El paso del Pentateuco a los Libros Proféticos refleja un cambio de mentalidad y un cambio de redactor. Por así decirlo, el relato pasa de estar en manos del jefe de prensa de Moisés a las de alguien con estudios, con voluntad de ser cronista de guerra, cartógrafo y registrador de la propiedad. Y aunque continúa la obsesión de mantener el pueblo unido mediante la adoración de un único Dios, se procura resolver algunos de los problemas apuntados en los capítulos precedentes.

Para empezar, se reconoce que la conquista de la tierra prometida no es completa y presenta dificultades e incluso se detalla alguna pequeña derrota militar. Se reitera que, allí donde vencieron los israelitas, no dejaron ningún superviviente, y allí donde no pudieron doblegar a sus oponentes, les aplicaron contribuciones forzosas o, en el caso particular de unos hivitas, se pactó con ellos que se dedcaran, a perpetuidad, a proveer de leña y agua el templo del Señor.

Y una vez determinado el espacio a repartir (se incluyen muchos nombres de ciudades y referencias naturales para trazar fronteras), se hace un sorteo entre las tribus, incorporando algunas de las especificaciones que aparecían en el Pentateuco (la herencia del fiel Caleb o la de las hijas de Selofhad, por ejemplo). Aunque mi momento favorito es cuando al final alguien se acuerda de que por fin han de encontrar reposo los huesos de José (hijo de Jacob), que Moisés se llevó de Egipto tal como aparece en el Éxodo. En fin, que casi no he hablado del protagonista del capítulo: Josué fue un líder militar al que también el curso de las aguas (en su caso, del Jordán) ayudó a cimentar su leyenda. Eso sí, nada comparable a la de Moisés, porque el redactor no duda en escribir que a Josué se le notaba la vejez.

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El Deuteronomio es un 'resumen de lo publicado' con algunos elementos nuevos. Se repasa el éxodo, se vuelven a detallar leyes ya conocidas y se insiste en que no se debe adorar a otros dioses. Moisés, de quien se dice que llegó a sus últimos días con vigor y con buena vista, se permite alargar sus discursos culpando al resto de los israelitas de no poder cruzar el Jordán para entrar en la tierra prometida. Eso sí, él mismo admite que a los 120 años no se ve capaz de conducir a su pueblo durante el combate.

Los acontecimientos más importantes son la luz verde divina a la posesión de la tierra de Canaán y la muerte de Moisés. Es el momento de hacer oficial el relevo, que recae en Josué, y de dejar claras las normas, por todos los formatos posibles. Hacia el final, el Señor se revela como compositor de cánticos, pero el resultado no satisface los criterios modernos de estrofa-estribillo, etc.

Queda claro que, aunque la intención inicial de este capítulo era ordenar ideas, hay momentos en que se recupera el formato 'cajón de sastre' para establecer jurisprudencia, como por ejemplo para determinar qué hacer en caso de que un hombre se enamore de una prisionera. Se hace también patente que Moisés, además de profeta, era un dictador de manual de los que piensa que 'después de mí, el diluvio'. Pero también que era un orador eficaz que sabía hacerse entender ante su audiencia, con frases como "hoy te propongo escoger entre la vida y la muerte, entre la felicidad y la desgracia...". Esto lo entiende cualquiera.

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Queda claro que, como ya había dicho, Dios es un gran guerrero. Por ello hace un par de censos para saber de cuántos hombres mayores de 20 años dispone para el ejército. Por ello aplica la norma de eliminar a cualquier disidente, ya sea por amotinamiento, por practicar la idolatría al conocer a mujeres de tribus ajenas o por protestar porque falta comida. Moisés muestra nuevos signos de flaqueza, y como el Señor cree que no sabe transmitir Su santidad, le asegura a Moisés que éste no entrará en la tierra prometida.

Los israelitas practicaban las técnicas de la época para castigar a los pueblos vencidos: matar a los hombres, poner a las mujeres en cautividad, saquear el botín, quemar lo que quedara. Son muy interesantes las negociaciones para repartir convenientemente las tierras y las herencias. De hecho, hay una reivindicación notable: qué pasa con la herencia de alguien que sólo ha dejado hijas. La solución para las herederas de Selofhad acabará siendo que han de casarse con hombres de su propia tribu.

“Números” se hace reiterativo y bastante pesado. Por eso queda como un pegote el episodio de los vaticinios de Balaam al rey de Morab, un cambio de perspectiva (los israelitas son vistos desde la distancia) y de estilo (una burra que habla, protestando porque la pegan). Hay incluso generación de expectativa: Dios comunica a Balaam qué ha de decir, pero no lo sabemos hasta que Balaam pronuncia las palabras ante el rey de Moab, un personaje tragicómico. Pero cuando llega el momento de delimitar y repartir Canaán, la tierra prometida, se acabaron las bromas.

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En el "Levítico" no hay prácticamente acción. Se continúan desarrollando los decretos del Señor en materia de ritual de los sacrificios, investidura de los sacerdotes, normas sobre la pureza e impureza de los rituales y un código de lsa Santidad. El argumento de legitimidad no es nada rebuscado: "Yo soy el Señor, vuestro Dios" es una frase muy recurrente. Esta insistencia se refuerza por las únicas escenas prácticas del capítulo. El caso del blasfemo apedreado fuera del campamento muestra que el Señor no admite divergencias. Pero tampoco tolera fallos: dos hijos de Aaron mueren quemados por utilizar, durante un ritual, un perfume extraño.

De todas maneras, el Señor sabe que tiene competencia. Se insiste a los israelitas que no ofrezcan sacrificios a Moloc, divinidad canaanita y por tanto extranjera. Y también se introduce, sin extenderse, la figura demoníaca de Azazel, proponiendo que entre él y el Señor sean repartidos dos chivos a suertes. De aquí viene la conocida figura del "chivo expiatorio". No deja de ser sorprendente que el Señor insista tanto en su condición divina, mientras que Azazel se dé por asumido. Con el agravante de que el sorteo de los chivos se hace a suertes, es decir, en pie de igualdad.

Lo más destacable del capítulo son, sin duda, sus estrictas normas de higiene y de convivencia. Regulando qué se debe comer, cómo reaccionar ante las enfermedades, con quién no se debe practicar sexo, qué se puede vender y en qué dondiciones, y la prohibición de no esclavizar a ningún hermano israelita, etc., se asegura una cierta coherencia de grupo y una reducción significativa de conflictos. Por supuesto, el Señor promete paz, prosperidad y fecundidad a quienes cumplan con sus decretos, y todo tipo de calamidades a los que no lo hagan. La amenaza que me ha hecho estremecer: "huiréis aunque no os persiga nadie".

* Anterior: Éxodo

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El "Éxodo" es un relato magnífico e nmarcesible. Ya sabíamos que los egipcios no querían comer en la misma mesa que los israelitas, pero es que además los explotan. Moisés, dotado a la vez de buena educación y de mala leche, es un insobornable líder sindical que reclama derechos para su pueblo al faraón. Moisés tiene dudas del éxito de su empresa, pero siempre contará a su lado con la ayuda divina.

Algunos atributos de Dios en este punto: gran guerrero, celoso, maestro de los efectos especiales, orfebre, ebanista, modista, perfumista y hasta decorador de interiores. El Señor prefiere autocalifcarse de "benigno y compasivo", pero no duda en utilizar su fuerza contra los egipcios y las amenazas recurrentes de exterminar su propio pueblo, acusándolo de ir por libre. Y, por supuesto, las cosas se hacen bien y son bonitas si se hacen siguiendo su modelo. Como Dios manda, vamos.

Queda en el aire la pregunta sobre quién y cómo extermina a los primogénitos egipcios. No cabe duda, sin embargo, que Moisés hace pasar por la espada a los disidentes que prefirieron no adorar al verdadero Señor. El arca de la Alianza será una obra preciosa, pero nada une más que el temor al brazo armado de Dios. Dos detalles más. Uno: al ser un pueblo nómada, el lugar de culto y sus accesorios son transportables, pero muchos de ellos perviven en el culto de hoy (el altar de los sacrificios, el 'cordero de Dios que quitas el pecado del mundo', etc.). Dos: la deidad no quiere que le vean, pero aquí, aunque sea de vez en cuando, se manifiesta.

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