Existe un país de 3.000 bellas bailarinas. Una nación con estado, capital y administración propias en las que las bailarinas desarrollan sus habilidades con entera libertad y pagan sus impuestos con el fin de acumular dinero comunitario para contratar al servicio de limpieza que limpia el parquet cada mes. Porque mira que se ensucia el parquet.

Las 3.000 son bellas, no hay ni una con un lunar en el centro de la nariz, con acné rebelde o que se pinte los labios de color violáceo. Porque mira que hay colores feos para pintarse los labios... los labios.

Son 3.000 bellas bailarinas, es decir, damos por supuesto que una bailarina es joven, grácil, delicada y virginal. Pongámoslo así, que da más morbo. Pues como una de ellas, joven, grácil, delicada y virginal, hay 3.000 en un país creado con el fin de que otra gente les limpie el parquet.

Nos las imaginamos durante los ensayos, con las piernas en ángulo superior a los 90º con un pie sobre una barra fija. Una barra fija kilométrica. Han de caber 3.000 bailarinas. Una longitud, pongamos, de unos 6 km. El país es así alargado, como Chile o como Togo. Pues bien, mientras hacen este ejercicio de precalentamiento, un hombre se apoya en el extremo de la barra fija kilométrica. No adelantemos acontecimientos. La historia decía así: "A un país de 3.000 bellas bailarinas llegó un hombre con un taladro enchufado". Ciertamente.

El taladro de este hombre estaba enchufado en un país colindante al país de las 3.000 bailarinas. Hemos dicho que el país de las 3.000 bailarinas fue diseñado para que entre todas contribuyesen al dinero del mantenimiento de un parquet limpio. Ninguna de ellas se dedicó a planificar una infraestructura eléctrica: el equipo musical en el que se ponían los temas musicales que les servían para ensayar sus coreografías funcionaba a pilas. Y para comer y dormir, cada una tenía su casa en un país vecino. Una de ellas tenía una madre que conocía a la suegra del hombre del taladro, pero nunca se habían visto en aquel país.

Ésta era la primera chica que el hombre del taladro enchufado tenía ante sí cuando entró en el país de las 3.000 bailarinas. Como ya hemos dicho, tenía las piernas formando un ángulo superior a los 90º. Él no prestó atención a la sonrisa acogedora de la bailarina: accionó el taladro. Y pasó lo que había de pasar. A ella le cosquilleaba el pie con el que mantenía su inestable equilibrio debido a la vibración del suelo. Pero eso era lo de menos.

Y el buen hombre repetía su labor ante cada bailarina. Sabía que no tenía cable suficiente para acabar aquel mismo día, pero si no culminaba la faena en ese plazo, podría venir al día siguiente y entrar en el país de las 3.000 bailarinas por la parte de atrás. Aunque las chicas le dieran la espalda, hecho que siempre es menos grato, él horadaría 3.000 veces antes de que acabara el día siguiente.

Y así fue. Las 3.000 bailarinas quedaron muy satisfechas con su trabajo. El buen hombre, que ya se había quitado la camisa debido al intenso esfuerzo, se retiró, traspasó la frontera de tal femenino país y desenchufó el taladro. Ellas ya formaban un ángulo superior a los 150º sobre la barra fija. Para eso había venido el hombre del taladro: para levantar la barra kilométrica.