Fue su madre quien le denunció. Podría ser la rutinaria salida para comprar zapatos juntos, él y su madre, de no ser porque enfrente no había un señor con el calzador como única arma. No, era un oficial que creyó a pies juntillas la versión de la madre y organizó todo con el máximo cuidado para dejar sin escapatoria al muchacho. Durante 48 horas había de llevar un aparato, con unas ventosas adheridas al pecho que llevarían su información mediante tubos que circundaban el cuerpo del muchacho hacia un aparatito electrónico de apariencia inofensiva, como un extravagante reloj de cintura, en el que se almacenarían todas las blasfemias del hijo descarriado. Sí, era un blasfemo, y a pesar de que el chico quería llevar esos días camisetas anchas para disimular lo más posible no pudo evitar los cuchicheos y los dedos acusadores. Todo el mundo blasfemaba en privado, algunos en público, pero esquivaban la vigilancia materna. Porque es por tu bien, dijo ella. Os podéis imaginar al crío: entre la humillación social, las dificultades para dormir, la imposibilidad de ducharse en condiciones y la impotencia de sentirse acorralado en su propia casa, el registro no paró de trabajar.