Mientras la cámara de la grúa del plató amplía el plano, los presentadores ríen antes de que se acaben los créditos, a micro cerrado.

B: ¡Dos muertos en todo el informativo, qué mierda...! Nos habrán superado en share hasta las municipales.

V: Jejejeje, pues anda que el de deportes, que sólo ha sacado a jugadores haciendo estiramientos... ¿por qué no has puesto un refrito de Kournikova?
L: Podría ser peor. Dile a tu peluquera que se esmere, cada vez que pronuncias la palabra “periodismo” se te ponen los pelos delante de los ojos.

B: Y a ti cuando hablas de imparcialidad te crece la nariz.

L: Y a ti cuando hablamos de Serena Williams te crece la...

B: ¡Y a ti también!

L: Y a la lesbiana de ahí le pone a mil.

V: ¡Eh, eh, eso no tiene nada que ver con el informativo!

B: Tú vigila, que como sigamos en esta línea, o hablamos de eso o nos quemamos a lo bonzo.

V: Con audiencia... pero fugaz.

B: Fugaz pero con audiencia.

Estando un día en el campo y viniéndome un reconocible apretujón, busqué un lugar discreto e inicié mis deposiciones. Lo primero que me extrañó fue que las moscas que disfrutaban de una boñiga vecina no estuvieron muy interesadas en acudir al nuevo bungalow que yo les edificaba. El siguiente dato curioso fue que al pasar el papel higiénico, en vez de lo acostumbrado, aparecieron ante mis ojos unos polvillos refulgentes. Pero lo que me hizo girar definitivamente fue el hecho de que un colega graciosillo, que había filmado tan bucólica postal, estaba ante mí boquiabierto con un dedo apuntando hacia el suelo que había detrás mío. Y entonces lo vi: había cagado oro. Sí, amigas y amigos. Una habilidad que provocó la llegada de otros moscones aún más grandes que los de las boñigas. Incluso se instaló una microcámara en el fondo de mi taza, que enviaba imágenes a una emisora de pago 24 horas. Sí, con repeticiones.

Una piedra se había pasado toda la eternidad feliz. Había conseguido un apartamento con vistas a un barranco, bien cubierta por otras rocas, y se alegraba al poder ver desde su particular mirador a las avecillas silvestres. Después llegaron los humanos, que buscaban guarida en las rocas, ya fuera solos o en pareja. Le encantaba el sonido de sus voces, o sus jadeos, dependía de los visitantes. Y cuando algunos empezaban a gritar para provocar el eco, la piedra se sentía como si estuviera en un palco de la ópera. Qué efecto, qué música. Sin embargo, los humanos se multiplicaron y la piedra ahora tiene tantos vecinos chillones que el eco no es más que un agudo acople que le chirría en los oídos. A Eco le deben estar metiendo el cuchillo en el cuello, como a una cerda, por muy ninfa que sea.