"El día de mañana"

La mejor letra suena mal si la partitura no es la adecuada.

El formato “La guerra de los mundos” nos lo sabemos de memoria. Una amenaza latente se convierte en un ataque repentino de dimensiones colosales, descrito desde múltiples puntos de vista que no aportan nada que no sea un poco más de decibelios y sensación de pánico y alboroto. Una vez tenemos al personal suficientemente asustado, potenciemos un par de historias principales (en este caso, amor entre adolescentes, y afecto paterno-filial, ambos a conquistar), y planteemos 3 o 4 más que impliquen al mayor tipo de público posible aunque pueda despistar un poco y amuermar el metraje. Sírvase frío (con vocabulario científico queda mejor que con pastillas Avecrem) y póngale la Estatua de la Libertad y un paño ondeante con barras y estrellas. Et voilà! “Film de catastrophe avec un pétit morceau de réflexion”.

El tema viene dado por la alarma del calentamiento del planeta y cómo eso afectaría a los casquetes polares. Ante este pecado contra las leyes naturales, las 7 plagas acuden a la fiesta con un adelanto pasmoso, oye. Tormentas espantosas, granizadas con bloques de hielo como pelotas de golf (o de rugby, diríase), nevadas persistentes, heladas instantáneas... pasen y vean las consecuencias de los excesos de Babilonia y Egipto juntos, ante los ojos de los gobernantes adictos a la vieja economía (la que no tiene en cuenta el desarrollo sostenible). Por supuesto, los meteorólogos y científicos diversos ni se aproximan a predecir tal apocalipsis.

Como está escrito, cada diluvio tiene su arca de Noé. Porque si no no habría guión, ni Biblia, ni ná de ná, siempre hay que dar una salida. Allí donde se reúnen unos supervivientes de Nueva York, es un lugar donde, en vez de encontrarse una pareja de cada especie y aparearse como está mandado, lo que hay es... ¡libros! Libros que quemados hacen más servicio que abiertos. Tiene su guasa que los que primero son pasto de las llamas sean los de leyes fiscales. Otro detalle con su mala leche es esa peripecia de los enloquecidos americanos a los que se les hiela el país y deben huir hacia el Sur... ¡y México les cierra las fronteras, condicionando su apertura a la condonación de la deuda externa! Esta ironía cruel provocó algunos aplausos nada tímidos en la sala de proyecciones.

¿Algo nuevo bajo el sol? No. ¿Entretiene? A ratos sí, para qué negarlo. La inundación de Manhattan es la última ocurrencia de Roland Emmerich, que convierte en mainstream los sueños húmedos de aquellos que opinan que los Estados Unidos deben escarmentar por el daño que le hacen a nuestra nave, con la complicidad de otros gobiernos y ciudadanos que tampoco están tan lejos.

Por supuesto, como en “Independence day”, Emmerich no se olvida de darle el micro al presidente de los USA con un discursito-moral-por-si-alguien-no-se-había-enterado-de-qué-iba-esto. Pero si este film catastrofista sirve para que alguien le preste atención al Protocolo de Kyoto, pues oye, no por inesperada una ayuda deja de ser bienvenida.

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El testamento del Dr. Mabuse

“El Testamento del Dr Mabuse” comparte muchos aspectos de forma y fondo con la obra magna “M”, estrenada dos años antes. “M” se iba a titular “The Murderers Are Among Us” (“Los asesinos están entre nosotros”), pero Lang rectificó porque pensó que las temibles SA entenderían la indirecta. “M” quedó así como una obra cumbre del género negro policíaco-gangsteril, en la que dos complejas estructuras, la legal (las fuerzas de seguridad) y la ilegal (los criminales de ‘Düsseldorf’) difieren en métodos pero coinciden en el objetivo de capturar a un peligroso asesino de niñas.

“El Testamento...” retoma ese formato, con idéntica estructura en paralelo legal-ilegal. En este caso, el hilo argumental no es la caza del hombre, sino la pausada explicación del duelo que enfrentará al comisario de policía con el cabecilla de una banda de terroristas. El personaje “bueno” tiene la dimensión del perfecto comisario, gruñón pero eficacísimo. En cambio, la dimensión del personaje “malo” es sobrenatural.

El Dr. Mabuse, abuelete sólo capaz de incorporarse para escribir, consigue dar más miedo que Hannibal Lecter sin bozal. Desde la celda de un manicomio, claramente heredero del que se ve en “El Gabinete del Doctor Caligari”, Mabuse redacta compulsivamente un estupendo manual del crimen, que sorprendentemente se aplica al poco en el exterior, en la vida real. Ante la precisión de los golpes, la policía está desconcertada.

Mientras el comisario está haciendo su trabajo, una organización de extorsionadores, ladrones y asesinos opera con aparente impunidad. Pero entre sus filas hay alguien que entró en la organización porque no tenía trabajo (recordemos que nos hallamos en la época de la Alemania con hiperinflación histórica). Este hombre ama a una chica, y quiere ser digno de ella. Sin embargo, la indecisión no es deseada, y ante cualquier duda, la sección 2B de la organización estará preparada para eliminar cualquier disidencia.

No avanzaré más aspectos de la trama, pero lo que realmente importa es: ¿qué actúa como pegamento de la organización, qué la hace ser tan poderosa y temible? Como dice un personaje (no avanzaré quién), la creencia de que un genio acabará con la injusticia de la sociedad, una hipótesis que consigue hipnotizar hasta la alienación a las mentes más elevadas, mientras que a las personas sencillas lo único que les importará es cobrar cada mes sin cuestionarse la moralidad de sus actos. Los métodos de la banda son los que salen de la pluma del Dr. Mabuse, y por supuesto, su aplicación práctica conduce al terror, y con ello a más terror, hasta que finalmente se llegue el imperio del crimen. Estas últimas palabras no dejan lugar a dudas: por si alguien no lo había entendido, Hitler escribiendo “Mein Kampf” desde una celda de prisión pensaría más o menos igual. .

Ni qué decir tiene que esta radiografía de la destrucción que proviene del poder absoluto no pasó la censura y fue incautada por los nazis. Las tijeras recortaron 41’ de la versión alemana del film. La versión más larga que se conservaba duraba 97’ de los 121’ originales. Hasta que apareció, casi 70 años después, no se sabe cómo, una copia en Budapest en muy buenas condiciones. De esta manera, podemos ver esta obra magna, la última que Fritz Lang pudo rodar en la Alemania de entreguerras, y que demuestra que Lang era un visionario de la política. Porque su talento como director no puede estar puesto en duda, no sólo por “El testamento...” o “M”, sino por “Metrópolis”, “La mujer del cuadro”, “Secreto tras la puerta”, “Los sobornados”, “Mientras Nueva York duerme” y tantas otras maravillas. Pero, ¿sabéis que es lo mejor de todo? Que “El testamento...” es arte que importa, puesto que no sólo anticipaba el futuro que es pasado, sino que además alumbra como una tea la oscuridad cavernosa del terrorismo del presente.

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El precio de la verdad

“...debería incitar a la reflexión sobre cómo tenemos acceso a la información, de dónde proviene y cómo se nos cuenta. Toda información, incluso la que provenga de la experiencia propia, debe ser sometida a verificación. Y ni siquiera tener acceso a una pluralidad de fuentes puede garantizar un conocimiento completo de qué es lo que sucede. Al fin y al cabo, una noticia, un libro, un artículo, edifican una construcción de la realidad. A esta realidad se la reviste con datos contrastables, lo que le da verosimilitud. Pero esa construcción se puede hacer con muchos materiales, y por razones (entre otras) de tiempo y espacio, muchos elementos se quedan fuera”.

No he plagiado ninguna crítica sobre “El precio de la verdad”, esto lo escribí para un trabajo universitario, pero es lo que tiene escribir cosas vacías, siempre quedan bien en otro recipiente. El párrafo de marras necesitaría un último añadido para resumir el tema de la película: “Si esos materiales son falsos o inventados, entonces pertenecen a otra ventanilla, a la de la literatura. Pero hacer pasar por reales lo que es pura invención es ofrecer gato por liebre. Y si un comercio ofrece gato por liebre, la competencia irá a por ellos para atraer a la clientela defraudada”.

“El precio de la verdad” es uno de esos films del subgénero drama periodístico. Sin embargo, el personaje central no es arquetípico. No es alguien de malas costumbres y nulos escrúpulos... o al menos no formalmente. Es más que nada un periodista fantasioso, es decir, alguien que se ha confundido de profesión. Hablando en teoría, es falso que el compromiso de los periodistas esté con sus lectores. Sí, es falso. El compromiso de los periodistas está con la verdad, que es algo que no existe, pero que obliga al plumilla a buscarla, a ser exhaustivo.

Uno de los subtemas de la película es cómo la búsqueda de la firma, del estilo, del periodista-estrella, acaba por ser el eje vertebrador de la noticia, cuando en teoría lo que cuenta son los hechos. Hay que admitir que no es lo mismo una crónica de arte o de deportes, que gozan de mayor libertad creativa, que la cobertura de la rueda de prensa del líder político de turno o el congreso de innovadores del tostador eléctrico. Pero la búsqueda de notoriedad, figurar en la agenda de los principales directores de medios del país, no es el objetivo del periodista. Creo.

Yo seguiré pensando que las obras cumbre del subgénero al que antes hacía referencia siguen siendo “Mientras Nueva York duerme” y “El gran carnaval”. Películas que te dejan sin aliento. Al fin y al cabo, “El precio de la verdad” ofrece una salida: la propia competencia de los periodistas entre sí actúa de mecanismo de salvaguarda del honor de la profesión, y si hay algún pufo, más tarde o más temprano será descubierto. Bueno. Tal vez sí.

“El precio de la verdad”, dirigida por Billy Ray, basada en una historia verdadera, blablablá, cuenta con un correcto Hayden Christensen (interpreta a una especie de Clark Kent sin chica), un buen Peter Sarsgaard, algo pasadito a veces, y un Hank Azaria que se come la pantalla cada vez que aparece. La película se deja ver y sin duda amenizará algún domingo por la tarde de aquí a pocos años, cuando el periodismo, espero, seguirá estando en el punto de mira de la sociedad a la que dice servir.

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El principio de Arquímedes

Hay películas pensadas para atraer a las salas a un determinado tipo de público, y algunas de ellas pretenden que esa audiencia salga de la proyección reaccionando frente a lo que acaban de ver. “El principio de Arquímedes” es un film para urbanitas, cuadros medios de las empresas y otros representantes del “quiero y no puedo”. Ese sentimiento universal que muchos reconocemos. Mucha gente cree que por estar sobradamente preparada podrá llegar a algo en la vida, pero se acaban dando cuenta, más pronto o más tarde, de que los recursos los sigue teniendo una determinada elite, y sólo progresas en tanto que seas una pieza perfectamente engrasada en la máquina. Una pieza que, por supuesto, será sacrificada si los intereses de los superiores así lo demandan.

¿Es éste un film marxista o progre? Bueno, la verdad es que las miserias del mundo empresarial o administrativo han sido retratadas en multitud de ocasiones desde perspectivas muy distintas. Ahora me vienen a la cabeza “Vivir” de Kurosawa o “El empleo” de Olmi. Los personajes se hacen la puñeta los unos a los otros para colocarse y esperar su oportunidad. En el caso de las películas antiguas, el ascenso se producía mediante la muerte de un superior. Pero ahora la espera ya no es tan larga.

La situación laboral ha cambiado. Siempre hay argumentos buenos para reducir personal en vez de rebajar sueldos del personal directivo. Ya sea un presunto descenso en la productividad, ya sea la entrada de la empresa en la Bolsa, o la obtención de beneficios para los accionistas, o la más mínima disidencia con la cúpula, o tener hijos. Da lo mismo.

En esta película, una alta ejecutiva del mundo de la moda, sin tiempo para estar con su familia, propone a una amiga suya que le dé su CV, y así la intentará colocar en la empresa en la que trabaja. La amiga acabará cogiendo un puesto y conectando tan bien con el director general que ascenderá rápidamente, ocupando el lugar en principio destinado a la veterana. Esta historieta laboral se mezcla también con la personal. De esta forma se producen una serie de reajustes en los que cada uno obtiene lo que quería a cambio de perder algo.

No sé si tiene algo que ver que la guionista sea mujer, pero los personajes masculinos están poco definidos. Un arquitecto triunfador que piensa con la polla, un funcionario carne de psicólogo, un sindicalista y poco más... Pero en fin, destaquemos lo positivo, el personaje interpretado por Blanca Oteyza está lleno de matices, y también el de Marta Belaustegui... pero es que Marta es un amor, es una actriz que te resuelve el plano por sí sola, una maravilla.

El director, Gerardo Herrero, hace un trabajo que, sin llegar a la precisión de “Las razones de mis amigos” (una película que crece en mi memoria), sí que permite plantear algo interesante sobre la mesa. Si es necesario tener que descubrir nuestra capacidad de resistencia: en la vida laboral somos combustible, a la vida personal llegamos quemados.

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Big Fish

Si hay algo bueno en equivocarse en una opinión es que ese hecho no es equiparable a cometer un error en una central nuclear. Puedes fallar en una predicción y salir al día siguiente con la misma sonrisa, y seguir pagando las cervezas sin que nadie te ponga mala cara. Digo esto porque, una vez, en mi periodo pre-blogger, escribí un comentario sobre “El planeta de los simios” en el que, más o menos, concluía que Tim Burton se había dado un castañazo tan duro al contar una historia fascista que dudaba mucho de su capacidad para volver a hacer algo que mereciese la pena.

Sin embargo, “Big Fish” es una obra mayor. Esos espacios tenebrosos alternando con preciosos e inquietantes barrios reventados de color, esa forma de relatar en la que realidad y ficción se confunden, y por encima de todo, ese personaje que estando más fuera que dentro de la sociedad consigue transformar a la sociedad misma, están en la esencia del director de “Eduardo Manostijeras”. Con esto no quiero decir que los directores deban dar siempre lo que se espera de ellos y sean fieles a sus manías y a sus fantasmas personales, pero sí que no den volantazos como fue “El planeta de los simios”.

Pero vamos a lo que importa: nos encontramos con un relato de relatos que tienen el nexo común de ser la historia de una vida, cargada de leyenda y de mito en su modestia. En cierto modo, es “Fresas salvajes” a lo Tim Burton. Woody Allen ya intentó en “Desmontando a Harry” llevarse esa agua a su molino, pero su ejercicio de estilo no acabó de salir del todo bien. Las experiencias vitales, contadas por una mismo desde la visión privilegiada que dan los años de experiencia, admiten múltiples variantes. Por supuesto, a Tim Burton le interesaba la vena fantástica pero intentando compararla con la cruda realidad. Por eso ancla al personaje del hijo en la incredulidad absoluta, abismalmente separado de su padre. Y es que, si hay algo que queda claro es que cuando el padre está todo el mundo nota su presencia. En cambio, mientras, el hijo sólo tenía percepción de su ausencia.

Por eso, apreciamos una especie de duelo Quijote-Sancho donde el Sancho-hijo se nos antoja levemente antipático debido a la capacidad del Quijote-padre de fabular y de engancharnos a todos con sus fantasías. Unas historias que Burton nos sirve con sus recursos formales habituales, pero esta vez sin abusar de la música de Danny Elfman. Y añade un recurso argumental que se revela después como fuente inagotable de fuerza del relato al potenciar las virtudes del protagonista: el héroe sabe cómo va a morir, y es por eso mismo que actúa como un héroe. Es decir, sabe que el riesgo de su temeridad es 0.

Pero, realmente, conforme vas viendo la película, no importa tanto el final como la manera en que se llega. Desde la bruja del ojo de cristal, pasando por el ideal pueblo de Spectro, los trabajos de Hércules a los que se somete el protagonista para conseguir encontrar a su chica, el relato de cómo se hizo con un pueblo y cómo consiguió comprar una casa con una valla blanca... hasta la revelación final, está claro que nos encontramos ante la narración de una nueva odisea. La que convierte a la vida de los humanos en algo superior: la pervivencia de la propia obra. Y Burton no se refiere sólo a la artística, incluye la obra que se elabora en la cotidianeidad.

Y lo más curioso de todo, “Big Fish” mete en cápsula la narrativa y la filosofía occidentales sin prescindir de lo que ha hecho grande al cine hollywoodiense: cuanto más difícil es el éxito, mayor es la recompensa. Y el final consigue encuadrar el mejor final posible para el relato que nos había propuesto Tim Burton. Amigos, vuelvo a tener fe.

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