Giant Steps

The Boo Radleys
Giant Steps

El barco está zarpando. Tienes tiempo para tirar confetti a los que te saludan desde puerto. Leves sonidos te van arrullando en un suave vaivén. 50 segundos después, una batería te saca de tu estado de contemplación y una guitarra te arrastra hacia el interior. Realmente, empieza el viaje. “I Hang Suspended”, o la perplejidad del abandonado hecha canción, con una melodía jovial. Las apariencias engañan. “Upon 9th and fairchild” baña de ruido los problemas propios, dejando resonar cantos de sirenas torturadas. “Wish I Was Skinny” es una agridulce melodía de crucero de lujo repleto de pobres que se quisieron dar un capricho. Tras expresar sus deseos, el sujeto se desnuda (“pero siempre te amaría, supongo que eso no cambiaría”). Acaba con un aviso de nubarrones que...

... preceden a “Leaves and Sand”. Se inicia con unos acordes de calma chicha. Guitarras de mar gruesa. Marejadilla otra vez. “Puedo ver el rostro del amor y el dolor tras tu sonrisa”. Mar gruesa con áreas de muy gruesa. Calma. “Siempre lo mismo”. Ojo: guitarras, batería, instrumentos de viento se unen en frenesí creciente. Mar muy gruesa. Arbolada. ¡Montañosa! ¡¡¡Nos hundimos!!! Se detiene a tiempo y el barquichuelo en el que nos encontramos se estabiliza. Tremebundo.

“Butterfly McQueen” parece que por fin te deja tiempo para ir al camarote a sacar las cosas con su delicadeza de hilo musical, pero... el ritmo se acelera, y algo parece emerger desde las profundidades con intenciones perversísimas, cada vez más estruendosamente... un giro a la melodía y sale “Rodney King”, el contacto fugaz con algún pasajero. “Thinking of Ways” parece una canción de cámara, aunque esconde en su interior a quien busca inspiración en la cerveza.

“Barney (...and me)” es el lamento de los que nunca se atreverán a aprovechar la oportunidad. “Sé que sé que me equivoco, pero nunca me iré”. El tema recupera las flautas para el rock, algo a lo que Mercury Rev también estuvieron atentos. “Spun around” tiene algo de alarido terminal, tan brutal que no hay más remedio que girar las cintas hacia atrás y producir sonidos ridículos para que nadie lo tome demasiado en serio.. El viaje hace una escala: “If You Want It, Take It” es, por fin, un tema que hace parecer a The Boo Radleys una banda británica de principios de los 90, y estamos hablando del track 10.

Pero en esas coordenadas no hay muchas melodías como “Best Lose the Fear”. La indecisión de quien no sabe qué hacer cuando pasa el tiempo y el amor cambia hacia algo no necesariamente deseable, pero que tampoco se sabe con certeza si vale la pena arriesgarlo para perderlo. “Take the Time Around” surge como respuesta, con un imperativo impulso de energía, ideal para proseguir la travesía con nuevos bríos. Y entonces llega la revelación.

Empieza a sonar un himno: “Lazarus”. Un tema al que parece que le cueste arrancar, pero 70 segundos más tarde explota en toda su belleza. Es el momento de coger los remos: “Y ahora, quizás ahora debería cambiar, porque estoy empezando a perder toda mi fe mientras quienes están a mi alrededor son derrotados cada día”. Si el barco tiene vías de agua, hay que ir a por el bote salvavidas y abandonarlo. “One Is For” es como un espejismo de belleza, una ensoñación nocturna arrullado por la marejada, pero algo cambia en la marea y te arrastra frenéticamente en “Run My Way Runaway”. Una vez amarrada la embarcación en ese precioso islote que es “I’ve Lost The Reason”, queda claro que “hay algo más que necesito encontrar”, y en realidad, se avista muy cerca. “The White Noise Revisited” es, ante todo, la gran broma final.

Y es que hemos salido de viaje para volver a casa. Hemos vivido mil aventuras para retornar al punto de partida: la solución a la vida de mierda que llevamos está en las purificadoras canciones de The Beatles. Fue la propuesta de Martin Carr, pero el magno tratado de osadías que es “Giant Steps” quedó en un primer momento oculto por las bravatas de los músicos mediáticos: Suede, Pulp, Oasis, Blur... Ninguno de ellos diseñó un disco tan completo, capaz de derrochar fantasía y atrevimiento desde el fondo de la timidez shoegazer. El viaje ha sido mareante, pero no dudaría un instante en repetirlo. Play.

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Maxinquaye

Tricky
Maxinquaye

No sé hasta qué punto formó parte de vuestras vidas la música que se parió en los 90, pero algunos de vosotros deberéis estar contentos cada vez que una melodía de lo que se etiquetó como “trip-hop” suena en los anuncios de la tele. Por no extenderme demasiado, cosas tipo Tricky, Portishead y Massive Attack. Esa mezcolanza psicotrópica de ambient con todo lo que se le pasara por delante (jazz, funk, soul, psicodelia, lo que fuera) que la prensa británica, siempre a la última, ehem, utilizó para sustituir al no demasiado pegadizo acid-jazz en su orden de preferencias. Y se “creó una escena” en Bristol y todo.

El tiempo pone las cosas en su sitio, y lo que otrora era “cool” hace mucho tiempo que dejó de serlo. Muchos habréis de reconocer que para dejarla sonar de fondo mientras surcas viajes alucinógenos, pues tiene su punto, pero para escuchar con atención la cosa deja que desear. Eso sí, hay canciones que no engañan: Portishead (por ejemplo, “Glory Box” y “Cowboys”) y Massive Attack (“Unfinished Sympathy”, “Sly”) proporcionaron algunos de los minutos más memorables de los 90. Pero el que se sacó de la manga un álbum que aún eriza el vello es posiblemente quien ha caído más en picado desde entonces, en ritmo uniformemente acelerado: Tricky.

Copió, copió y copió. Pero una vez más se demuestra que quien se lleva el gato al agua es el que sabe copiar. Una cosa es que abras un disco con una canción en la que tomas “prestados” versos de una canción del año anterior (“Karmacoma”, del precioso álbum de Massive Attack “Protection”), y un sample de Shakespeare’s Sisters, y otra cosa es que además te saques de la manga un ritmo de bajo lento y maravilloso, y le añadas la sexualmente excitante voz de Martina Topley-Bird. Demasiado.

“Ponderosa” no le va a la zaga. Cuesta cazar los samplers, su compleja estructura, pero siempre están la voz de Martina, y ese extraño ritmo que saca el gorila peludo que llevamos dentro, para guiarnos. ¡Ojo! Martina se atreve a emular al maestro Chuck-D en “Black Steel”. Para los que nos aprendimos los versos del memorable tema de Public Enemy “Black Steel in the Hour of Chaos” podría ser una herejía, pero qué caramba, tiene gracia una mujer rechazando una carta que la exhorta a unirse al ejército. El resultado es un suplemento de adrenalina, algo difícil de encontrar en ese “sonido Bristol” (¿tal vez en “Dissolved Girl” de Massive Attack?)

“Hell is Around the Corner”, con el mismo sample de Isaak Hayes que utilizó Portishead para “Glory Box” (tema “Ike’s Rap II”), nos muestra al Tricky cantante. Esa voz de resaca mal llevada, de gruñidos cavernosos, en las antípodas de Beth Gibbons. A todo esto, han pasado 4 canciones tremebundas, que ya encarrilan el disco. “Pumpkin” es ensoñadora sin ser anestésica (canta Alison Goldfrapp). “Aftermath”, el tema que dio a conocer las posibilidades de Tricky en solitario, es ideal para un strip-tease, con la voz de Martina y de Tricky recitando de forma solapada de manera muy sensual. “Abbaon Fat Tracks” es su justo complemento, explícitamente sexual.

“Brand New You’re Retro” es una especie de deliciosa ruptura del buenrollismo con algo que es funk, punk, hip-hop, rock y vete a saber qué más, absolutamente fiero a la par que asfixiante (esos jadeos...). A partir de aquí, volvemos a los temas más calmados: la exótica “Suffocated love”, “You Don’t”, la desasosegante “Strugglin’” (un anticipo de su posterior disco “Pre-Millennium Tension”, sin duda) y “Feed Me”.

Con “Maxinquaye” se volvía a abrir una puerta que nadie, ni siquiera Tricky, ha podido cruzar últimamente con cierta frecuencia: la de la continua exploración de los ritmos, búsqueda que ha dado lugar a buena parte de los grandes estilos musicales del siglo XX. Porque encontrar la melodía con la que pasar a la historia de la memoria colectiva cuesta horrores, y es otra liga. Quizá por eso Tricky desciende de categoría a cada disco que publica.

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To Bring You My Love

PJ Harvey
To Bring You My Love

De cara a mi futuro universitario, debía ampliar mi habitación. Así que la familia decidió que mi cama y el escritorio debían estar en la antigua sala de estar. Para renovar el mobiliario, llamaron a un conocido suyo que podría hacernos un buen trabajo con descuento. Bien, este señor llegó a casa, y yo estaba en la sala de estar viendo la tele. No pude hacerle caso. Algo en la pantalla me había hipnotizado. Era una señora vestida de rojo, moviéndose junto a una horrenda tela verde. No podía apartar la vista de ella, ni los oídos de “Down by the Water”. Al día siguiente, iba a comprar la cinta (aún no tenía reproductor de CDs) de la para mí entonces desconocida PJ Harvey.

Casi 9 años después, y después de haber escuchado todos sus discos en estudio, “To Bring You My Love” sigue siendo mi disco favorito de ella. Desde las primeras notas de guitarra reptante del tema homónimo. Desde que entra en escena el órgano. Y su voz teatral, rasgada. Convierte una declaración de amor en algo cuanto menos inquietante, si no aterrador. El disco lo produce John Parish, con quien colaboraría más tarde en el agradable “Dance Hall at Louse Point”, amén de otros proyectos (por ejemplo, el del magnífico disco de Sparklehorse “It’s a Wonderful Life”). Pero todo eso vendría más tarde. Sigue sonando el track 1. Órgano, guitarra, yeeeeeaaaaaaeeeeeehh. Esas notas de western sombrío, esa interpretación hechizante... Se desvanece el tema y aparece “Meet Ze Monsta”, probablemente el tema más flojo del disco. La percusión va por un lado y ella va por otro, es una lástima. Es un tema que podría ser perfectamente una música anacrónica que acompañase la aparición del maligno en “Curse of the Demon” de Jacques Tourneur.

“I’m Just Working for the Man” nos lleva a un terreno asfixiante, casi pantanoso. El barro proscrito del Delta del Mississippi. De esta monstruosa canción parece mentira que pueda surgir, justo después, la luminosa claridad de la guitarra acústica de “C’Mon Billy”. El carpe diem que lanza la amante en la cama para que acuda el amado. Imposible no perder la cabeza ante esta especie de nana perversa que promete placeres mayores.

Llega “Teclo”. Una especie de invocación espectral a quien ya no está. En cierta manera, es el tuétano del disco: el lamento de quien lo ha perdido todo y quiere recuperar los restos para honrarlos. La guitarra teje un paisaje misterioso, casi tétrico. Por eso sorprende la siguiente canción, “Long Snake Moan”, que parece un cometa arrasador. John Parish se gana aquí el sueldo a pulso. Cuerdas chirriantes, versos de dos sílabas. Y, efectivamente, quiero oír su prolongado alarido de serpiente.

Punto aparte me merece “Down by the Water”, el tema con el que la conocí. Aún balanceo instintivamente los hombros y la cabeza cada vez que lo oigo. Y eso que su texto es tremebundo: una madre que trata de recuperar a su hija ahogada del fondo del río. Sus susurros finales son muy muy excitantes.

“I Think I’m a Mother” nos vuelve a introducir en la bruma en forma de blues enfermizo. Y al salir, de la ciénaga, uno de los temas más adictivos que nunca haya interpretado PJ, “Send His Love To Me”. Nuevamente guitarra acústica en una melodía irresistible, acompañada de un Hammond ceremonial, para vestir otra historia de placeres perdidos y gritos plañideros pidiendo su regreso. El texto es delicioso. Y su caricia nos deja a las puertas de “The Dancer”. Los dos primeros párrafos son absolutamente fabulosos: explica qué es lo que perdió para que grite tanto solicitando su vuelta. A fe que hubo una vez alguien que la hizo feliz. Efectivamente, la devoción con la que pide su regreso necesitaba un órgano como el Hammond para subrayarla.

Siempre habrá quien recuerde que en un principio era Patti Smith. Pero yo aún no he escuchado de la autora de “Horses” un disco tan irresistible al oído como éste. Acepto cualquier recomendación en ese sentido. Mientras tanto, me quedo con esta versión teatral e hipermaquillada. Y mi habitación, a pesar de que no estuve por la labor, quedó a mi gusto.

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The Doors

The Doors
The Doors
Echando un vistazo rápido a las portadas de los discos anglosajones que tengo en casa de la segunda mitad de la década de los 60, veo que en muchas de ellas los integrantes de las bandas aparecían en rembrandtianas fotos de grupo en actitudes más o menos forzadas, o se hacía un fotomontaje más o menos currado con los rostros de los músicos. Lo que quiero decir es que todos tienen la misma relevancia de cara a la imagen pública del grupo, o al menos esa sensación da. Sin embargo, en la portada del disco de debut de los The Doors se da una clara relevancia al front-man, Jim Morrison, y se fotografía a los otros tres miembros de la banda en plano picado, como si fueran poco más que bichos microscópicos.

Malgasto un párrafo que debería dedicar a música hablando de una fotografía porque creo que es vital. La personalidad de Jim Morrison llegó a trascender lo estrictamente musical, y tras su muerte el resto de integrantes no se ha comido un colín. Pero...

Es que desde esos primeros toques de batería, algo grande se está gestando. Es un disco tan urgente, tan vital, que sólo tarda un minuto y medio en llevarnos a 8 millas de altura mediante los teclados de Ray Manzarek y la voz del señor Morrison berreando “She gets high”. Esos dos minutos y medio que dura ”Break on through (to the other side)” están al alcance de muy pocas bandas: transmitir fiereza con la máxima coordinación. Rock & roll.

Después viene “Soul kitchen”, que trata una escena más o menos conocida por todos: es hora de chapar el local y hay que marcharse, pero a nosotros no nos da la gana. Claro que si quien lo canta es Jim Morrison debe ser más convincente. Aquí la estructura pop es más convencional, y es aquí donde se crece el guitarra Robby Krieger. Pero el cantante demuestra que tiene capacidad para llenar por sí solo los ambientes en “Crystal ship”, y transforma el acto de pedir un beso antes de dormir en un acto de mística y poesía, bien auxiliado por los teclados. “Twentieth century fox” no deja de ser una curiosidad: una canción de batería machacona en el estribillo sobre una mujer que estaría encantada con el retrato que le hacen, vaya que sí. Pero volvamos al bar, que suena el clásico de Kurt Weill y Bertolt Brecht, de la ópera “Ascensión y caída de la ciudad de Mahagonny”, “Alabama song (whiskey bar)”, que han versionado también gente como David Bowie, Ute Lemper o Marianne Faithfull. Una oda a la desesperada necesidad que sigue a una pérdida.

Pero vamos a por “Light my fire”. Auténtico prodigio de Manzarek. Teclado omnipresente, totalitario diríase. John Densmore, batería de formación jazzística, está particularmente inspirado. Y por supuesto, Morrison demuestra que pasión es combustión instando a incendiar la noche. Éste fue el tema que puso a The Doors en el mapa de la música popular con un nombre propio en medio de la atmósfera de talento que se derrochaba por aquel entonces.

Y, por qué no, después de una canción así, un blues de Chicago. “Back door man”, que fue un hit de Howlin’ Wolf. Tras el desenfreno y la orgía, es un tema que permite descubrir, a quien tuviera dudas, que The Doors podían llevar una estructura fija a su terreno: arte en esencia. “I looked at you” es un rock, de esos de amor a primera vista de efectos aceleradamente irreversibles, de esas canciones que provocan que los pies tengan vida propia e impulsen el cuerpo hacia la pista de baile. Nada que ver con “End of the night”, con ese tempo suave, esa guitarra de ensoñaciones caribeñas, muy pacífico. “Take it as it comes” también supone un carril de deceleración, pero en este caso temático: las urgencias han desaparecido.

Vayamos al grano: “The end”. Desde luego, este tema coge otro significado después de haber visto el principio de “Apocalypse now”. Es otra historia. Haciendo un esfuerzo por desincrustar este hecho de mi memoria, lo que queda es la mejor interpretación posible de Morrison, que pone los cimientos de un tema que sobrepasa los 11 minutos en los que tanto Manzarek como Krieger como Densmore demuestran una capacidad enorme para revestir el tema de detalles que a cada escucha te sorprenden. No te puedes acabar “The end”, valga la paradoja, y además costaría muchísimo hacer algo con una estructura similar. Por no hablar de la inagotable poesía de su letra. Adorablemente excesiva: ¿qué debería estar pensando un joven en 1967 sobre una historia edípica en la que un cantante proclamaba la intención de matar a su padre y montárselo con su madre? ¿Cuánta gente hubiera intentado encontrarse con él en el autobús azul? Acaba el tema, y tras el éxtasis sólo hay vacío, silencio. Play again.

Este disco es el triunfo de una banda, como tal.

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La leyenda del tiempo

Camarón
La leyenda del tiempo
-... mira que a mí esto del flamenco...
-No me digas que tienes prejuicios.
-No es eso, es que...
-Nada, déjame que te ponga algo. Un disco de Camarón, el primero que firmó sin aquello de “de la Isla”. Ya verás. Ya lo escucharás, mejor dicho.
-Veamos. Oigamos.
-Este tema “La leyenda del tiempo”, fíjate en estas palmas repicadas, la guitarra, el moog, el bajo, la batería... es algo parecido a la rumba, y a las bulerías, pero...
-¡Pero esto es casi King Crimson! ¡Y esa voz, que parece venir del otro mundo! ¿Cómo demonios consiguen ese sonido?
-Hombre, la verdad es que como calidad de grabación ya ha sido ampliamente superada, pero claro, el valor de este tema, vertiginoso, arrollador, es incalculable. Y lo que canta es Lorca. Canta a Lorca durante los cuatro primeros temas, y el último.
-¿Y estas palmas que suenan ahora? ¿A qué corresponden?
-Esto es una bulería por soleá. El tema se llama “Romance del Amargo”. En la bulería se redoblan las palmas con intensidad, y la soleá tiene que ver con los versos de la copla y un poco también con el tema del que trata.
-Precioso tema. ¿Y este “Homenaje a Federico” también es una bulería?
-También, también. Aprecia la guitarra de Tomatito, la voz de Camarón...y ese puente de batería que enlaza con el siguiente tema...
-Es-pec-tacular. ¿Y estos gritos de “ay, ay, ay” del principio de “Mi niña se fue a la mar”, esto a qué corresponden?
-Esto son unas alegrías, es un palo pensado para bailar.
-Eh, esta melodía la conozco, es “La tarara”. ¿Y ese piano desafinado? Bueno, suena bien de todos modos. ¡Eh! ¿y este piano solitario? ¡De verdad que es un disco complejísimo!
-Cuentan que los gitanos viejos iban a las tiendas a devolver el disco porque ese que cantaba no era Camarón. ¿Cuál es la diferencia entre transgresor y revolucionario?
-Ah, y esto que suena es un clásico popular. “Volando voy, volando vengo”, de Kiko Veneno. Una rumba salsera, esto más o menos lo puedo identificar. “... por el camiiiino, yo me entretengo, por el camiiiino, yo me entretengo”.
-También toca aquí la guitarra Raimundo Amador. Es un disco que abrió las puertas a mucha gente. Ahora suena “Bahía de Cádiz”, unas alegrías otra vez.
-Es que parece que Camarón domine totalmente el tempo del disco: ahora acelera, ahora suaviza, ahora alza la voz, ahora la desciende... Es un cantante extraordinario repleto de matices. ¿Y esto, “Viejo mundo”?
-Unas bulerías. Kiko Veneno también anda tras la composición del tema, y Amador también toca la guitarra. De todas maneras, es la guitarra de Tomatito la que tiene más peso en el disco, y eso que hasta entonces no había grabado nada, aunque llevaba dos años acompañando a Camarón. Y ahora oyes “Los tangos de la sultana”, que, bueno, el título ya dice más o menos lo que es, pero claro, también tiene toques de swing.
-Suena fantástico... ¿y esto, “Nana del caballo grande”? ¡Suena un sitar! Oh, pero si es lo que le faltaba a este disco para ser como el Sgt. Pepper’s...
-Je, pues mejor que no comparemos uno con otro. Hasta la muerte de Camarón, en 1992, se habían vendido unas seis mil copias de “La leyenda del tiempo”.
-Venga, hombre, me estás tomando el pelo.
-No...
-Pues igual encuentro una copia de segunda mano de estas que fueron devueltas... qué difícil es entender ciertas cosas.

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