarde del día siguiente.

Siguiendo mi camino me cruzo con una joven nada fea, acompañada de otra chica, que me para y me pregunta si tengo dinero. Salgo de allí dejándolas con la palabra en la boca, ella se ríe y especula: “il est américain…”. En base a esto, llego a dos conclusiones. Una, debo estar rojo como un tomate por tanta caminata. Dos, los parisinos son unos grandes sacacuartos. Este último elemento hace que me fije en la calle siguiente en un supermercado Franprix, una especie de Día o Schlecker de allí, y por cuatro euros soluciono mi cena de esa noche y mi desayuno del día siguiente. Zumo y galletas de chocolate.

DOMINGO 27
Ninguna cola me guiará hasta la entrada del museo Rodin, pero por suerte me topo con él a la salida de la estación de metro. Una vez pagada la entrada (6 euros), se accede a un jardín. Sin mapa ni nada, inspirado por la magia del trabajo del jardinero, me desplazo a la derecha y acabo en un pasillo en el que al final veo por primera vez de cerca la estatua de “El pensador”. Aquí paso un rato tranquilo haciéndome fotos desde varias perspectivas, en un remanso de paz. Entrando a la izquierda identifico “Los burgueses de Calais” y “La puerta del infierno”. Ante tanta maravilla me pregunto qué le pasa a las estatuas cuando llueve o graniza. ¿Hay algún plan de cubrimiento, de evacuación?

Frente a la estatua de Rodin "El pensador"

Al otro lado del edificio del museo el jardín se alarga en su belleza. Hay más bellas esculturas entre setos bien cortados. En un extremo hay una cafetería. No se me ocurre un lugar más cool para desayunar.

En el interior del edificio del Museo Rodin hay también estatuas de otros autores, pero a estas alturas de viaje ya me guío más por el reconocimiento que por el conocimiento. Tan atento como estaba yo ante “San Juan Bautista” ni me di cuenta de que tenía al lado “Hombre andando”, que no me acabó de seducir tan de cerca. Otra cosa es “El beso”, excelente en su sensación de movimiento interrumpido en el instante decisivo. Subo al primer piso donde hay más cosas bonitas de ver, pero tras lo contemplado anteriormente lo expuesto parece una colección de figuritas para modelar.

Doy aún un último paseo por el jardín exterior. Ante la estatua “Balzac”, casi me arrodillo. Pero un niño que apenas me llega a la cintura repite: “il est mort, il est mort!”. Angelico criatura. Balzac está muy vivo, como gran maestro.

Con gusto me hubiera comprado unos “pensadores” de plástico en la tienda del museo, pero lo más parecido que había era una reproducción tipo pisapapeles en plomo. “Combien ça coûte?”. “Quatre-vingt quinze euros”. “Merci”. Giro la cara para que no vea mi turbación: ¡95 euros! No me parece buena idea comprar magnetos de nevera por 5 euros. La combinación del buen gusto con el consumo de masas no siempre es fácil… Así que para buscar souvenirs para la familia me voy a los exteriores de Châtellet-Les Halles, pensando que me costaría menos orientarme en la segunda ocasión. Craso error. Salgo más rápido pero por una salida que no tengo localizada. El comodín de la chica guapa esta vez no funciona, así que recurro al callejero. Por suerte tardo poco en localizar dónde estoy y en dirigirme a los alrededores del Centre Pompidou. Allí compro unas camisetas de “I love Paris”. No me encuentro nada cómodo en este tipo de situaciones.

Me voy a los alrededores de Saint-Michel, donde hay restaurantes a cada paso de todo tipo, muchos de ellos anunciados como “Cuisine traditionelle”. Me da por probar uno de menú de 10 euros, bebida aparte: crêpe au jambon, boeuf Bourguignon y de postre tarte aux pommes (anunciada como Tarte du jour). Comida discreta y funcional. En esa calle se hace fotos una pareja japonesa de recién casados (¿¿se visten igual que nosotros??).

El sol inmisericorde también llega al cementerio de Montparnasse, donde reposan los restos de Julio Cortázar, Guy de Maupassant, Marguerite Duras, Samuel Beckett, Jean-Paul Sartre, Simona de Beauvoir, Serge Gainsbourg, Charles Baudelaire, etc. A la entrada hay un mapa donde a cada famoso se le adjudica un número que permite su pronta localización. La tumba de Sartre y De Beauvoir es fácil de localizar, está muy cerca de la entrada al cementerio, a la derecha. Por supuesto, hay muchas tumbas de familias sin tanto renombre, algunas de ellas muy bien cuidadas, con flores frescas, otras con capilla propia. Me da un poco de reparo hacer el capullo ante la tumba de Baudelaire, pero saco mi libro de “Les fleurs du mal” y me hago la foto con él ante la tumba de su autor. La afluencia de visitantes es un lento goteo constante, así que me ahorro hacer alguna tontería más, como leer algún pasaje (por ejemplo : ”Qui, comme moi, meurt dans la solitude, / et que le Temps, injurieux vieillard, / chaque jour frotte avec son aile rude… / Noir assassin de la Vie et de l’Art, / tu ne tueras jamais dans ma mémoire / celle qui fut mon plaisir et ma gloire!”). Mejor que sólo se oigan los pasos de los visitantes y los graznidos de algunos pajarracos.

Junto a la tumba de Charles Baudelaire

La tumba de Serge Gainsbourg es algo más transitada y los que la miran se quedan más tiempo. Espero varios minutos antes de apretar el disparador de la cámara. Después sigo paseando Sigo viendo lápidas de todo tipo. Algunas tienen las letras muy gastadas y el panorama me hace pensar en la tumba sin nombre de la escena final de “El bueno, el feo y el malo”. Unas hojas de otoño se arrinconan a los lados del camino. En suma, el cementerio de Montparnasse es en esencia como cualquier otro, sólo que recibe bastantes turistas más.

Vuelvo ante la tumba de Baudelaire. Cerca hay una fuente donde algunas mujeres están llenando botellas y garrafas para regar las flores de las tumbas. Encima de la lápida de la de Baudelaire han dejado una nota manuscrita bajo una flor, una hoja de libreta arrancada aún con sus flecos, que fotografío justo cuando una campanilla avisa de que cerrarán el cementerio en 5 minutos, a las 18:00. En la puerta, un funcionario tira de una cadena para que suene otra campana grande como una cabeza humana. Al salir miro mi cámara para saber qué ponía la nota misteriosa… y está escrita en un idioma que desconozco. Maldición.

Vuelvo a la Frégate para darme un homenaje. Incluso me siento en la misma mesa. Esta vez no pido menú: filets de hangris, pommes à l’huile; dos de saumon cuit à l’unilateralle au sel de Guerande, tagliatelles ; y de postre coupe de framboises crème frêche. Quizá traía menos hambre que la vez anterior y es como si me supera menos rico, pero sin duda es una buena cena. El camarero del restaurante resulta ser un fotógrafo que me pasa un anuncio de su exposición sobre Vietnam y Camboya (su padre es vietnamita). Desde mi mesa veo cómo a las 8, suavemente, se encienden las farolas sobre los puentes del Sena. Por debajo, una vez he salido del local, puedo entretenerme un rato viendo pasar barcos muy iluminados en un río oscurecido.

LUNES 28
Me da tiempo a desayunar dos croissants y un café con leche en el mismo bar donde no me acabé la pizza catalane.

Hay una parada de RER que pone Orly, pero cualquiera se aventura con la maleta gorda. Decido recorrer a la inversa el trayecto en el que vine, con el Orlybus que sale de la estación de Denfert-Rochereau. Para llegar allí, consumo el último de los 20 billetes que compré cuando empecé el viaje. El tipo de la estación la clavó. Mientras tanto, aparte de una amable anciana francesa que se siente enfrente de mí, en el autobús sólo oigo hablar castellano. En voz alta.

... Comment

  

on 8/10/09 19:46, annagorchs añadió:

Enveja....

No saps quina enveja em fas... però que quedi clar que és enveja sana eh! ;)


 
 9/10/09 0:18, Javi añadió:

Queda molt clar.. què guapa que ets!


  
on 31/10/09 19:20, trapa añadió:

Muy tarde, lo sé, pero no quería dejar pasar la ocasión de decirte: olé y anda que no te cundió la visita. Y ese sol, uff. Me ha encantado tu periplo


 
 1/11/09 22:59, Javi añadió:

Quiero destacar públicamente tu contribución al éxito de este viaje, por tus sabios consejos. Muchísimas gracias.


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