... no sé por qué hoy no me acabo de encontrar bien... esto de representar a los filisteos y tener que estar diciendo bravatas todo el día es muy duro... imagínate por un momento que fallo y condeno a mi pueblo a la esclavitud... eh, mira, los israelitas me envían a un mocoso... qué humillación, yo, que mido nueve pies, casi ni le veo... esto de ser alto es una putada, la de veces que he tenido que agacharme para no chocar contra las ramas de los olivos... caramba, el mozalbete parece que quiere luchar contra mí... debería asustarle un poco, pero es que me da pereza... tengo firme la mano en la empuñadura de mis armas, pero se me resbalan, qué calor, cómo sudo... ojalá acabe rápido, un par de mandobles y a casita, que tengo un hambre... con qué gusto me comería... eh, una piedr-ZHM ssssssssssssss

Me he vuelto a despertar otra noche porque soñaba que tropezaba, el dolor inducido ha hecho que mi pie reaccionase echándose hacia atrás, el talón se ha hundido en la cama para rebotar hacia arriba, y algún interruptor en mi cabeza ha decidido encenderse. Si no puedo aspirar a gobernar mi propio cuerpo, ¿a qué se deben los honores que se me dedican?

Había días en que le costaba una barbaridad ponerse a trabajar, en los que le sudaba la mano que agarraba el martillo, en los que se le nublaban los ojos de polvo, y en los que se quitaba las motas de los ojos con la mano sudada. Aun así, sólo con el tacto podía saber dónde golpear para conseguir la forma deseada. Y a fuerza de perseverancia, logró la escultura. Le había quedado magnífica: era una aguja gigante por cuyo ojo pasaba un camello, y, como ya habrán intuido, iba destinada al único rico que entraría en el mundo de los cielos, porque por algo era el mecenas. Lo que no imaginaba el escultor era que el uso de la estatua no iba a ser la decoración, sino poner fin a la vida de un rival del capitalista.

El tribunal de selección no sólo se había partido la caja obligando a los aspirantes a jugar a la charranca saltando con la punta de la nariz, o probar su resistencia sosteniendo una vela encendida con la lengua, u obligándoles a cantar "Mis manos en tu cintura" vestidos con mono naranja. Ahora, una vez habían seleccionado a unos pobres incautos, éstos debían pasar una prueba más: si no la pasaban, podrían trabajar en la empresa, pero con inquebrantable voto de silencio. A fe que les entraron sudores fríos, ante la perspectiva que se les ofrecía: ¿cómo iban a negociar salarios ajustados al crecimiento del IPC, o solicitar las vacaciones divididas en dos, o pedirle a otro compañero el cambio de turno para ir al fútbol? Cuando el primero de los infortunados entró por la puerta de la sala en la que se celebraba la última prueba, con los demás esperando fuera, se produjo entre éstos una ansiedad, unas ganas de comunicarse, de tocarse, de olerse, de... hasta que se giró el pomo.

No había dormido bien, no sabía dónde estaba comprando cuando el vendedor le tendió los tomates que él previamente había solicitado. Ni siquiera le dio tiempo a tirar la pelotilla de la nariz que inconscientemente había formado. Pagó mecánicamente y fue a la cocina del restaurante en el que trabajaba, como cada día. Se lavó las manos, no faltaba más, la limpieza era su divisa. Por eso no entendió qué estaba pasando cuando uno de sus comensales, al que conocía de vista, cayó redondo al suelo. Llamen a urgencias, rápido, un médico, por favor, alguien que sepa dar primeros auxilios, usted, retírense los demás, vamos, atrás, dejen pasar aire, liberen la puerta de salida, en breve viene la ambulancia. En el plato le llamó la atención un tomate cortado en dos mitades, y de una de ellas había sido sustraída una porción. Una vez se retiró el cadáver (porque allí se quedó el cliente), empezó su personal bombo de la palpitación. No podía ser él, él no era el causante. Por supuesto que no. Por eso no tenía sentido que su mente proyectase durante sus teóricas horas de sueño la imagen del muerto comiéndose productos en mal estado. Pero era así, y en sesión continua.