martes, 17. julio 2007
2007: (My Own) Sketches of Spain (1)

MIÉRCOLES 4 JULIO

Una vez dentro del avión, unos enormes ojos claros de mujer bajo una frente de piel morena miraban en mi dirección mientras yo buscaba mi asiento. Durante unos segundos, deseé coincidir al lado de esos ojazos. Y mis cálculos cada vez eran más optimistas, ya que parecía que me tocaría justo ese asiento… y así fue! Ella tenía entre 13 y 14 años, sin embargo, me di cuenta al identificar mi asiento. Mi consuelo fue que fui de los más rápidos en darme cuenta del error, otros no tuvieron esa vista… Ya al salir, la niña me preguntaba ¡a mí! cuál era la cinta por la que salía su equipaje. Ni idea, es la primera vez que vengo a Santiago de Compostela.

Un taxista me señala la futura Ciudad de la Cultura en construcción: “se está retrasando por el nuevo gobierno”. Se ve que se finalizará en el 2010, supongo que cara a las próximas elecciones autonómicas. Lo que me da a entender es que el bipartito gallego no se ha tomado el proyecto del gobierno anterior con cariño.

A las 17:30 en Santiago se oyen los gritos animados de los turistas, el martillo neumático de unas obras cercanas, y un gaitero que toca bajo un sol inmisericorde en la escalinata de la Plaza Quintana. Lo mismo vale para los tres: ya son ganas. Con las campanadas de las 18 horas de la Catedral, los ventanales vibran y los pájaros se despiertan. El aire fresco y dulce de la tarde comienza a serenarlo todo.

Apenas llevo media hora en la ciudad y ya he encontrado una oficina de turismo, en la que me dan un mapa. Esta práctica la llevaría a cabo durante los días siguientes, excepto en Santander. Ya veremos por qué.

Esquivo sin disimulo a una encuestadora de “El Correo Gallego” que detiene a una pareja enfrente mío. Cada vez que entro en la zona vieja tengo la sensación de una zambullida, tal es la diferencia de movimiento con lo que la rodea. Me llama la atención durante la primera tarde la casi nula presencia de pintadas en las paredes. La primera la encuentro al cabo de una hora, en una de las calles que conducen a la Universidad: “o vosso progreso, a nossa miséria”.

A esta hora sólo hay turistas y vigilantes. El de una casa-museo reconoce mi acento catalán. El del Pazo de Raxoi me indica que el presidente (nota: Emilio Pérez Touriño, socialista) “aquí recibe poco, sólo cuando viene una autoridad”, ya que donde recibe normalmente es en el Monte Pío. Camino un poco y me como mi primera ración de pulpo gallego en la Rúa de Franco, en una especie de terraza que los edificios rodean amorosamente, aislada del sol y con música de dúo de violín y contrabajo, interpretando clásicos populares. Eso sí: pulpo y refresco, 9,70 euros.

En Santiago aprecio por primera vez el mal ambiente que hay entre RENFE (o Adif) y los Ferrocarriles de Vía Estrecha (FEVE). Un primer recorrido que se me había ocurrido, que funcionaba sobre el papel, era claramente desaconsejado por los de RENFE porque los de FEVE me harían ir horas y horas, y me sugerían que fuera a León (6 horas de viaje) y después a Oviedo (2 horas más). Por esta vez, decidí hacerles caso: tampoco he estado nunca en León.

Mi primera cena en Santiago es ligera: caldo gallego, unas almejas al limón, un trozo de tarta con aroma de orujo y media botella de Condes de Albarei (albariño del 2005, fresco, ligero, grato al paladar). Me costó entrar en un restaurante, tras dar un largo paseo entre inacabables cartas de precios densas como el BOE, así que entré en el que oí chocar más platos. Y punto. Era caro, sí.

JUEVES 5 DE JULIO

Tomándome un chocolate con churros leo en portada del Correo Gallego: “las jóvenes parejas compostelanas acogen bien la medida para impulsar la natalidad, pero prefieren antes que el dinero mejore políticas sociales con más guarderías y ventajas laborales para conciliar la vida familiar”. Es el eco lejano del Debate de Política General en el Congreso de los Diputados: el “cheque follen”.

En el Monte do Gozo - 5 de julio

Subo al Monte do Gozo. Allí hay un albergue para peregrinos al que me daría miedo aventurarme de noche. Atravesándolo, llego a la estatua del peregrino que corona la cima, y puedo constatar que, entre los árboles y los edificios, no distingo la Catedral. ¿Dónde está aquella máxima que dicta que el monte recibe su nombre de la sensación que experimentan los peregrinos al ver por primera vez la catedral compostelana? Decido hacer los 4 km aproximadamente que separan el Monte de la Catedral. En el trayecto, no me doy cuenta de unos desniveles que hay, el pie izquierdo encuentra el aire y doy con mis huesos en el suelo. Si hubiera habido un escalón, ahí acababan mis vacaciones como mínimo. Es un desnivel desprotegido, pero es limpio, y mi cuerpo, sin que fuera yo consciente, manda las órdenes correctas y amortiguo la caída con brazos y piernas. Un hombre me ha visto caer y corre en mi auxilio, pero no hay de qué preocuparse: no hay nada roto y de ninguno de los rasguños mana sangre que un humilde pañuelo no pueda tapar. Sigo de lejos a unos peregrinos, pero al ver el desvío al campo de fútbol de San Lázaro no puedo evitar cogerlo: al fin y al cabo, también es un templo. Está algo distanciado del centro de la ciudad, pero hasta allí se acercan unos chavales uniformados a jugar. Al perder el paso de los peregrinos, llego a la catedral por mis propios medios y orientación. Cuando, a poco de llegar, oigo el sonido de la gaita que me orienta definitivamente, siento una íntima emoción de júbilo: no quiero saber qué sensación hubiera experimentado al hacer el camino entero.

De la Catedral, qué puedo decir que no se haya dicho ya: que el botafumeiro estaba en el museo, y que me llamó la atención la cantidad de religiosos presentes tras el altar, una imagen demasiado solemne para un jueves de julio. Acostumbrado como estoy a las misas en semi-monólogo, me parece un despilfarro de santidad, pero hay fieles por todas partes, así que por algo será.

En el Parador Nacional junto a la Plaza del Obradoiro sirven el menú del peregrino: los que han hecho el camino de Santiago lo piden, y los 10 primeros tienen la oportunidad de comer junto al personal del Parador lo que coman ellos. Como los peregrinos no gastan zapatos, pido comer en el restaurante y punto. Sólo de recordar lo que comí se me hace la boca agua: mousse de salmón y queso como entrante, crema fría de patatas y puerros con brocheta de berberechos al vapor, unas vieiras hechas en su concha que ya forman parte de mis mejores sueños, y unas filloas rellenas de compota de manzana y crema caramelizada. Me apetecía un Ribeiro, pero no quedaba y me tuve que contentar, nuevamente, con la botella que ya conocía de Condes de Albarei. La broma me debió salir alrededor de los 50 euros, pero éstos sí los di por bien pagados.

Los acentos nórdicos (de Europa) toman la ciudad. Sobre las 20:00, topo con una orquesta en mitad de la calle, con predominio de viento y percusión, de ésas que no permiten aplausos entre tema y tema. De noche voy a cenar a un local barato y sin pretensiones que encuentro extraño entre tanto mar de eurazos la ración. Algunos jóvenes pasean por las calles de la tranquila noche compostelana. Ya en la cama, me desvela ligeramente un ruido como de verbena.

VIERNES 6 DE JULIO

Me despierta antes la campana de la catedral que el servicio despertador del hotel. Una vez en la calle, no es que esté lloviendo: las gotas de agua son mecidas por el aire, como dientes de león, hasta que toman contacto suavemente. Me dirijo a la estación de RENFE, donde los que llevan cayado ganarían un referéndum. Cojo el tren con destino final a Hendaya. El camino hacia Ourense está repleto de túneles y bosques de un verde que agrede. En las proximidades de Astorga aprecio los primeros campos de cereales y terrenos cercados que conforman mi imagen del terruño castellano. Del verde al amarillo.

Cerca de la estación de León aprecio mucha obra nueva, gran parte de obra vista. Pisos de 55-60 millones cerca de El Corte Inglés. Todo nuevo. Me cuentan que la ciudad se está volviendo cara, y las parejas jóvenes se van a la periferia de la ciudad. El progreso es cruel con los ancianos, y sádico con los jóvenes.

Sin haber soltado la bolsa de viaje, como en el primer restaurante que me acoge. Me sirven un Marqués de León del 2004, del que me acuerdo aunque no debería. A las 4 de la tarde no es la mejor hora para encontrar donde dormir cara a esa misma noche en mes de julio, pero encuentro un hostal modesto espléndidamente situado junto a la Catedral. Una vez despojado del peso, salgo al encuentro de ese edificio donde no dejan entrar cámaras de fotos. No más de una veintena de turistas presentes. Me fijo en la Capilla del Santísimo, con un cartel a la entrada, “aquí se entra sólo para rezar”, que dice mucho de lo que son los monumentos religiosos de hoy día. Por cierto, sólo hay una mujer dentro. Cuando empiezan a llegar grupos de turistas y escolares (que si el rosetón es del siglo XIII, que si en la catedral se aprecia la idea medieval “de la tierra al cielo”, y blablablá), no resisto más y me voy.

Frente a la Catedral de León - 6 de julio

Si alguien quiere recogimiento, lo mejor que puede hacer es ir a San Isidoro, que demuestra que la espiritualidad no está reñida con unas dimensiones humanas. Algo de mi antigua formación cristiana se agitó en ese lugar, lo que prácticamente debería entrar en la categoría de milagro.

En León las calles tienen mucha vida. Hay muchas terrazas abiertas, la gente se saluda con frecuencia, tratan muy bien a los turistas… En los bares te dan una tapa hasta pidiendo una humilde botella de agua (en mi caso un poco de pisto y un salami, cada uno con su pan). Eso sí, a las 20 horas todavía el sol da mazazos. En todo caso, en el centro de la ciudad apenas dejan pasar coches: es un pueblo grande.

En la concurrida plaza de San Martín hay hasta varios top-manta. Lugar ideal para pedirme una ración de embutidos y una botella de vino del Bierzo (Mencia), un vino Otero Santín. Un tinto que entra bien, ni punto de comparación con el caldo terroso que me había bebido ese mismo mediodía.

SÁBADO 7 DE JULIO

A las 7 de la mañana oigo las dulces campanadas de la Catedral de León y los berridos de unos peregrinos del Camino de Santiago algo alegres. A las 8:45, la ducha fría tiene efectos devastadores en mi sueño y en los dolores de la caída en Santiago: al apagar el grifo, ambos se han ido por el desagüe. A las 9:20, mientras me visto, en la habitación de al lado hay ruidos de sexo: crujir de muelles, gemidos de placer, básicamente de ella.

En el trayecto a Oviedo, hay nubarrones amenazadores como soldados de la noche conjurados a no abandonar su puesto, aun con la mañana avanzada. ¡Y yo había escogido una camiseta fina blanca para pasar el día! Empecé a pensar que haberme llevado en la bolsa de viaje sólo dos suéteres finos de manga larga era una idea arriesgada. Me cuentan que esa mañana en Asturias está orbayando, es decir, cae lluvia fina y hay un poco de niebla.

A la hora de comer sólo quedan unas gotas que caen desmayadas, con poca intensidad. Me siento en la tranquila Plaza Trascorrales. La idea de comerme un chupa-chups de pulpo (algo así como una brocheta con salsas de resonancias orientales cuyo nombre he olvidado) está a un paso de seducirme, pero prefiero una degustación de menú asturiano. Hoy ejerzo de turista. En una terracita ponen música de salsa-chillout. Para beber, vino rosado Señorío de Ayanz, DO Navarra 2006. Es agradable, el mejor vino del viaje hasta la fecha, seduce al paladar y se queda. De comida, pastel de cabracho, fabada asturiana con su compango de Tineo (me comí más del doble de lo que como normalmente y aún sobró algo), unos escalopines de ternera asturiana al Cabrales y un arroz con leche acompañado de un frixuelo relleno de manzana. Creo que me salió por unos 22 euros, sin duda la mejor comida de la semana.

Tras el altar de la Catedral de Oviedo, en la curva corta del ábside hay tres horrendos hologramas, imágenes que sólo se ven bien según una posición adecuada de la luz. Justo cuando iba a fotografiar una, se apagaron. Estaba a punto de empezar una celebración, y desde megafonía se instaba a las visitas turísticas a que se marcharan. Un órgano toca vaya a saber el qué ante un centenar de personas, sobran cámaras y faltan protagonistas. Llega un coche muy lustroso. Los hombres mayores comentan que la novia está muy guapa, y las mujeres mayores que está muy fea. Ella no viste de blanco.

Frente a la Catedral de Oviedo - 7 de julio

Aprovecho para hacer una llamada al Ayuntamiento de Oviedo: ¡pongan los campos de fútbol en los planos de la ciudad y, con urgencia, cambien el modelo de las placas de las calles! ¿Acaso se las encargaron a un cuñado? ¡Están mugrientas y no se distingue el nombre del fondo! La mayoría de los que me encontré, más que guiarme al Carlos Tartiere, me perdieron. Creí encontrar la salvación al ver una calle de cuatro carriles, dos en cada sentido de la marcha. Pero nadie parecía saber dónde estaba (“ay, no lo sé, mira que paso por aquí siempre, si vivo al lado…”). Tuvieron que pasar varios jóvenes, abuelos, hombres, mujeres, hasta que el sexto fue capaz de decirme que estaba en la Avenida de los Reyes Católicos. Si lee esto un ovetense, igual ya se ha dado una palmada en la frente…

En el bulevar de la sidra, en Gascona, me parece mentira la cantidad de líquido que se puede tirar al suelo con el proceso del escanciado. Casi me parece una falta de respeto al producto. En un local me cobran 20,80 € por una botella de sidra y un pastel de cabracho, lo peor es que yo ya me iba, con cara de extrañado, hasta que vino a buscarme un camarero para decirme que se habían confundido de mesa. Entre unas cosas y otras, empecé a pensar que lo mejor que me podía pasar en Oviedo era que no me atropellaran. Por cierto, mucha inmigración sudamericana y subsahariana, señal inequívoca de que la ciudad prospera.

Parte médico: quemazón en la parte izquierda posterior del cuello, remitiendo poco a poco. Magulladuras de Santiago ya desaparecidas. Empieza a salir una ampolla en el dedo gordo del pie derecho. Hasta mi cama llega el ritmo inconfundible del reggaetón.

DOMINGO 8 DE JULIO

Me levanto algo tarde para lo que estoy acostumbrado. Nuevamente, el objetivo es el Carlos Tartiere, que me cae lejos, pero pasito a pasito. Subiendo por la Avenida Galicia, a mano izquierda, me fijo en un pintoresco edificio que no sale en el mapa: resulta ser el futuro Auditorio de Calatrava en construcción. Desde lejos, parece un rastrillo. Cuando llego finalmente al campo, éste es un lugar solitario en el que resuenan los peloteos de un campo de tenis colindante. Claro, hoy es el día de una nueva final Federer-Nadal en Wimbledon. Volviendo sobre mis pasos, un coche se detiene ante mí para preguntarme dónde está el hospital, duda que no puedo solucionar al no ser de allí, pero que me demuestra que no sólo los peatones, sino también los conductores van desorientados por la ciudad.

La lluvia me sorprende bajando por la Avenida Galicia. Hago todo el camino hasta la calle Joaquina Bobela sin perderme, pero el trayecto es largo y para protegerme sólo llevo una gorra. La lluvia cala mi suéter por fuera, pero éste resiste y cuando llego al hotel mi piel está relativamente seca.

Me voy a un restaurante-sidrería en la parte de arriba de Gascona, donde la noche anterior había una larga cola para entrar pero que ahora está prácticamente vacío. Es domingo, llovizna y encima corre Fernando Alonso el GP de Inglaterra, creo. Pido un menú “Oviedo tiendas” consistente en Queso de cabra no chapa con tomate, cazuelina de setes y gambes, medallones de carne roxa al afuega’l pitu, y casadiella y frixuelu rellenu de manzana. La cazuelina es especialmente deliciosa, servida en cuenco de barro y aún con el chup-chup, mmmm… La botella de sidra es de Trabanco, mucho mejor que la que me sirvieron el día anterior. “¿Quieres un culete?, lo debes beber de un trato o se te va el sabor”, insiste un camarero servicial.

Alonso llega en segunda posición y no hay ningún tipo de reacción especial en la calle. Como hay pocos locales abiertos, básicamente rellenos de turistas y el día está así como un poco plomizo, decido pasar la tarde en la habitación del hotel viendo la final Federer-Nadal. Quizá el mejor partido que he visto entre estos dos rivales, pero éste precisamente no lo tendré en vídeo en casa, cachis. Menos errores y más puntos bonitos de los que nos ofrecen habitualmente: notable espectáculo.

Más allá de las 7 de la tarde aún tengo tiempo para descubrir la Plaza de Fontán, que me pareció una pre-cio-si-dad. En medio de una ciudad que tiende al gris, una explosión de color y buen gusto. Un tesoro.

LUNES 9 DE JULIO

“Ando revuelta como el tiempo. Al que me diga que necesita agua para su tierra le pego un zambombazo que lo dejo tieso”, dice una mujer en un bar. Definitivamente, el frío y la lluvia del fin de semana en pleno mes de julio no es del gusto de los ovetenses. En lunes por la mañana, mucha actividad y abundante tráfico en Oviedo, pero yo me voy a Gijón!

Cómo marean estos asturianos. Después de dar tres veces la vuelta a la playa de Poniente para localizar una oficina de Turismo siguiendo sus indicaciones, he decidido ir por libre. Tengo la suerte de meterme por el barrio pesquero de Cimadevilla. Muy bonito, repleto de bares y restaurantes. Aquí no tengo manías: el primero en el que me ofrecen una mesa. Camino hacia el Elogio del Horizonte, monumento de Chillida en lo alto del cerro de Santa Catalina. Allí hay gente tomando el sol. La visión desde lo alto es magnífica.

En el Elogio del Horizonte de Gijón - 9 de julio

Veo a varios skaters frente a San Pedro, y también los veré al día siguiente en Santander. Parece que por aquí vuelve a estar de moda.

En la playa de San Lorenzo la muchachada se sitúa cerca del mar, mientras que los que toman el sol casi se empotran contra la valla del extremo de la playa opuesto al agua. Por la Avenida del Molinón hay una gran concentración de gente y de paradas para celebrar el veinte aniversario de “La semana negra”. Destaca un puesto en el que un tipo armado con un megáfono vende su producto: “los libros imprescindibles de la ilustración americana por tan solo 15 euros. No se vayan de largo porque se arrepentirán de haber dejado pasar de largo esta oportunidad”. Nada comparable, pues, entre el estadio del Molinón y el resto de los vistos durante el viaje: aquí hay vida y ciudad.

Un paseo por la playa permite comprobar que el agua forma pequeños grandes charcos en primera línea de mar. Los niños pequeños aprovechan para chapotear y hacer pequeñas construcciones de arena embarrada. En segunda línea, la pisada apenas deja marca. Es junto a la valla que la arena es convencional, lo que explica plenamente la ubicación de la gente que vi en un primer impacto. Aún me faltaba otro detalle del que me enteré a la noche: la marea subió hasta casi tocar la valla.

En Cimadevilla se oyen las gaviotas y otros avechuchos marinos. También hay palomas. Y entre todas, las calles están llenas de los blancos efectos de sus bombardeos.

En una televisión local se preguntan “¿Qué aporta la semana negra? Es para lectores o sólo para turistas? Será la semana que viene”. Mi opinión es que espeluzna a los primeros y ahuyenta a los segundos, si le sirve de algo.

MARTES 10 DE julio de 2007

Vuelvo a llevar zapatos. En Asturias me dejé las suelas de las zapatillas deportivas (una fue cediendo en la calle Gascona de Oviedo, la otra se desprendió sin mayor resistencia junto a la Playa de San Lorenzo de Gijón). Por cierto, en esta playa el sol y el viento me requemaron la cara.

La operación “fuga de Asturias”, con madrugón y trasbordo rápido en El Berrón, no tiene más contratiempos. Eso sí, he preguntado a los usuarios de FEVE 20 veces como mínimo: nulos paneles, personal ferroviario no fácilmente visible.

Tras 5 horas de viaje en tren circulando entre un verde violento, no encuentro taxis en la parada a la salida de la estación de Santander. Después de un leve paseo, aprecio que la policía municipal desvía el tráfico en algunas calles y hay algunas vallas. La gente copa el perímetro del área de seguridad y murmura que hay una amenaza de bomba en la parada de autobuses. No sé a qué esperan, la verdad. Yo he de dejar las cosas en el hotel, que ya es tarde, y buscar dónde comer. Hay muchos bares y cafeterías por la costa, pero pocos restaurantes. Entro finalmente en uno que tiene menú, pero me siento por error en la zona reservada para sándwiches y fritangas, y de tan cansado y harto que estoy me pido un plato de embutidos, queso, rabas y croquetas. Y agua y andandito.

En pocas palabras, los municipales acordonaron la zona mientras las fuerzas y cuerpos de seguridad investigaban una posible mochila-bomba en la estación de autobuses. Detuvieron a una persona, presunto miembro liberado (a sueldo) de ETA.

Paso junto al campo de fútbol del Racing de Santander poco antes de las 5 de la tarde. Es un precioso templo exangüe. Luce un buen aspecto exterior y se comunica rápidamente con la playa del Sardinero. Ésta es enorme. A ojímetro, unos 150-200 metros de ancho! En ella prodigan los balones, pero son de voley-playa. Hace un viento fresco insistente, que molesta para desplegar el mapa.

Mis zapatos también sufren las consecuencias del viaje y se abren grietas en las suelas. Estoy algo fatigado, y el aspecto a las 22 horas de la plaza del Cañadio no me parece excesivamente llamativo: muchachada reunida, buena parte sentada en los escalones, donde se conversa al fresco y no se paga. Por cierto, buena parte de las conversaciones de adolescentes y pre-veinteañeros tratan de borracheras pasadas y futuras. Aquí y en las otras ciudades que he visitado. No fun. Si hay un día en el que me he sentido solo en el viaje es éste. Lo he solucionado con un helado de doble bola: chocolate en la base y crema de mango para coronar. Bien de color, mejor de textura, y algo flojo de sabor por la parte del mango.

MIÉRCOLES 11 DE JULIO

Llueve en Santander, y yo sin un calzado adecuado. No es estimulante pasarse varias horas en la estación esperando el tren, pero es lo que me conviene. Santander sale en las portadas de los diarios, y la gente habla del mal tiempo.

Frente a la Casa Consistorial de Santander - 11 de julio

El viaje en tren desde Santander hasta Bilbao dura unas 3 horas. Me caigo de sueño hasta que el paraguas se resbala de mi regazo y su chasquido contra el suelo me despierta. Por suerte, la estación de FEVE de Bilbao y la de Adif de Bilbao-Abando están muy cerca. En ésta última hay varios anuncios reforzados por megafonía de la candidatura de Javier González a la presidencia del Athletic Club de Bilbao, supongo. “Compromiso. Trabajo. Ilusión. Gestión”, un lema que no deja nada al azar, desde luego. Ni populista ni gris, todo un buffet-libre de la propaganda política.

Tras un paseo por los alrededores de la estación, decido entrar en un locutorio. Una hora, dos euros. Me da tiempo a ver mi correo, a escoger las asignaturas de las que me matricularé en el próximo semestre de la UOC, y a trazar mis horarios del Summercase!

El Tren Estrella Pío Baroja sale a las 22:25. Bilbao-Abando, Llodio, Miranda de Ebro, Logroño, Calahorra, Castejón de Ebro, Tudela de Navarra, Zaragoza Delicias, Monzón-Río Cinca, Lleida, Reus, Tarragona, Sant Vicenç de Calders y Barcelona-Sants. En el compartimento, un fisioterapeuta y yo. Él tiene una novia catalana y se pelea con el idioma. Como tiene experiencia como vigilante de la estación de Bilbao, le puedo preguntar abundantes detalles. Entre otros que me reservo, cuenta que el puesto de vigilante en un tren es un pequeño chollo. 1.200 euros, buenas condiciones laborales, y escasa conflictividad. Si hay problemas, no actúas: ningún vigilante saca la “defensa” por casos de faltas ya que necesitaría testigos para su defensa en caso de que fuera demandado por el presunto infractor. Y es que, para ahorrarse molestias innecesarias, nadie quiere hacer de testigo y los vigilantes se sienten vendidos. Así que si hay agresión o delito retienen al delincuente hasta que llegan los Mossos, la Ertzaintza o equivalente.

La luz del amanecer sobre tierras aragonesas es preciosa: un tono pastel algo descremado, muy delicado. Las máquinas de regar ya funcionan a las 6:30 (algo que me parecía impensable en las tierras cantábricas).

Durante la noche hubo una avería en un tren de mercancías que impidió el paso de nuestro tren, que va con hora y 25 minutos de retraso. Pero aprietan el acelerador a fondo en el último tramo y consiguen llegar sólo una hora y 10 minutos tarde. De esta forma, los usuarios pueden reclamar el 50% del importe del billete (si hubieran llegado con una hora y media de retraso, hubiera sido el 100%). Entre unas gestiones y otras, llego a casa a las once de la mañana, sin desayunar.

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