Cuando voy a una tienda que no entraré a especificar, siempre está de dependienta la misma chica. Por no sé qué mecanismos de la memoria, no me acuerdo de ella cuando salgo con lo que fui a comprar. Sin embargo, en su interior, de la tienda, no puedo apartar la vista del escote de su camisa, de ella, cuidadosamente desabotonada hasta el límite entre lo insinuante y lo provocativo. Es guapa, rubia, con voz agradable y con un tono que inspira seguridad. Hoy me acuerdo de ella porque mientras estaba comprando me ha llamado un amigo al móvil. Así pues, se produjo un babeo interruptus. Y al salir, esta vez sí, me acordé de ella, y es por ello que escribo estas líneas. Para demostrar que sólo me quedo tranquilo cuando llego al final de las cosas. Es decir, cuando salgo con la factura en el bolsillo y el instinto cazador saciado.

Paseaba distraídamente por la exposición, sin acabar de sentirse atraído por las fotos y por su contenido: cuerpos desnudos. Planos enteros, primeros planos, planos detalle, planos conjuntos de colectivos, pechos vistos desde abajo, desde arriba, de perfil, culos acostados, sentados, piernas en movimiento, extendidas, sexo a la vista, insinuado, representado... Sin embargo, entre una foto de grupo en la que varias personas saludaban desde un balcón a una masa entusiasta, y una mujer vista de espaldas con un móvil en la mano, algo atrajo su atención. Una foto de un disquete de ordenador. ¿Qué hacía ahí? ¿Representaba acaso algo, qué sé yo, el atractivo de lo no visto y oculto en su interior, la memoria que nos ayuda a prolongar la existencia de la belleza, es un nuevo instrumento de placeres desconocidos, es una obra olvidada de una pasada exposicíón o el anuncio de una próxima?

El alcohol y el cansancio estaban haciendo mella en mí a esas horas de la madrugada, pero estaba convencido de que no había sido yo quien había pulsado el botón de mi piso en el ascensor. No había nadie más, pero ahí estaba la lucecita en el piso correcto, el mío. Efectivamente, el ascensor se puso en marcha y se detuvo en mi piso. Decidí no ocupar los pensamientos con ese detalle, total, sería algún curioso problema electrónico. Y lo olvidé rápidamente porque la puerta de mi casa estaba abierta. ¡Diantre, los bosnios! Ya estaba marcando el número de la policía en el móvil cuando, con un tembloroso pie pasando la puerta, metí la nariz, y me di cuenta, vía estímulos visuales y olfativos, que todo estaba como yo lo dejé. Di un rodeo, y sí, todo estaba bien. Vaya, hombre, y yo faltando a un pueblo respetable. Cerré la puerta, me lavé las manos, fui hacia el televisor, lo encendí. Vi que en el prime-time de TVE estaba empezando a emitir... ¡“Carta de una desconocida” de Max Ophuls! No puede ser. Con lo que me apetecía volver a verla... Un momento, estaba seguro de que este film no estaba programado, hubiera comprado una cinta de vídeo para grabarlo. La guía de la tele indicaba que había partido del Madrid de la Champions League... estaba pasando algo. Creí que era un golpe de suerte. De hecho, pensé, podría aprovechar... debería aprovechar... ¡aprovecha! Jean Fontaine podía esperar cuando estaba en juego ligar con la vecina del séptimo. Sí, debía ser en aquel momento, tal vez no se volvieran a repetir unas condiciones tan favorables. Bajé las escaleras a todo correr. No hizo falta pulsar su timbre, la puerta estaba abierta, esperé en el umbral unos segundos pero me decidí a entrar, el miembro empezó a coger una mala postura en el interior del calzoncillo y me incomodaba, pero yo sonreía como un vendedor cuando la vi. Estirada sobre una cama, pobremente iluminada, escasamente vestida, se acariciaba una pierna. Por supuesto, al cabo de unos minutos yo estaba rugiendo como un animaaaalrrrrgghh, rrraaaaarrrrrgh, rraaaaaaaarrrgh. Ella ya os contará su versión de cómo se lo estaba pasando, pero yo estaba en el más alláaaaarrrrrrgh, rraaaaarrgh, oooorrrrrrgggg. Lo que no podía saber era que cruzar esas puertas había sido muy fácil, pero que para volver a salir de las mismas tendría que comerme una parte de mi propio cuerpo.

-I’m taking the dog for a walk.
-Ok, my dear.
Este breve diálogo esconde en algunos casos una práctica conocida con el nombre de “dogging”, consistente en practicar sexo al aire libre o en coches aparcados frente a extraños (que miran o participan). Internet ha facilitado su difusión en Inglaterra, e incluso la publicación de listas de parques en los que se puede ir a gozarla. Algunos parecen que hasta se lo toman en serio, llevando camuflaje, escribiendo diarios sobre sus experiencias, utilizando un código propio (preferentemente con las luces del coche)... en fin, la historia de todos y de cada uno, la búsqueda de una secta en la que poder expresarnos con la seguridad de ser comprendidos. Como cabía esperar, las autoridades están que trinan: los parques se quedan hechos una penita, con condones, lubricantes, etc.; las prostitutas se desplazan hacia estas zonas; se transmiten enfermedades... Y yo me pregunto: ¿y dónde dejan a los perros?

Oh, sí, yo estaba contigo y, oh, sí, yo estaba temblando. Oh, sí, me llevaste a tu piso y oh, sí, tu padre estaba en el baño. Oh, sí, se cayó en la bañera y, oh, sí, se dio un golpe en la cabeza. Uuuuaaaaah, uuuuuaaaaah.