Desde su refugio podía disparar a cualquier intruso a 100 metros de distancia. De vez en cuando disparaba, de vez en cuando prefería esconderse y dejar pasar a la patrulla de vigilancia. No había que levantar sospechas, aunque ya era muy curioso que al pasar por el mismo sitio hubiera siempre un soldado al que le daba por sangrar como un cerdo de forma misteriosa. Cuando esto sucedía, cuando el emboscado apretaba el gatillo, solía pasar lo mismo ‘Me muero’, gritaba el herido. ‘No te preocupes’, le decían, ‘tenemos un libro sagrado donde pone bien clarito que te salvarás, mira, mira’, y le señalaban una página garabateada con una firma ininteligible, pero claro, no se conocen de moribundos que se acuerden de la grafología. Nuestro francotirador formaba parte de la civilización que defendía su derecho a equivocarse, pero a veces dudaba de si no sería mejor pasarse al otro bando y dejar de vivir en el desconcierto por no tener un futuro escrito. No, ni hablar, había volado la tapa de los sesos al oficinista que le propuso hacerse un plan de pensiones. ‘Dejadme’, exclamó, ‘mi futuro no os pertenece’.