jueves, 17. julio 2008
Vacaciones 2008: Sketches of Spain (3)
Javi
11:49h
MIÉRCOLES 2 Peso 74 kg. Son las 07:45 de la mañana en l'Hospitalet de Llobregat, ya me he duchado, y ya estoy sudando. El termómetro del vagón de Cercanías marca 24º C. Me dirijo al AVE. En mi opinión, la expresión “ir en carroza” debe ser revisada. A más de 250 km/h, apenas se notan vibraciones. El vehículo se desliza suavemente entre las heridas del terreno. Además de prensa, el billete de preferente permite un desayuno, café, zumo, un croissant, un pan, un poco de mantequilla, guisantes con jamón y una quiche. Todo tiene un sabor que tiende hacia lo indeterminable. Ah, y un yogur azucarado. Lo más neutro del mercado. Una vez en la estación de Atocha, pregunto a los diferentes uniformados que me encuentro dónde comprar un billete de Regional para ir a Segovia. Todos me señalan en la misma dirección. Llego a una oficina de venta de tickets, “Atención al cliente”, y cojo un número de cola para “Salida hoy”. Quedan unos 80 números por delante, y tres cuartos de hora para el próximo tren. Hay 7 mesas, pero sólo dos trabajadores para “Salidas Hoy”. Uno va marcando los números sin que prácticamente se le dirija nadie. La otra, sin embargo, atiende a unos callados extranjeros durante muchísimo tiempo. Desde que me fijé en esta tardanza, al primer trabajador le dio tiempo a marcar 30 números antes de que a la segunda se le presentara la oportunidad de marcar uno. De esta manera, la cola no avanzó lo suficiente y perdí mi primera opción de tren. Así pues, cuando finalmente me llegó el turno, pedí uno que salía al cabo de dos horas. Sin embargo, era la cola del AVE que pasaba por Segovia. Nadie me había aconsejado bien. El billete del AVE era varias veces más caro y además había que desplazarse a la estación de Chamartín y hacer un trasbordo. Además de correr, hubiera llegado sin comer y sólo una hora antes que con el otro plan. Así pues, decidí dar por perdidas las horas y volver a preguntar dónde comprar un billete de Regional. La segunda trabajadora me indicó el sitio correcto, compré mi billete por 5,90 euros, y me dediqué a buscar un sitio tranquilo donde probar un bocado. 3,25 euros por una coca-cola y un bocadillo de salchichón. La estación de Atocha es una zona de paso y no hay lugar donde sentarse, al menos yo no lo encontré hasta que me fui a los andenes, y tampoco había muchos asientos. Parece diseñada para huir de ella. De todas formas, teniendo en cuenta la gran cantidad de trenes que pasan, la información que llega por las pantallas es un poco cicatera. Por eso, los andenes se convierten con frecuencia en un rosario de almas que deambulan buscando cómo salir del desconcierto. Una vez dentro del tren de Cercanías, percibo que sólo la megafonía y los marcadores monolingües permiten distinguir un tren de Cercanías de Barcelona de otro de Madrid. Después, claro, ir viendo el paisaje y las estaciones. Abundantes graffiti de caligrafía diversa, mundo ferroviario fantasma, escombros y vías muertas. Alzando un poco la vista, árboles no muy altos, monte bajo, color inesperadamente verde para principios de julio. En el tren, cada vez menos gente. A la altura del Espinar, comparto vagón con otras 3 personas. A medida que avanza la tarde o que nos dirigimos al Oeste, el cielo se encapota más. A las 15:50, la temperatura ha refrescado hasta los 17º C. La primera sensación que me llevo de Segovia es auditiva: el sonido de mis pasos entre las calles empedradas y adoquinadas. Hay muchos desniveles salvados con escaleras. Los coches que no estacionan en los aparcamientos privados o particulares se hacinan en las plazas. Noto que algunos pronuncian “acueduzto”. De todas formas, me dirijo en primer lugar a la Catedral de Segovia. La entrada vale 3 euros, para su conservación. Al entrar, se oye por megafonía una coral, probablemente barroca, muy molesta. Sólo se aprovecha la nave central para la feligresía. No hay nadie sentado en los bancos, y no hay un lugar claro al que mirar, ni siquiera el altar. Se combina ostentación y religiosidad de forma algo caprichosa. Es un recinto en el que predominan los altos barrotes. Me llamó la atención una virgen románica del siglo XII, de posición hierática, cejas marcadas y mirada dura (igualmente reproducida en el niño Jesús), expuesta en un cajón con luz artificial, totalmente desubicada pero fascinante. Como el día no está soleado, el efecto de las ventanas con cristales de colores no se percibe. El claustro, un remanso de paz, está también separado por barrotes y tiene además unas redecillas en los laterales para que no se posen las palomas. Muchos objetos y algunos cuadros acaban de componer el perfil de un almacén sacro. En la Plaza Mayor hay un aseo público que a una hora avanzada de la tarde está razonablemente limpio. Mi cena de aquel día: de primero, milhojas de verduras y gulas con salsa de queso y trufa, y de segundo, huevos de codorniz con foie y verduras. Acompañado de vino segoviano Ribera de Polendos. De aperitivo me ofrecen unos calamares y un pincho de tortilla (éste, más rico). De postre, flan casero. Todo muy rico, pero en el primero sobraba el queso y en el segundo las virutas de patata. No sumaban ni restaban. No aportaban. He de admitir que el vino fue demasiado para mí. No llegué a mi habitación dando tumbos, ni me perdí (mis puntos de referencia fueron buenos), pero a las 10:15 ya estaba en la cama. A las 3 de la madrugada, eso sí, me di cuenta que sudaba y que era suficiente taparme con una sábana. JUEVES 3 Un café con leche, 4 churros y una bonita sonrisa: 2 euros. A las 9 de la mañana de un jueves de julio ya hay escolares junto al acueducto. La avenida Fernández Ladreda está bastante surtida de camiones, de preparativos de la Feria del Libro (que empieza en un par de horas), y hasta hay un escenario junto al acueducto, en el que las veces que pasé a su lado nunca llegué a ver que nadie se subiera. Empiezo a caminar en dirección al Alcázar, dejando el mapa guardado, siguiendo la máxima “el sol en el cogote”. Esta técnica me permite pasear por calles estrechas con casas pequeñas y humildes, de teja vieja y con algunos cristales rotos. Sin problemas llego a la calle Velarde, vecina de la calle Daoiz, nombres ligados al 2 de mayo de 1808 como su próxima calle Daoiz. Y al final de ambas aparece el jardín del Alcázar. La visita guiada al Alcázar, con derecho a subir a lo alto de la torre incluida, vale 7 euros. Por qué no. Paso a una sala de espera donde se ahorra electricidad. Se oye el ruido del agua corriendo entre fuentes y piedras. Una vez se persona el guía e inicia la visita, comenta que los incendios no eran infrecuentes y apenas quedan dos artesonados del siglo XV, así que buena parte del Alcázar es una reconstrucción. Para que la imitación sea buena, son citadas muchas veces las láminas de José María Abrián como fuente. Se ven armaduras de torneo que podían pesar entre 80 y 90 kg, las hay incluso para niños. Sobresalen las puntas del pie, o acicates, con las que los caballeros golpeaban al caballo del rival con el objetivo de hacer caer a su adversario. Por supuesto, para la guerra debían llevar otros atuendos más ligeros. Fue Felipe II el que cambió la teja árabe de cúpula redondeada por los picos de los palacios centroeuropeos que son característicos del Alcázar. En el artesonado del techo hay 10 kg de oro, que daban lujo y claridad a las habitaciones. Hay una pintura sobre la coronación de Isabel la Católica en la que ninguna de los personajes tiene los labios pintados: la obra es a la vez una conmemoración de la fecha del 13 de diciembre, Santa Lucía, patrona de los ciegos. Los Reyes iban con el mobiliario de un lado para otro. Entre ellos incluían el reloj de arena, que medía el tiempo de las visitas. Nadie debía agotar la arena de la parte superior. 152 escalones llevan a lo alto de la torre, buena parte de ellos en forma de escalera de caracol. Puede ser un suplicio, pero para mí, que vivo en un décimo piso, es soportable. Al llegar se ven unas vistas regias, excepcionales, pero si se va por la mañana tiene una mala foto porque el sol da a contraluz si se quiere encuadrar hacia la ciudad. A las 12, al pasar junto a la Catedral, en la Plaza Mayor, hay un mercadillo. Algunos vendedores gritan las bondades económicas de sus productos (“2 pares, 5 euros”, clama un zapatero) y ninguno las cualidades de la mercancía. Se toca el bolsillo. La Feria del Libro se acaba en un plis plás. Muchos stands venden los mismos libros. “El niño del pijama de rayas”, de 13 a 10,70 euros. Sigo, pues, hacia arriba buscando el punto más bajo del acueducto. Hay que seguir un tramo de fuerte pendiente. El acueducto pasa a tener dos pisos de dos arcos a tener sólo un piso, cada vez más pequeño, hasta llegar a la Casa de Aguas, a partir de la cual el mismo muro se convierte en una pared que se va haciendo más baja hasta que te puedes sentar en ella. Dentro de la rendija básicamente hay hojarasca, pero está bastante limpia. Y al lado del inicio del acueducto, el único semáforo que he visto en Segovia, y funciona para las coches. Los intentos por salir de la ruta establecida (ver la iglesia de San Martín o de la Trinidad) no dan el fruto esperado. Ambas están cerradas. Siguiendo por Ezequiel González hacia abajo desciendo por unas escaleras peligrosillas, que me dejan en un parque donde se reúne la muchachada. Alguno saca los acordes de “El padrino” con su guitarra, otros juegan a fútbol, y un abuelo juguetea con un perrazo negro que me toma como su juguete hasta que ve llegar a otro canino blanco. Le rodea varias veces, avanza hacia el riachuelo, chapotea en él y vuelve a salir como un rayo. No está muy bien de la cabeza, el perruzo. Más ligero que el perro corre el aire fresco fugazmente diluido por la transpiración de los practicantes de footing. Me he metido por el Clamores y salgo por el valle del Río Eresma. Tengo la sensación de haber recorrido Segovia de punta a punta, así que desando el camino andado con la única esperanza de no perderme. Tres cuartos de hora más tarde, con los pies como pasados por un mortero, me detengo en la terraza más llena que veo. Mucha gente mayor y, cómo no, dos catalanes. Hay muchos británicos, bastantes franceses, algunos de otros lugares… pocos segovianos. VIERNES 4 Que tenía sueño atrasado lo demuestra el hecho que dormí durante 10 horas, hecho totalmente inhabitual. Me despertó un mal giro de cuello mientras soñaba con una especie de gusano de color amarillo gominota que, si le cortaba una parte, era capaz de generar un nuevo animal del que salía un fino hilo negro que servía para facilitar su alimento. Había cortado varias veces y empezaba a buscar soluciones de emergencia como el agua para exterminarlo cuando desperté. En fin. Otro café con churros (y media clientela de la barra preguntaba por María, sonrisa ausente, sustituida por un tipo enérgico que no estaba para bromas). Cuando estoy en la estación de autobuses, a falta de poco más de diez minutos de la partida de mi bus, hago una foto de rutina y me doy cuenta de que me he dejado la tarjeta de memoria de la cámara de fotos en la habitación del hotel. Fuerza de intervención rápida. Llamada al hotel con dedos temblando de excitación. Carreras por la calle con todo el equipaje en la mano. Me esperan en la puerta. Doy las gracias y un par de frases más y vuelvo por donde he venido. Llego a la estación y hay un montón de autobuses recién llegados, con sus pasajeros ralentizados, y a todos les pregunto cuál es mi bus. Tiene color azul. Llego unos 30 segundos antes de que cierre las puertas. Bien. Buf. Linecar llevará a unos 20 pasajeros desde Segovia hasta Valladolid. Carreteras en obras, con tramos directamente bacheados, castigan los amortiguadores. El conductor se queja, claro, pero el vehículo responde bien. La tierra por la que pasamos ya amarillea. En Cuellar sube otra veintena de personas. A la entrada de Valladolid hay muchas casas a medio construir, huérfanas de obreros. Es una ciudad bastante dinámica, incluso a las 14:00. Con el sol que cae, la mejor idea es comer. Escojo el Figón de Recoletos: un gazpacho, media chuleta de lechazo asado, vino y agua. El lechazo es exquisito, jugoso, tierno y de un sabor suave del que parece que no te puedes hartar. Una tarta de queso de la casa pone un buen colofón. Tras una siesta, me dirijo a la Catedral. Plaza ancha, como la de León. Entro por una puerta lateral en un edificio imponente, de techos altísimos e iluminación adecuada. La nave central está vacía, y en un brazo se está oficiando una misa con unas decenas de fieles, la mayoría mujeres mayores. Mientras, los escasos turistas damos vueltas por el lugar. En el pasillo de la nave central, una alfombrilla sin marcas de suelas, que sólo pisan algunos despistados. Se anuncia que en la nave izquierda de la Catedral se puede ver el Museo Diocesano y Catedralicio, con once capillas románico-góticas de la Antigua Colegiata y 450 obras de orfebrería y escultura, etc. Sin embargo, yo ya tengo bastante. Lástima que con mi cámara era imposible captar toda la fachada principal, pero qué le vamos a hacer. Valladolid es una ciudad que incita a salir y pasear. Está viva, y de vez en cuando te topas con un edificio interesante. Me dirijo hacia el Pisuerga, esta vez con el sol de cara como pista, y paso al otro lado para buscar la sombra. El río tiene más de 100 pasos de ancho. Junto a él se está fresquito. Vuelvo a cruzar por García Maroto, donde oigo el tintineo de unos botes atados en la parte trasera de un coche. Recién casados… como en “La tonta del bote”, con Lina Morgan. Me siento en una terraza. No muy lejos unas mujeres se tiran sin querer la bebida. “No te preocupes. Ahora pongo la falda en un poco de agua con… con Norit, y ya está”. Y siguen. La jarra de cerveza, que es un quinto, vale 1,90 euros. Me la sirven con patatas chips, insulsas, pero la cerveza me sienta divinamente, de las mejores experiencias con una cerveza en el gaznate, calmando la sed. Mientras, a mi lado se conversa sobre los ex futbolistas del Valladolid (qué fue de Onésimo o Benjamín, por ejemplo). En la Plaza Mayor se juega un torneo de Pádel. Hay gradas prefabricadas altas, hay que entrar si se quiere gozar del espectáculo. Llega la noche y juegan un ratito más con luz artificial. La muchachada se concentra en la Plaza Mayor y aledaños, dispuestos a gozar de una noche de viernes de verano. SÁBADO 5 A las 3 de la mañana aún hay bastante bullicio en las calles. A las 7:45 hace un bochorno que me expulsa de la cama. Saliendo a la calle y caminando por la ciudad, sin embargo, se está bien, así que me dirijo al campo del Valladolid, el José Zorrilla. Se espantan al oírme decir que llegaré allí caminando, pero no es para tanto, no llega a la hora de camino. Las calles céntricas están regadas y limpias, y la periferia está tranquila, con pocos coches y con algún que otro practicante de footing. El campo está apartado de la ciudad como un enfermo. A cambio, los pájaros trinan con más ganas. El camino de vuelta es casi penoso. Oigo las campanadas de las once cerca de la Plaza Mayor. En un café de la plaza me pido dos croissants y un café con leche. Un desayuno, 3 euros. A mi lado, una conversación de entendidos de pádel. Al poco aparece una chica reclamando hielo porque en dicho torneo se les ha agotado. A las 11:15 han vuelto a empezar, dispuestos a aprovechar el sol antes de que caliente en exceso. La iglesia de San Pablo está en pleno proceso de restauración. Al llegar a la Plaza, un andamio tapa toda la fachada. Al lado, una entrada del Museo Nacional de Escultura. En ella, en un caballete, una inscripción indica que la entrada se compra en el Palacio de Villena. Ni que esté al lado: ni hablar. Justo al lado está la Casa Museo de José Zorrilla. Entrada gratuita. Un remanso de paz. La visita es bastante recomendable. Tras la proyección de un audiovisual de 5 minutos de tono introductorio, una guía hace un recorrido por la casa, más tratando de centrarse en cómo se vivía en ella que en rollos sobre literatura. Según la guía, debería haber muerto Zorrilla en Barcelona, pero unos encargos para escribir unos artículos en Madrid cambiaron ese destino. La familia Zorrilla siempre vivió de alquiler, y la casa está llena de elementos de diversas familias que la habitaron, hasta que pasó al Ayuntamiento. Destaca el cuarto oscuro en una habitación, todo un reducto de claustrofobia, así como la muñeca que servía de ambientador (se abría por la mitad para introducir la materia prima, y salía el perfume por su sombrero). Para comer, me pido una ensalada templada de langostinos (lo templado es la vinagreta) y chuletillas a la parrilla. Un vino y un arroz con leche completan un menú bueno y eficaz. Sorprende que sólo haya un tren de RENFE que salga de Valladolid con destino a Zamora. Un tren que sale a las 18:20. Y sólo una línea de autobús para cubrir las dos capitales de provincia. Es muy poco. Eso sí: la comunicación con la capital (Madrid) funciona estupendamente. Es sábado. A las 19:20 muchos turistas en las calles céntricas. El estruendo de la pista de pádel es grande cada vez que se produce un punto espectacular (aunque no hay muchos, o eso se intuye acústicamente). Como ciudad grande, Valladolid tiene sus pedigüeños. Donde las negativas no sirven, el acto de sacar la libreta es un repelente magnífico. Una cerveza servida en una copa rota, y sin tapa, 2,80 euros, en la calle Santiago. DOMINGO 6 Sueño ligero y frecuentemente interrumpido por las voces de los más fiesteros. A la hora de los barrenderos, con sol bajo y aire algo más que fresquito, avanzando subrepticiamente hacia los huesos, salgo de la estación de autobuses de Valladolid para ir a Zamora. Compañía La Regional V. S. A., 6,60 euros. Una decena de jóvenes de piel aceitunada se baja en Tordesillas. Muchos llevan gorra, todos llevan mochilas ligeras. Al llegar a Zamora, visito el Museo Etnográfico. Mucha palabra inconcreta y un orden discutible. Una planta está destinada al barro, otra al alma y al cuerpo, otra a la forma y el diseño, otra al tiempo y los ritos. Es una casa de citas (literarias) con un cúmulo de objetos y ropajes. Menos mal que es gratuito en domingo. Al llegar al castillo de Zamora, una valla impide el paso. Está en pleno proceso de restauración “y recuperación de las estructuras defensivas del castillo medieval de Zamora, zona del foso, así como tareas de excavaciones y demoliciones en su interior”. Al lado hay un mirador, pero desde él se ve mucha obra nueva y no es especialmente recomendable. Eso sí, a la izquierda hay otro más atractivo, el que está cerca del Duero. Tiene unas rendijas desde la que uno se puede asomar al vacío y dan un poco de vértigo, además de que mejor que se mantengan lejos del alcance de los niños. Cualquiera comprueba si son suficientemente anchas para que pasen. En la Catedral suenan las campanadas de las 13 horas. También en su interior, donde hay más de un centenar de fieles, están restaurando el pavimento. Los turistas pasean por los laterales y retroceden como alimañas atraídas y ahuyentadas por el fuego. Visto esto, me voy al Rincón de Antonio. Menú degustación, con buen vino. Me sirven 8 platos espléndidos, entre los que destaco fácilmente cuatro: 1, queso zamorano con crema de membrillo, nueces y aceite de oliva (el primero); 2, pechuga de pularda con langostinos, crema de ajo y mango (el tercero); 3, garbanzos de Fuentesaúco con boletus y ajoarriero (un quinto maravilloso); y 4, carrilleras de terna de Aliste con setas estofadas en una salsa de vino de Toro y miel (el sexto, plato cuya única pega es que al acabarlo no puedes sonreír, de tan negra que tienes la dentadura). Lo peor, la música: otro restaurante que pone discos de Sade enteros. Grmbf. Todo se dispara por encima de los 60 euros, pero los doy por bien empleados. La tarde del domingo la tenía reservada para ver la final Nadal-Federer. Empezó de forma algo anodina. Cuando se debió interrumpir el partido por la lluvia, con un resultado favorable al manacorí por 6-4, 6-4 y 4-5, debí improvisar sobre la marcha. Huí al Museo Catedralicio. Entrar vale 3 euros. También tuve la sensación de almacén sacro. Se ven más los carteles de “No tocar” que las descripciones de los objetos, algunos de ellos preciosos. La sensación cambia al subir al segundo piso, el de los tapices. Algunos de ellos ocupan grandes paredes. Son algo recargados para mi gusto pero su belleza es incuestionable. Sorprende “La coronación de Tarquino Prisco”, un tapiz en lana y seda del siglo XV del Taller de Arras, o la “Historia de Aníbal (La entrada en Italia)”, tapiz en lana y seda del sigo XVI, del taller de Bruselas. En algún tramo de este segundo piso, las baldosas del suelo se levantan, faltan algunas, y se podría tropezar. Lástima. En lo que es propiamente el interior de la Catedral, el recorrido es más largo del de esta mediodía, cuando estaba abierto a la feligresía. Aunque la Catedral fuera bonita, quedé más impresionado con la Iglesia de Santa María Magdalena, de una sola nave. Transmite una sensación inigualada por ninguna otra iglesia en este viaje. Pura espiritualidad. Poca luz, sin llegar a cegar. Incluye un sepulcro románico, “pieza única en su especie”, que está mal situado, junto a un ventanal que da a un claustro ajardinado en el que la luz de la tarde esconde su impacto y su belleza austera. A la vuelta a la habitación del hotel, veo que el partido de tenis se ha puesto más emocionante. Federer ha ganado el tercer set por 6-7 y van 4-4 en el cuarto. Mucha más emoción y golpes realmente bonitos. Federer se impone nuevamente en el tie-break tras salvar alguna pelota de partido, y al quinto. Y con 2-2, nuevo parón por la lluvia. Quedan pocas horas de luz, pero puede ser que dé tiempo a finalizar el extenuante partido ese mismo día. Y tras un duelo precioso, Federer empieza a mostrar síntomas de cansancio en sus desplazamientos laterales para buscar su drive y empieza a fallar puntos que antes se agenciaba con comodidad. Nuevamente gana Nadal una final llevada al límite. Los Nadal-Federer en Wimbledon deberían formar parte de una DVD-teca, para que deportistas de toda condición y tenistas en particular observen qué pasa cuando se unen talento, espíritu competitivo y deportividad. Tras ver aquello, que después McEnroe calificaría como “el mejor partido de la historia”, no podía salir a la calle. Me quedé en mi habitación leyendo “El mundo de los prodigios”, de Robertson Davies. Por todo, un día mágico. LUNES 7 Café con churros, 1,50 euros. Bajo por Balborraz y me paso por los márgenes del Duero. El que está más alejado del centro de la ciudad está lleno de árboles que obstaculizan una foto del puente de Piedra y la Catedral. Al final, me tengo que ir al Puente de Hierro, pero no tengo objetivos tan potentes como para que se haga una foto adecuada con los elementos que quería. Subo por Cuesta Pizarro a buen ritmo. Me sorprende que en una librería haya pocas novedades y sí libros en portugués y español de corte divulgativo. “Toxicología o doctrina de venenos”, “Historia de la arrería Pengüelana”, “La matanza del puerco” o “Molinos tradicionales”. Mientras paseo busco algún restaurante modesto, y encuentro alguno en el que por 10 euros me como un arroz a la zamorana y un mero a la romana. El arroz a la zamorana incluye chorizo o bacon. El vino ayuda a bajarlo todo y a hacer la siesta correspondiente. Después salgo sin ningún plan previsto. Voy en dirección contraria a la Catedral, nuevamente hacia el Puente de Hierro, y después giro sobre mis pasos pero buscando calles secundarias. Veo una ciudad más grande de lo que los propios zamoranos se empecinan en hacerme creer, y muy bien acondicionada en algunos lugares. Allí donde hay calles viejas, no se ven vetustas. Tras la caminata al sol, me pido un granizado en un café de la calle de Santa Clara con vistas privilegiadas de los paseantes. Turistas, lugareños, abuelas con bastón, niñas con helados, cincuentonas con cámara de fotos, madres paseando a sus bebés (bastantes)… El granizado de limón con unos frutos secos, 2 euros. De noche refresca bastante. Muchos cogen el coche. En algunos locales suena música rock español guitarrero, pero no están muy llenos. Los chicos hablan de sus casi-conquistas y las chicas de lo que son capaces de hacer cuando están borrachas. Y en la habitación de al lado en el hotel, hay carnalidad. MARTES 8 Los vendedores de tickets de autobús se toman su trabajo con mucha calma. Son dos ventanillas en la compañía Zamora-Salamanca, pero ninguna expende nada. Aparecen al cabo de 15 minutos. Un billete vale 4,25 euros. El viaje dura una hora. La ciudad de Salamanca se ve bonita y es de fácil orientación. No hace ni media hora que estoy aquí, y al preguntar por el Archivo General, ya me han hablado de la calle del Expolio “o del Atropello”. Para comer, sopa castellana y tostón asado “cochinillo”. La sopa castellana es un consomé caliente con jamón y huevos, y el cochinillo es algo huesudo. De postre, leche frita con canela, muy buena. A la salida de la siesta me voy a ver la puerta del Archivo General de la Guerra Civil. Está en el centro de la ciudad, pero de forma periférica. Algunas personas entran en los 10 minutos en los que estoy cerca de la puerta buscando encuadres para las fotos. Por las calles de Salamanca circula una oruga vocinglera autodenominada “Salamanca Monumental en Tren”, un paseo que dura veinte minutos y que va muy rápida para permitir apreciar las cosas bonitas que hay… Pero yo escojo seguir caminando. La Casa de las Conchas es una biblioteca pública, y no es tan bonita al natural como en los libros de texto de mi infancia. MIÉRCOLES 9 Esto se está acabando. Muy poca gente en la Plaza Mayor a las 9 de la mañana. Las calles, casi vacías, los cafés, silenciosos. En uno de la Rúa Mayor me bebo un café con leche y pido una tostada de aceite y un croissant de chocolate. 2,50 euros. La Universidad es un sitio tranquilo. Además, el Campus universitario está fuera de la ciudad. Junto al Puente Romano, modesto, hay una pista de atletismo. Había gente haciendo footing a las 11 de la mañana con el sol picando, lo prometo. El Archivo General de la Guardia Civil era originalmente un hospicio de expósitos. Está estructurado en apartados: documentos sobre masonería o especial, documentos sobre lo político-social, documentos para la represión (1942-79), y documentos posteriores a 1979. No hay prácticamente documentos de la zona nacional. La función del archivo era facilitar datos para la represión, pero en el audiovisual se destaca que ha servido para dar retribuciones económicas a republicanos. Hay una exposición sobre la masonería, pero es algo tétrica, con documentos mal iluminados y con una sala donde se acumulan, de forma poco realista pero con voluntad de ser didáctica, todos los símbolos posibles con una locución como única guía. Pese a todo, el personal es amable y atento, dispuesto a entregar alguna fotocopia del material a la vista que se le solicite. Llegan unas chicas para hacer un trabajo de instituto. No escucho su pregunta, pero sí la respuesta del empleado o funcionario: “Aquí no hay del bando nacional, sólo hay documentos del bando republicano”. Desde un locutorio pakistaní situado en la Plaza Mayor veo que mis notas son lo suficientemente buenas como para merecer el viaje. Magnífico. Busco donde comer. En un restaurante recomendado veo que no ponen los precios en la entrada, lo que me hace sospechar. Así que voy a otro que es caro, pero al menos es honesto. Me pido unas patatas rellenas de bacalao y lechazo asado. Ante el calorazo tremendo que hay fuera, me pido agua para acompañar. De postre una crema de leche, con miel. Todo muy charro y bueno. Me dirijo hacia la calle Van Dyck, en una zona nueva, perfectamente adaptada al tráfico motorizado. Muchos locales, algunos locutorios, dos cines multisalas donde prácticamente proyectan las mismas películas. Zona donde se mueve muchachada. Parece mentira lo tranquilo que se está en el Campo de San Francisco teniendo en cuenta lo cerca que está de la Plaza Mayor. Hay una pareja de enamorados, algún abuelo paseador y docenas de pajaritos que cantan casi como en plena naturaleza. Colas en las heladerías de la Plaza Mayor a las 19:30. Me pido un cucurucho de queso con mango, 2 euros. Un montón de jóvenes se sientan en el suelo de la Plaza Mayor. Si lo hacen por emular a los universitarios de antaño o si lo hacen de motu propio, no lo sé. Pero no es corriente. A las 21 horas vuelvo a la calle Van Dyck. Ya no es una calle más. Todos los extractores de los locales huelen a trabajo a cascoporro. Montaditos con o sin piquillo, tapas y raciones de todo tipo. Muchachada y gente madura (ésta cerca del Paseo del Doctor Torres Villarroel). Los tunos que he visto bajar desde cerca de la calle Van Dyck se dirigen a la Plaza Mayor en la que ha sido su esquina las dos tardes que he visto, la que está más cerca de Corrillo. No muy lejos, cerca de la Rúa Mayor, un guitarrista habilidoso saca las notas de “So What” de Miles Davis y otros temas de jazz. Encantador. JUEVES 10 El taxi para llegar al aeropuerto de Matacán me vale 19,50 euros. Hay un autobús, de la compañía Huerta, que también te deja en el mismo sitio, pero llega un poco más justo. Claro que en la pantalla del aeropuerto sólo se marcan dos salidas, uno a las 10 y media y otro a las 6 y media, y los dos hacia Barcelona, con compañías diferentes (Lagunair e Iberia). Y no hay mucha gente, así que hubiera dado tiempo con el autobús a facturar y a pasar la tarjeta de embarque, pero claro, eso quién lo asegura… Una joven está en el mostrador de información, hace la facturación y recoge las tarjetas de embarque. Sólo le falta pilotar. Y a la vuelta, el sudor. El bochorno. Eso sí, sigo pesando 74 kg. ... Comment on 29/7/08 13:18, trapa añadió:
Mmm menudo periplo, como si de las Edades del hombre se tratara jejej. En Salamanca he estado unas cuantas veces, y siempre tengo la misma sensación de tiempo detenido. Segovia está cerca de Madrid, pero quién sabe si por ese motivo sólo he estado una vez por allï. Pero conozco segovianos y sólo por eso sé que la ciudad es mucho más de lo que aparentemente uno percibe, así que me pongo como deberes intentar descubrir eso alguna vez jeje. En Pucela he estado como de paso siempre, así que sólo puedo rememorar su comida, que es estupenda. En cambio, de Zamora no sabía nada aparte de su fama por la Semana Santa (y es algo que en principio me echa para atrás). Por eso la ciudad me sorprendió y me gustó mucho -la parte vieja, claro, porque la nueva es casi igual a cualquier otra ciudad- Hay una iglesia -que para variar no recuerdo el nombre- pero que me sorprendió por su forma, cuadricular, lo que hacía presagiar que no estaba muy vinculada al Vaticano, y solo por eso me empezaron a caer bien jeje. La ciudad es una maravilla, con todo a mano, y con la única pega de haberse cargado las murallas, pero bueno, era otra época y había otros intereses, claro. 29/7/08 22:02, Javi añadió:
No se puede tener todo, pero hay sitios donde tienen mucho. Y si hay la oportunidad de ello, hay que descubrirlo. Un placer volverte a leer. Espero que tengas unas buenas y merecidas vacaciones!! 8/8/08 2:16, trapa añadió:
Algo de eso me pasó con Palencia (provincia, la capital aún no la conozco), que cuando la descubrí me encandiló. Hace falta, eso sí, que te guste el románico y los pueblines con increíbles iglesias románicas. Si tienes eso la provincia te atrapa -además, su gente me cayó muy, muy bien-. Yo estoy de vuelta de la primera fase vacacional, así que mi depresión va en aumento, claro. Por cierto, me parece haber leído que habías recomendado canciones hace poco. Y yo añado una que creo que no estaba: "Standing next to me", de The Last Shadow Puppets (reconozco mi debilidad por Alex Turner y por el temilla en cuestión, que está siendo uno de mis hits veraniegos). Te sigo leyendo 8/8/08 23:35, Javi añadió:
Tomo nota de las dos recomendaciones, la palentina y la musical. La lista de las canciones de mitad de año la borré, porque cuando el agua está agitada no se ve claro a través de ella. La dejo reposar, sigo escuchando música y a final de año publicaré una lista más desarrollada. Un abrazo y que vaya muy bien tu segunda fase vacacional!! |
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