En su primer día de trabajo, tiró al suelo un teléfono porque se enganchó el brazo con el cable, fue a buscar bolígrafos y los fue a pedir entrando en el despacho de dirección, echó dos euros a la máquina del café cuando ésta sólo aceptaba el importe exacto, le cambiaron tres veces de nombre de usuario para el entorno de red y olvidó la contraseña, hizo un comentario inoportuno a la becaria, echó ceniza en la mesa de su superior, cambió de sitio unos archivos por error y, por supuesto, se dejó olvidado el paraguas. Se fue contento porque había reprimido los gases.

Cuando tienes la necesidad de volver a un lugar al que hace tiempo que no acudías, te enfrentas al contraste entre la proyección de tu memoria y la realidad. Ahí están las molestas telarañas, los desconchados en la pared, las grietas en las baldosas, las procesiones de hormigas, las hierbas altas, las ruedas desinfladas, el polvo omnipresente, las radios sin pilas, la taza del water desprendida, las sábanas sucias y la nevera vacía. Antes de que la hayas reacondicionado a tu gusto, la casa se volverá a quedar sola. Y para cuando te decidas a volver, habrá tenido tiempo de demostrarte que, en realidad, sólo te quiere por los liftings que le practicas.

El taxi de juguete era más grande que la mano del niño, así que éste debía utilizar toda la superficie de la palma y la longitud de sus deditos para asir el coche y llevarlo de un lado para otro de la mesa de cristal. Constantemente daba giros de 180º, imaginándose que sorteaba innumerables dificultades, como esa ancianita que cruza la calle con un pasito para delante y dos para atrás, o un camión cargado con pollos que había volcado sobre la carretera, chof, chof, vaya. Seguramente también pensaba en pedir el sistema GPS para que localizaran rápidamente el taxi en caso de que un yonqui le quitara la recaudación del día. Se imaginaba que llevaba a personas famosas con numeroso equipaje que, además de una sustanciosa propina, le contaban mil anécdotas de las que poder presumir durante alguna espera junto a los colegas. El niño ya pensaba en ampliar el negocio cuando el taxi se le cayó de la mesita. Un faro roto, el eje delantero doblado. Para las siguientes navidades, decidió pedir en la carta a los Reyes un Lego.

Además de tener bula celestial y habilidades para el bricolaje, Noé tenía un pico de oro. Sólo así se entiende que su mujer accediera a no invitar a su madre y a su prima preferida al viaje de placer que prometía ser navegar en mitad del desierto. Y encima, que se dejase convencer para tener como compañeros de viaje a una infinidad de bichitos y seres que no sabían tirar de la cadena de la letrina. Claro que el argumento era infalible: “el que no venga conmigo no follará nunca más”. Ante tal espantosa posibilidad, no hubo especie que no enviara una pareja representante, elegida tras numerosas pruebas eliminatorias, muy aplaudidas por sus respectivos públicos. No faltó quien propuso guardar una copia en el arca de la Enciclopedia Británica o el vídeo de boda de Adán y Eva, pero decidieron dejar espacio para comida. Sabia decisión: llovió durante todas sus vacaciones, y aún no ha podido ser escrito el trabajo que se dieron Noé y su mujer durante los meses siguientes en asistir partos.

En la película de John Ford "The long voyage home" (Hombres intrépidos), el personaje que interpreta Thomas Mitchell está a punto de correrse una juerga en tierra con otros marineros aprovechando su reciente paga. Aún en el puerto, los oficiales del Amindra les anuncian que buscan a un hombre más para enrolarse antes de zarpar. La réplica del personaje en cuestión, "Drisk", es la siguiente: "Una bañera asquerosa llena de agujeros, comida podrida, trabajo sin parar y, además, te chafan el cráneo si se te ocurre abrir la boca para hablar: no me extraña que no encuentres hombres". No os cuento el final de este personaje, que es de los que quitan el hipo. Personalmente, a mí se me erizan los cabellos al pensar que, en mi situación actual, me enrolaría en el Amindra.