Mar adentro

No creo que aporte mucho a la historia del pensamiento si afirmo que a Alejandro Amenábar le pierde la estética. Tiene tan interiorizado lo que quiere contar (el proceso de agonía que vive una persona desde un hecho fatal hasta su desenlace, teniendo un lugar clave la muerte en algún punto del recorrido) que la fascinación hay que buscarla en otro sitio. Sus películas se resumen en dos incógnitas: dónde pone la muerte (al principio, a la mitad, al final) y si será capaz de superarse estéticamente.

Sobre el primer ítem, la publicidad que obtuvo en su momento el caso de Ramón Sampedro actúa a la vez de spoiler y de acicate del film. Es decir, una vez se tiene clarísimo adónde se dirige el protagonista, lo que importa es el trayecto, y si es agradable o no. En este sentido, los diálogos son fundamentales. Siempre hablan claro y casi siempre hablan directamente al espectador. Paradójicamente, no con la intención de convencer, sino de vencer. De conseguir que el espectador esté cómodo en la butaca a pesar de la dureza de lo que ve. Y hay que decir que el objetivo está cumplido.

Sobre la segunda cuestión, hay que hablar separadamente del audio y del vídeo. Lo que oye el espectador tiene un cuidado extremo. Las músicas que escuchan los protagonistas suenan desde las habitaciones, lo que transmite una sensación de amplitud y de espacio que te introduce directamente en esa casa gallega. La banda sonora suena a todo trapo cuando le toca (otra partitura más de Amenábar, y Carlos Núñez tocando la gaita en el buen sentido de la expresión). Y los acentos de cada uno de los personajes se hacen casi indisociables de la historia y conectan la trama con la tierra que los acoge.

Es aquí donde hay que elogiar lo que se ve. En el apartado de fotografía, Javier Aguirresarobe vuelve a hacer un trabajo excepcional. No es tan predominante como en “Los otros”, pero no por ello menos importante. Y el dominio que ha conseguido Alejandro Amenábar de los recursos del montaje es de maestro. Sin embargo, ¿qué sería de todo esto sin la encarnación de los personajes esbozados en el guión?

Pues sería otra muestra de esteticismo vacuo, pero mira tú por dónde, el proyecto contaba con un equipo de gente que firmó con el film un compromiso, más que un contrato. Por supuesto, Javier Bardem está superlativo, pero eso es algo con lo que todo director cuenta. Lo que no parece habitual es esa sensación de espontaneidad que hay en muchos momentos del relato, que por unos momentos te hace olvidar lo que es habitual en el cine: el vedettismo del “si yo estoy en el plano, yo soy la estrella”. No es el caso de “Mar adentro”.

Hay quienes quieren ver en el film un estimulante del debate sobre la eutanasia y/o la libertad de las personas para decidir por sí mismas frente a una sociedad opresora. Pues muy bien hombre, no seré yo quien lo ponga en duda. Pero tengo la percepción de que eso es algo secundario ante el tiránico y apabullante predominio de los valores estéticos del metraje sobre cualquier otra consideración. Y no es poca cosa: hay temas que son polémicos en una determinada época y que al cabo de los años son debates superados, lo que hace que la película pierda con el tiempo. No creo que esto se le pueda aplicar a la que es, sin duda, la mejor película de Alejandro Amenábar.

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Kill Bill

No sé qué pensará Sofia Coppola, pero si hay que interpretar “Kill Bill” de alguna forma, yo me quedo con la impresión de que es un extraordinario y estrafalario regalo de amor. Algo de eso se nota en otros directores que han trabajado con sus parejas: Roberto Rossellini con Ingrid Bergman, John Cassavetes con Gena Rowlands, Joel Coen con Frances McDormand... Las mujeres están provistas de un aura especial, sea por la paciencia con la que se aguanta el plano de su rostro, sea por la elección de la luz, sea por un encuadre particularmente favorecedor. Cada director viste, rediseña, remodela a su amada, a la manera de cómo John “Scottie” Fergusson transforma a Judy Barton en “Vertigo”. Sólo para mis ojos pero a la vista de todos. Voyeurismo compartido.

Los ropajes con los que Quentin Tarantino viste a su musa (que no su pareja) Uma Thurman son, por supuesto, remiendos de retales extraídos de contenedores en los que se arrojó género chillón que nunca llegó a ser moda. Tarantino ha sido capaz de convertir eso en cine prêt-à-porter, clásico en su corte y vanguardista en sus colores y texturas. Y se ha ganado una clientela fija.

Espero no haber aburrido a nadie con la adaptación del cine al lenguaje de la costura, pero a veces se hace pesado enumerar las referencias a material ajeno o propio que forman parte del discurso tarantiniano. Además, intentar hablar de grandes conceptos en “Kill Bill” no tiene mucho sentido. Trata de la tragedia que se desencadena cuando entre dos personas que se quieren se interpone un embarazo no suficientemente discutido. Las reacciones son inesperadas y dejan graves heridas que dan pie a la venganza. No hay mucho más que desnudar.

Lo que queda, pues, es admirar el estilo. Mejor conseguido en la primera parte, puesto que en la segunda todo está más subordinado a la tensa espera que precede al duelo final. Además, si el principio de “Kill Bill” debería formar parte de una antología sobre los mejores inicios de la historia del cine, el de la segunda entrega es una invitación a abandonar la sala casi tan explícita como la de “Man on the Moon”.

Da igual, asistimos encantados a un videojuego en el que lo más interesante es saber cómo matar al monstruo, ya que tarde o temprano acabarás pasando de pantalla y subiendo de nivel. Y cuando llegamos al “Game Over”, pues nos sentimos como Uma Thurman en la toma falsa del final de los títulos de crédito: listos para empezar de nuevo.

Quentin Tarantino aún no ha hecho una película aburrida. Seguiré asistiendo a sus próximos desfiles, ejerciendo mi derecho de mirón.

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Spider-man 2

“Spider-man 2” es la mejor película muda de los últimos tiempos. Está tan bien dotada visualmente que las palabras de los personajes se convierten a veces en un complemento molesto, ruidoso. Además, Tobey Maguire es el primer actor en mucho tiempo que me hace pensar en Buster Keaton. Por lo de “pamplinas”, digo. La elección de este señor como Peter Parker y de Kirsten Dunst como Mary Jane Watson hace que la historia de amor parezca protagonizada por personas de edad mental menor de la que les debería corresponder.

Desde el punto de vista industrial, Sam Raimi ha enseñado la jugada y una posible tercera parte necesitaría de un guionista especialmente hábil. A partir de aquí vienen los comentarios positivos que sin duda este film merece. Raimi pone toda, toda, toda, la carne en el asador para que le salga una historia redonda, y lo consigue.

Es tremendo el primer tramo de la película: un tipo inteligentísimo y con una fuerza sobrenatural y con un bellezón colada por él se ve absolutamente superado por las circunstancias, por lo que se va transformando en un pringado de tomo y lomo. La responsabilidad que lleva con su traje de superhéroe pesa demasiado para sus hombros de estudiante de pocos recursos económicos. Por si fuera poco, los poderes arácnidos le empiezan a fallar sin que se sepa por qué. Por si no tuviera ya suficientes tareas hercúleas, se suma la acción maligna de un supervillano con 4 brazos metálicos dotados de inteligencia artificial y alto poder destructor. Y hay que añadir al mejunje la presión del mejor amigo del protagonista, que quiere vengar la muerte de su padre matando a Spiderman. Y...

Total, que la cosa está muy mala, hasta que se pone en marcha la poderosa narrativa cinematográfica occidental. Esa que todos conocemos y que ya estaba vigente en los tiempos en los que Buster Keaton protagonizó “El colegial”. Se activa el resorte maestro: la chica está en apuros y el protagonista debe ir a salvarla, poniendo en práctica todo lo que durante el resto de la película había salido mal. La gesta del héroe es más grande cuanto mayor es la remontada y más difícil parece de entrada. Es por esto que la película, aun siendo moderna en sus formas, tiene un gran respeto por la narración clásica, lo que la hace más fácilmente asimilable.

Después están las coñitas psicologistas, la ausencia del padre, el difícil tránsito a la madurez y la asunción de responsabilidades, etc. Cositas para que los fans de Spidey sientan de verdad que están viendo un metraje sobre su criatura porque Raimi ha decidido pasar a la historia del cine rompiendo las tablas de la ley del trepamuros.

Lo que nos lleva a reivindicar el lenguaje y la forma de contar historias en el cine ante los intentos de los puristas de mantener la hoja de ruta que marcan los libros o los cómics, en este caso. Las necesidades no son las mismas. El intento de hacer un capitulito que fue el primer “Spiderman” de Sam Raimi salió mal porque en ningún momento consiguió trasladar la viveza de sus originales. Por citar otro ejemplo reciente, lo de “Hulk” fue aún peor. Rellenar dos horas de imágenes y sonido para su proyección en una sala oscura es una tarea que no se puede encomendar a cualquiera. Por suerte, Raimi da el do de pecho.

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La casa de los babys

Hay cosas sobre el cine de John Sayles sobre las que ya me pronuncié, y a las fuentes me remito. Eso sí, no he encontrado esta vez al pesado que roncaba, tal vez porque escogí una sesión en la que dicho espectador tenía una mejor opción para sestear, una etapa vulgar del Tour. Pero vamos a lo que importa: “La casa de los babys” es la nueva obra de John Sayles, y nuevamente responde a lo que de él se espera. Buscar un tema inexplorado, sacar el machete y ponerse a sudar para aclarar el camino a los que puedan venir detrás, si es que alguien se atreve.

Creo que Sayles es mejor escritor que director de cine. Eso se nota en que realmente todos sus personajes tienen su importancia, todos tienen su frase genial, pero es imposible que en el poco tiempo que dura una película seas capaz de recomponer todas las relaciones propuestas en el guión. Esto puede conducir a que llegue el final de la película y te preguntes qué es lo que hace tal o cuál personaje para merecer que te entretengas con ellos. Lo que a veces puede resultar frustrante.

En esta película creo especialmente que hay una sobredosis de personajes. Los que son mexicanos son algo estereotipados, pero tienen claros sus límites y funcionan a la perfección. No pasa así con las 6 madres que llegan al país esperando llevar los trámites a buen término para volverse a Estados Unidos con un bebé. Todas tienen su chispa, pero se hace difícil identificar cuáles son los problemas de cada una cuando hay escenas de charla colectiva. El más trabajado es el de Marcia Gay Harden, que últimamente parece llevar un punto más de forma que cualquier otra actriz. El personaje de Daryl Hannah es el que tiene el monólogo más tremebundo, el de Susan Lynch tiene la mejor escena... y Maggie Gyllenhaal es guapa hasta decir basta. Sin duda estos son los recuerdos que me dejará esta película cuando pase el tiempo en cuanto a su forma. En cuanto al fondo...

Resulta sobrecogedor seguir la evolución de un niño nacido en México en condiciones de pobreza. Desde el niño callejero que se encuentra un condón y dice algo así como “Si mi madre no hubiera tenido uno de éstos no estaríamos aquí”, pasando por la joven embarazada soltera, por el niño que malvive por su picaresca, la camarera cuya hija está en Estados Unidos, el joven mexicano sin futuro cuya única esperanza es un imposible viaje hacia Philadelphia, y el hombre maduro que estuvo en prisión y maneja con soltura el vocabulario antiimperialista, Sayles va dejando caer pequeñas explosiones aparentemente sin mucho orden, pero de forma implacable.

Por el otro lado están las desventuras de las diferentes mujeres de los Estados Unidos y cómo han llegado hasta un país corrupto que tratará en lo posible de jugar con sus anhelos de ser madres. El espectador siente hacia ellas sentimientos que van desde la piedad hasta el rechazo, pasando por una sincera simpatía. Yo creo que no es poca cosa tratándose de un tema complejísimo como la adopción de bebés en otros países, con el roce cultural que eso supone. En ese sentido, John Sayles sigue en sus trece, insistiendo en no crear un conflicto de la diferencia cultural y lingüística, planteándolo como encuentros colectivos de mutua perplejidad. Tal vez es que le pedimos que haga películas de choque de civilizaciones, pero entonces no sería Sayles y estaríamos hablando de un western moderno. Y si mi abuela tuviera ruedas sería una bicicleta.

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Harry Potter y el Prisionero de Azkaban

Por primera vez, a la salida de una película de Harry Potter, me han entrado ganas de leerme el libro. Sin ser un film excesivamente diferente en lo formal de los anteriores, esta tercera entrega motiva. Curiosamente, siendo el metraje más disperso, más deshilachado, menos dirigista.

Intentaré explicarme, teniendo en cuenta que escribo estas líneas sin tener el cuadro de referencias que tienen los lectores habituales del mago de las gafitas. En las dos películas anteriores todo estaba muy bien atado y explicado para que nadie se perdiera por el camino. Aquí no. Todo parece ser más esquivo. Se deciden actuaciones sobre la marcha. La solución a los enigmas se aproxima hasta que se difumina y se convierte en interrogantes mayores.

Y todo esto en una película nada infantil: el protagonista se enfrenta a su propio miedo, y esto da como resultado la presencia constante del terror. Todo es una amenaza, y el mago, y con él los espectadores, está permanentemente con los sentidos aguzados. Se despierta de esta manera el instinto animal de supervivencia, que además se ve reforzado por la presencia de diversos bichejos, que pueden succionar el alma como si sorbieran una pajita, o arrancarte la carne a bocados.

La película aparca el discurso de la competición escolar para abrazar el del crecimiento del héroe, de su asunción de responsabilidades, de cómo intenta estar a la altura de las expectativas, con el valor añadido de que un error le supondrá a él, y sólo a él, la muerte. Esta historia no se parece, pues, a las otras dos, más centradas en ubicarnos en el entorno socio-pictórico de Hogwarts. Por eso la tercera parte ha sido la que más me ha interesado hasta ahora.

También hay que decir que la historia tiene tanta velocidad que a veces atropella con todo. No ya por el hecho de que se ahorra la presentación de personajes (y, si alguien no ha visto las otras dos entregas, puede andar bastante perdido), sino porque hay situaciones que no se acaban de explicar muy bien. ¿Por qué el niño recibe el Mapa del Merodeador? ¿Por qué se guarda el guión valiosa información, como la condición del maestro Lupin o las posibilidades de cambiar el tiempo del personaje de Hermione? Curiosamente, esto, en vez de perjudicar a la película por enrevesarla, lo que hace es que el espectador esté en la misma línea de perplejidad que el protagonista, con lo que facilita la empatía.

Otro detalle que ayuda es que por fin hay dos personajes que tratan a los niños (los de la pantalla y los de fuera) como a personas y no como a aspirantes a chimpancé. Me refiero a los que interpretan David Thewlis y Gary Oldman. En particular, el primero está soberbio y es el único actor que ha amenazado seriamente el protagonismo de Radcliffe (y por eso dudo mucho que aparezca en próximas ediciones).

Una vez dicho todo esto, hay que añadir lo que ya se intuía tras ver “Y tu mamá también”: Alfonso Cuarón no es un narrador. Bueno, tal vez sí, pero muy a su manera. Desde luego no es un adaptador literal, lo que puede desconcertar a los ya acostumbrados al estilo casi burocrático de Chris Columbus. Además, el guionista Steve Kloves parece haberse relajado y da muchas cosas por ya sabidas, tal vez en exceso.

Llevo escritas muchas líneas intentando sintetizar las sensaciones que me provoca esta película: tiene algo. Y la mejor forma de comprobarlo es compararla con la próxima entrega, dirigida por Mike Newell y con la vuelta al ítem de la competición escolar. Estaré atento.

PS: 12 años más tarde, leí el libro:
* "Harry Potter y el prisionero de Azkaban"

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