Las manos vacías

Yo hubiera preferido no comentar el último film de Marc Recha, pero dado que ha caído en mis manos una revista en la que se le dedicaban elogios superlativos he pensado que mi opinión puede ser tan inútil como la publicada en esas páginas y por ello la doy a conocer. "Les mans buides" es una película interesante, con estupendas interpretaciones, pero en la que la mano del realizador está demasiado presente.

El cine es un arte difícil, no sólo por la complejidad de la infraestructura que necesita para manifestarse, sino porque es muy difícil guardar los equilibrios. Si establecemos un continuum entre la película de género (ésas en las que todos pensamos: lo va a matar en la siguiente escena) y la película poética (en la que el espectador interpreta las imágenes servidas por el director sin recurrir a esquemas narrativos tradicionales), "Les mans buides" está más cerca de esta última, pero sin llegar a, pongamos, Kiarostami. Recha nos sirve algo de comedia negra, unos pausados videoclips al cantautor Dominique A (compositor de los agradables discos "La memoire neuve" o "Auguri") y unos pequeños dramas cotidianos en una comunidad reducida.

Para mí el desequilibrio lo marca el abuso del plano-secuencia, que en ocasiones lleva a confusión buscando una innecesaria inmediatez. Digo que es inútil porque tampoco es que pasen grandes cosas que lo justifiquen. Eso también pasa en la última película de los hermanos Dardenne, "El hijo", en la que los belgas abusaban del plano desde la oreja de Olivier Gourmet. Este actor, por cierto, también protagoniza el film de Recha. Gourmet parece especializado en la interpretación de trabajadores manuales, y lo hace de fábula. Pero no me salgo del tema: volviendo a los Dardenne, en "Rosetta" tenía sentido confundir al personal con imágenes frenéticas y aparentemente descuidadas. En "Les mans buides", tal vez no hacía falta, y el director, en ese sentido, se hace notar demasiado.

Lo que se ve, para mí, tiene tanto interés como la percepción de un anciano desde su banco del parque. Sin conocer a los transeúntes, el observador experto intuye, plantea, se ve desmentido, sonríe, se abstrae de sí mismo para intentar captar los lazos que unen a los demás. La visión de la pelicula no es unidireccional, y ahí está su virtud y su defecto. Es sugerente, y es vaga. O viceversa.

No quiero olvidar decir que por primera vez he visto a un Eduardo Noriega comedido. Hay que aplaudirlo por este trabajo, de la misma manera que hay que decir que fue un lastre para otras producciones. Veamos qué le depara el futuro. Y a Recha, bueno, que siga en su línea. Su obra maestra puede estar al caer.

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Gala

Vengo de ver el documental "Gala", una demostración más de que el género del documental biográfico nació clínicamente muerto. Esto no quiere decir que el trabajo de la directora Silvia Munt no sea encomiable, ni mucho menos. Trataré de expresarme con más claridad.

No sé de dónde saco la idea, pero sé que no es mía, de que ver películas es algo así como asistir a resurrecciones. No hablo de los ejemplos típicos ("Vértigo", "Ordet"), sino del hecho del cine en sí: el equipo que hace cine insufla vida a unos personajes más o menos arquetípicos sobre el papel que van cobrando dimensión a medida que avanza el metraje hasta que, por algún extraño milagro, nos empezamos a identificar con ellos. En ese momento, están vivos. Cary Grant, Audrey Hepburn, James Stewart, Maureen O'Hara, etc., vuelven a ser cuando les vemos en la pantalla.

En cambio, con el documental biográfico surge una dificultad casi imposible de vencer: cómo transmitir interés, vida, al relato de cómo las acciones de los protagonistas dejaron huella en los testigos, en el entorno en el que se movió, en el paisaje. Es decir, hechos consumados. Por poner un ejemplo tosco, el documentalista preguntaría a los testigos de una explosión qué es lo que han visto, mientras que la película se preocuparía de los momentos de indecisión de un abuelo despistado ante una fuga en el conducto del gas y su irresistible impulso de encender un pitillo.

Es cierto que son dos formas diferentes de explicar las cosas, pero con el documental biográfico raramente (sobre todo si el objeto de estudio no lo cuenta directamente) llegas a comprender los motivos auténticos de las decisiones que toman los individuos. En cambio, en las películas de biopics, a la manera fordiana, lo que se suele publicar es la leyenda: sale a la luz lo que interesa que salga para moralizar y ganar dinero. Son menos ricas, aportan menos nutrientes, pero el proceso de comprensión de los motivos del personaje ya te viene dado masticadito.

Lo que apreciamos en el documental "Gala" es el intento de iluminar una personalidad, pero no llegamos a saber por qué actúa como actúa. Baste con decir que hay momentos en los que se usa a una tarotista para que exprese algunas hipótesis en palabras sencillas. Apreciamos cómo gente que trató con mayor o menor frecuencia a la protagonista del documental exponen sus experiencias, pero aunque aporten ópticas interesantes, son visiones extremadamente parceladas. En fin, que gente normal habla sin tapujos sobre ella, señal que Gala está bien muerta. Por eso el documental biográfico no es una resurrección, sino una exhumación. Y, aunque en este caso esté bien hecha, prefiero otros formatos.

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Hulk

Sirvamos un cóctel: una base de héroe con trauma infantil no superado, después un poquito de amor, con poca chispa que así nadie se sentirá ofendido por un sabor fuerte, le añadimos el toque del barman (represiones interiores), le damos una presentación colorista y cuidada, y como sombrilla decorativa dividimos la pantalla en varias imágenes, de forma que podemos incluso llegar a demostrar que la nada es divisible. Por supuesto, en la presentación no se debe olvidar la marca que le da cuerpo y pedigrí al conjunto: Marvel. Agítese bien (y si hay planos que no puede apreciar bien, no pasa nada, ahí está el DVD, pase por caja otra vez) y obtendrá un nuevo film de superhéroe comiquero.

Y es que parece que no acabamos de tener claro de qué va esto: la clave para que una película maniquea sea mínimamente interesante es que el villano sea un supervillano. No un jovencito con ínfulas políticas o un veterano funcionario cuya vida recupera el sentido cuando de destruir al superhéroe se trata. Un matasuegras es más inquietante que “Hulk”, al menos aquél te pilla de sorpresa.

“Hulk”, sin embargo, ofrece un motivo de reflexión, que supongo que es voluntario, aunque con frecuencia soy bastante benevolente. Realmente, aquello para lo que no está preparado la maquinaria de violencia organizada más poderosa del planeta es para sí misma. El enemigo exterior es reducible a la dialéctica del “o él o yo”. En cambio, cuando la amenaza surge de dentro, del interior de la propia comunidad, el desconcierto puede ser la clave capaz de aniquilar cualquier sistema previo de defensa.

Y esa amenaza puede surgir en cualquier momento, porque el sistema tiene disfunciones, y los seres humanos cometen errores, y los que se ven apartados por las circunstancias de lo que es el camino marcado son potencialmente peligrosos. Y puede que, sin saber cómo, esa anomalía se convierta en algo fuera de control, que no puede ser erradicado porque forma parte del sistema mismo. Se crea así un doble juego: el organismo anómalo no es controlado por su dueño, el científico-monstruo no es controlado por el sistema.

Esta reflexión, sin embargo, solamente late en la película, pues el director subraya otros aspectos: el relato edípico (matar al padre), la represión de los sentimientos, la estrechísima relación entre la ciencia y el poder militar, el alienante peso de la responsabilidad y el amor como factor de redención (vía bella-bestia, subsección kingkongoide). Nunca me ha parecido Ang Lee un director excesivamente personal, lo cual para según qué es un halago, pero otras veces ha sabido insuflar vida a un conjunto de estereotipos. Esta vez, no.

Lo de dividir el cuadro en diferentes partes lo vi por primera vez en “Campeones (Oliver y Benji)”, y era una forma más de estirar el tiempo real para que la catarsis final (el gol, o lo que fuera) resultara más poderosa. Aquí no: es una manera de tratar de segmentar lo aburrido para hacernos la ilusión de que nuestro ojo puede apreciar detalles, de que el espíritu del cómic sigue ahí (la atención a los detalles tiene tanta personalidad como la historia en sí misma): en resumen, una formalidad. Cuando se habla de un nuevo lenguaje cinematográfico, las cosas no van por aquí. La clave está en el montaje, sí, pero en los significados que seamos capaces de elaborar con él. No en un ejercicio de ilusionismo.

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La tierra prometida

La expresión “cine de autor” es tan utilizada que casi sirve como única etiqueta, casi como excusa, para vender películas de difícil comprensión. Una paja mental, vamos. Pero al hablar del cine de John Sayles no hay otra salida: sus películas llevan su firma en cada escena, y el resultado final es que le salen films a contracorriente, muestras de una persona plenamente conectada a las historias de personas que por diversas circunstancias se ven obligadas a dar tumbos sin saber muy bien qué hacer con sus vidas ni cómo hacer frente a sus dolores internos.

Yo siempre que voy a ver una película de Sayles me encuentro al mismo tipo. Alguien que se sienta detrás de mí y al cabo de 10 minutos ya se ha quedado frito, ya sea por el aire acondicionado, por el calor, por su propio cansancio o porque considera que el arranque es lento y apaga el interruptor de su consciencia. Rooooonc. Rooooonc. Alguien le debería haber avisado que la película es “apta”: no hay sesos esparcidos, ni tetas, no hay pulsiones de sexo o de muerte. Las motivaciones de los personajes son de segundo orden de interés: su cultura, sus raíces, sus relaciones con la familia, la búsqueda del amor después del fracaso personal. Sin duda, “La tierra prometida” sigue las constantes del director de “City of hope”, “Lone star” y “Limbo”.

Nuevamente el marco es un drama coral interracial. En este caso, en el imaginario Delrona Beach, en el que los habitantes se ven sometidos a la presión de grandes compañías que pretenden, vía campo de golf o vía franquicia, explotar los terrenos. Para ello no aplican políticas violentas de “tierra quemada”, sino una simple desnaturalización de la vida de la comunidad: cojan el dinero antes de que baje el valor de los terrenos. Los veteranos del lugar no están dispuestos a ceder fácilmente. Sin embargo, como dice un personaje que se está quedando ciego, “luchar contra el océano es imposible, por muy fuerte que seas. Debes nadar en paralelo a la costa hasta que baje la presión”.

Sayles es el cronista del avance inevitable de una mentalidad uniformadora y artificial, sobre todo porque la gente ya tiene bastantes problemas como para poder pensar en enfrentarse a ello. Pero Sayles permite intuir, y en algunos casos ver, los crujidos y dolores que produce ese avance en los lazos sociales. El precio del progreso, aquí representado por la sensación que tienen algunos seres humanos de ser “especies en extinción”: así habla el pequeño comerciante y así habla la voz de la comunidad negra tradicional.

Y para ello, la construcción de las escenas derivan en piezas de un puzzle que el espectador debe unir mediante las pistas que se dan en los diálogos: quién es cada personaje, con quién se relaciona, qué sucedió en el pasado que hizo que su vida diese un giro inesperado y qué efectos tiene ese hecho sobre su presente. Son vidas complejas que no se pueden reducir a una frase, como pasa en otros muchos films, del estilo “yo nací para triunfar” o “vine a salvar el mundo”. En “La tierra prometida”, Sayles es el de siempre, no cambia, y en ese sentido, es como un amigo al que ves de tarde en tarde: te contará lo de siempre, pero con nuevos matices. Tal vez Sayles no sea el mejor contador de historias, pero intenta comunicarse contigo. Se esfuerza. Por eso merece mi confianza.

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"El último golpe"

Las películas de atraco perfecto suelen ser encantadoras, y a veces con resultados excelsos como el de “La jungla de asfalto”. La película de David Mamet “El último golpe” nos intenta devolver el espíritu del género, pero el resultado no acaba de alzar el vuelo.

Mamet vuelve a jugar con los giros, con los cambios de lealtades y alianzas, con las actitudes de jugador de póker de los protagonistas. Todos juegan sus bazas con la intención de conseguir sus objetivos, amagan, se desplazan, parece que toman partido y al cabo de unas escenas ya han cambiado de estrategia.

A pesar de que el héroe sea un personaje otoñal, esta película no cabe dentro del peligroso adjetivo “crepuscular”: es cine negro del de toda la vida, con dinero sucio, deseos humanos, ambición y con la policía en babia. El motor también es archiconocido: antes de retirarse a un lugar soleado donde pueda fundirse el dinero acumulado gracias al sudor de su frente durante su vida de ladrón, un tipo debe llevar a cabo un último golpe. Como siempre, se trata de un buen plan, y como siempre, porque si no la cosa sería muy sencilla, se le añade una dificultad inicial, en forma de criminal novato y archinervioso que debe unirse al grupo. Motivo de la inclusión de esta china en el zapato: es el sobrino del hombre que proporcionó la información necesaria para dar el golpe. Donde no ha llegado la ley ha llegado antes el nepotismo.

Hay varios elementos que funcionan: Gene Hackman, como siempre; la atención a los diálogos y las réplicas, marca de la casa; y el hecho de que los planes no se nos explican, sino que vemos su aplicación práctica sin más introducciones, escapando de la manía del género de explicar las cosas antes para que el espectador compare la idea inicial con sus resultados. De esta forma, el director es un jugador de póker más, y se adapta plenamente al espíritu del film.

El principal problema es que esta película ya la hemos visto. Además, en los clásicos todo era un poco más humano (la única relación que podría recibir este calificativo es la que tiene el personaje de Pinky con su sobrina), y ninguno de los secundarios alcanza suficiente personalidad como para poder llegar a competir con la sombra de Hackman. Es decir, es una película para nostálgicos de un género moribundo, al que periódicamente se le intenta insuflar parte del aliento vital de sus films pioneros. A los directores les sobra conocimiento de la vida criminal y les falta humanidad.

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