lunes, 8. febrero 2010
"Miles. La autobiografía"

La vida del músico Miles Davis da para una miniserie de alto voltaje. Sin embargo, su principal problema sería que podría hablar de los tics del genio, del comportamiento del genio, del ambiente en el que creció el genio, de las relaciones del genio, incluso de la música del genio, pero no DEL GENIO. En “Miles. La autobiografía” (Miles. The Autobiography, 1989) el propio Miles Davis no le dedicó mucho tiempo a la cuestión: “Siempre he considerado un don el que yo oiga la música como la oigo. No sé de dónde procede, está sencillamente ahí y no lo cuestiono” (p. 488 de la edición de Alba Editorial). Pues eso.

Eso sí, sí que hay en el libro elementos que ayudan a entender que no fuera otro genio malogrado. Me gusta particularmente ese pasaje en el que Miles Davis, 18 años, le dice a su padre que quiere irse a Nueva York con Charlie Parker y Dizzy Gillespie para participar en los cambios musicales del momento, y su padre le contesta: “Miles, ¿oyes ese pájaro que canta ahí fuera? Es un sinsonte. No tiene un canto propio. Copia el canto de los demás, y tú no querrás hacer eso. Tú serás tú mismo, tendrás tu propio canto. De eso es delo que realmente se trata. Así que no seas otro, sé tú mismo” (p. 89).

Esta marcada personalidad y la voluntad de no repetirse a sí mismo y de innovar constantemente como músico marcan su perfil como artista. Es tan exigente consigo mismo que incluso considera a su obra más citada, “Kind of Blue”, como un intento fallido de incorporar el sonido del finger piano africano. Esa exigencia se traslada también a los demás, y pasa factura a numerosos músicos que han trabajado con él, pero no escatima elogios cuando él considera que otro artista los merece.

La conciencia racial de Miles Davis es muy acusada, y eso se manifiesta a lo largo de un periodo especialmente intenso por lo que respecto a la situación de la comunidad negra en Estados Unidos. Sólo hay una persona a la que Miles mira con más desconfianza que a un blanco: un crítico musical blanco. Las anécdotas sobre este apartado son innumerables, y tienen la fuerza de la historia vivida.

Miles Davis, normalmente un tipo arisco y poco hablador, lo cuenta todo. Eso incluye episodios especialmente delicados como sus años de yonqui, sus episodios de violencia de género o su fracaso como padre. También sus incontables amoríos, aunque no cita algunos nombres por respeto a determinadas mujeres. Probablemente el hecho de que Miles hiciera tales confesiones debe tener como causa la labor de Quincy Troupe. El poeta y periodista firma el texto pero su labor parece limitada a ser la de facilitador y transcriptor del discurso de Miles, sin embellecerlo. Eso provoca que a veces haya reiteraciones, que haya extraños saltos en el tiempo, o que Miles diga “hijoputa” en muchos contextos diferentes con intenciones dispares.

Esta actitud de respeto da a “Miles. La autobiografía” el valor de un testimonio único, pero eso no lo hace un libro especialmente atractivo para alguien que no esté interesado en el jazz. Es mucho más agradable la lectura de “Bird Lives! The High Life & Hard Times of Charlie (Yardbird) Parker” de Ross Russell. A pesar de eso, Miles Davis no se priva de decir que Russell era un vampiro y una sanguijuela que se aprovechaba de Bird. Todo un carácter.

Para acabar, me interesa rescatar este otro pasaje sobre cómo valoraba Miles Davis llegar a un público amplio: “Nunca he creído que la música llamada ‘jazz’ estuviera destinada sólo a un reducido número de personas o a convertirse en una pieza de museo guardada bajo cristal como otras cosas muertas que en algún momento se consideraron artísticas. Siempre he pensado que debería llegar a tantas personas como pudiera, igual que la llamada música popular, ¿por qué no? Nunca he sido de aquellas personas que opinan que cuanto menos, mejor; cuantas menos personas te escuchen, mejor eres, porque lo que tú haces es demasiado complicado para que lo entiendan muchos (…) La buena música es buena, no importa la clase de música que sea” (p. 253). Palabra.

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